La vi sentada frente al
muelle, con la mirada perdida. A veces sobre sus ojos caía un leve
velo oscuro casi imperceptible, como ahora, que transformaba su
mirada cálida y alegre en un lago helado. Caminé hacia ella y
apenas se inmutó cuando me senté a su lado.
Cuando estaba callada,
absorta en sus pensamientos, se me hacía difícil empezar a hablar
porque me daba la sensación de que, si decía algo, estropearía
aquel momento de concentración absoluto en el que se encontraba; y,
tal vez, quién sabe, la humanidad perdería para siempre la única
solución a este mundo, encerrada en aquella mente que apenas
empezaba a desentrañar.
Su mente. Ejercía un
efecto sobre mí que se dividía entre el miedo y la fascinación.
Como seguía sin saber qué decir, me llevé la mano al bolsillo
izquierdo del pantalón y extraje un cigarrillo de la caja que
guardaba en él. Lo encendí rápidamente, no sin cierta ansiedad
producida por la cercana presencia de ella; pero cuando iba a
llevármelo a los labios, su mano se alzó y, con un grácil
movimiento, me lo quitó de entre los dedos para darle una calada
profunda, sin dejar de mirar al vacío. No teníamos la confianza
suficiente para que ella hiciera aquello dado lo poco que nos
habíamos visto en realidad, pero parecía ser consciente de su poder
sobre mí.
Al exhalar la última
voluta de humo, respiró hondo y con una voz suave me preguntó:
—¿Cómo
estás?
Siempre
preguntaba lo mismo, como si quisiera hacer la radiografía de un
paciente nada más entrar en la consulta o comenzar un interrogatorio
policíaco con una pregunta aparentemente tan insignificante... para
confiarte.
—Ahora
que estás aquí, bien.
—Llevo
aquí sentada cuatro horas, yo ya estaba aquí. Eres tú el que está
aquí de pronto, si es que acaso eso te hace sentir bien.
Así
era la esfinge, te respondía una obviedad cuando decías algo que te
acercase mínimamente a ella para que te dieras cuenta de cuán
estúpidas eran tus palabras. No le hacía falta insultar a nadie
porque dejaba a cualquiera clavado en la pared con frases impregnadas
de una presunta inocencia que te corroía las entrañas. Y todo eso,
a pesar de que me quitaba el cigarrillo de las manos igual que se
enganchaba a mi copa para no soltarla en las ocasiones en las que me
había arrastrado a un bar, luego me preguntaba cariñosamente que
cómo estaba para después confundirme con una gélida respuesta.
—Cómo
vas a estar bien, imbécil —prosiguió— si has terminado en el
psicólogo por mi culpa.
Me
quedé petrificado. No había comentado aquello con nadie.
—Ahora
me vas a preguntar que cómo lo sé —continuó sin dejar lugar a
réplica— y yo te contestaré que conozco la forma de
autoanalizarse y analizar a los demás que tiene un paciente de
terapia.
Y
entonces, por fin, me miró. Tenía
los ojos brillantes, como sólo los puede tener alguien que tiene
mucho que llorar y que no sabe cómo hacerlo.
Sin
mediar palabra se abalanzó sobre mí y comenzó a besarme. Percibí
el regusto de alcohol que deja el vino en la boca, y entonces me di
cuenta de que era natural -en ella últimamente lo era- que hubiera
estado bebiendo antes de verme.
Sentí
entonces cómo se enfurecía entre mis brazos, cómo sus besos se
volvían cada vez más y más ansiosos, cómo sus manos empezaban a
recorrerme la espalda y su calor me envolvía por completo.
—Vámonos
de aquí —me dijo en un susurro, y me llevó hasta el rincón más
oscuro del parque que se encontraba más cerca.
Allí
me tumbó -o me empujó, no sé muy bien cómo describirlo- sobre la
hojarasca seca poniéndose encima de mí. Siguió besándome
apresuradamente, como si escapara de algo mientras lo hacía, al
mismo tiempo que sus manos recorrían mi pecho. Su lengua, hábil
como siempre, empezó a arrancarme jadeos cada vez que se enroscaba
entre mis labios y entonces empecé a perder la noción del tiempo
mientras mis dedos exploraban su cuerpo, bajo el vestido. Con dos
zarpazos me quitó el cinturón y me bajó la cremallera de los
pantalones. Cuando me quise dar cuenta ya estaba entre sus
piernas, aquel lugar que de tan cálido me recordaba a las brasas de
la chimenea junto a la que me dormía en mis días de infancia. Quizá
por este tipo de pensamientos uno termina en el psicólogo.
Al
terminar permaneció tumbada junto a mí, de nuevo con la mirada
perdida; ésta vez en el firmamento.
—Me
vas a dejar quemaduras de segundo grado un día de éstos —bromeé.
Ella
fingió no escucharme y susurró con una voz cargada de nostalgia:
—El
cielo está precioso esta noche.
—¿Te
gusta mirar las estrellas?
—No,
las estrellas no, la luna. Me gusta mirar la luna porque, siendo una
sola, está en miles de noches de una vez. Está en la noche del
matrimonio que discute a puerta cerrada. Está en la noche de la
chica guapa que se arregla para salir. Está en la de los enamorados
que pasean juntos de la mano a la orilla del río. La luna es en nexo
que une a todos los lobos, independientemente de cómo estén y cómo
se encuentren. ¿Sabes? La luna parece un espejo para que puedas ver
en ella el rostro de alguien a quien echas de menos.
Ese
tipo de comentarios me dejaba completamente desarmado.
—¿Cómo
alguien tan cínica como tú puede decir algo que, a todas luces, es
romántico?
—Las
cínicas no somos más que románticas a quienes destrozaron su
ilusión a base de hachazos —dijo con cierto aire condescendiente
mientras se levantaba de un salto.
Entonces
se sacudió la hojarasca que había quedado prendida a su falda y se
marchó.