Necesitaba estar lejos.
Lejos de todo.
La vida se había vuelto
insípida y había comenzado a no soportar muchas cosas.
Estaban aquellos anuncios
estúpidos cuando salía a dar una vuelta que te bombardeaban como si
fueras una máquina que consumía sin importar el qué. Luces
brillantes en los escaparates, carteles de colores, imágenes de seis
metros de largo en las autopistas, caras gigantes y sonrientes, casi
grotescas, que pretendían venderte cualquier cosa a cualquier precio
hablándote como si tuvieras cinco años. Todo aquello acosándote
sin compasión desde los periódicos, las páginas web, la
televisión. Todo revestido con una pretendida calidez tan
sobrecogedora que se me helaban las entrañas y me hacía sentir cada
vez más y más insignificante.
Todavía no estás
muerta, así que consume.
Estaban aquellas salidas
en las que se conversaba sobre nada. Entendedme bien, salían un
montón de palabras de sus bocas durante minutos que se convertían
en medias horas interminables. Las sílabas giraban en torno a mí,
me rodeaban y conformaban un muro que me separaba de ellos aún más.
Podrían haberse pasado la existencia comentando el último video de
Youtube que habían visto, un programa de prime time, lo que
fuera. Y me sentía tan extraña, tan alienígena, tan confusa por
que fueran incapaces de hablar de ninguna otra cosa, que se me hacía
un nudo en la garganta y era incapaz de hablar. Estás muy seria y
callada, decían, mientras lo
único que deseaba era salir de allí. Casi podía extender la mano y
tocarlos, quizás abrazarme a ellos con fuerza y estallar en un
llanto denso y profundo pidiendo a gritos algo de comprensión. Pero
mis mejores amigos, los de verdad, estaban muertos. Algunos llevaban
siglos bajo tierra. ¿Qué podrían entender aquellos seres que se
carcajeaban viendo cómo un skater se
caía de bruces por las escaleras? ¿Entender el qué?
El
mar, la luz, el aire.
A
ellos.
A
mí.
Estaban
las conversaciones de las que no te querías enterar. Ahí estaba una
chica igual que tú hablando de su novio con otra amiga. Juntos desde
el instituto, diez años después. Y hablaba de él con tan poca
pasión y respeto, que en lugar de estar comentando su relación
parecía que estuviese escupiendo sobre una ameba. Y aquello me
entristecía. Imaginarlos. Cogidos de la mano porque
se supone que hay que caminar cogidos de la mano.
Una mueca fingida pretendiendo ser sonrisa. Yendo al cine todos los
fines de semana porque se les había terminado la conversación, y al
menos así podían hablar la media hora que duraba el trayecto de
vuelta a casa. Pidiendo con despreocupación la sal al otro lado de
la mesa, procurando comer sin mirarse a los ojos. Durmiendo en la
misma cama pero separados por una columna de aire y cada uno hacia un
lado, como si no pudiesen soportar el aire que exhalaba el otro al
respirar. Una vida tan vacía, tan llena de soledad y de silencio.
Me
daba pena aquella chica.
Yo
era aquella chica.
Estaban
esas mujeres, esos hombres, que caminaban contagiados por la prisa a
lo largo del vagón. Sus portátiles. Las corbatas esperpénticas de
ellos a juego con los calcetines y sus apestosas colonias. El
colorete mal puesto de ellas y el tinte que permitía ver sus raíces
morenas contrastando con el rubio oxigenado de pega. Todos llenos de
ojeras, de arrugas de preocupación por un trabajo frenético que
aportaba dinero e insatisfacción a sus vidas a partes iguales. Las
máquinas a las que destinaban esos anuncios tan asquerosos de los
que hablaba al principio. Escuchando cómo cerraban tratos por su
nuevo teléfono de última generación. Oyendo las carcajadas de
machitos al comentar que el viejo tunante del jefe se
había pinchado
-¿hay expresión más horrible y misógina?- a la ingenua de la
secretaria. Y por lo visto a ella se le estaban cayendo las tetas, no
era de extrañar que aspirase a un amante de tan bajo nivel. Qué
risas. Y ellas, trabajadoras y madres abnegadas, haciendo como el que
oye llover a pesar de que sus maridos eran exactamente igual de
infieles que sus compañeros de trabajo, enzarzadas en poner verdes a
las que no estaban presentes en aquel momento. Que si una no sabía
vestir a su hijo. Que la idiota de cual decía que ella no era menos
mujer por no parir, la
infeliz,
apostillaban. Y entonces mi asiento se convertía en un abismo
aislado que me separaba de todo aquello. Algo
que me saque de aquí,
pero me mareaban sus colonias y sus risotadas y sólo podía desear
que el tren llegase cuanto antes a su destino.
Estaban
las reuniones de intelectuales. Una competición absurda en el
atuendo físico y mental -se parecen tanto- por ver quién destacaba
más. Debían de pasarse horas en el baño para tener el aspecto de
alguien que lleva tres días durmiendo debajo de un puente. Otros
pretendiendo fingir miopía delante del médico para poder lucir unas
gafas. Goddard y brandy, y no sé quién había recibido clases de
piano de un músico prestigioso. Charlas eternas que sólo recitaban
de memoria una lista interminable de títulos de libros y autores. Y
cuando me preguntaban... ¿te
has leído...?
Joyce, Proust, Chesterton... contestaba con un impertinente: ¿y
vosotros, os habéis detenido al leerlo?
Quise
resistirme a todo aquello, pero estaba sola. Hacía como en la
infancia y me encerraba en los libros. Pero pronto los libros se
convirtieron en una dolorosa ventana al mundo. Era incapaz de
encender el televisor o leer las noticias del día. No quería saber
nada de ellos. No quería pertenecer a un mundo plagado de escoria.
Mi precario piso de alquiler daba pena, pero me resistía a salir de
él. No quería
estar con los demás.
Cuando terminé con todas las existencias de alcohol que guardaba
desde hacía meses, empecé a pensar que necesitaba salir
desesperadamente. Desesperadamente.
Y
salí, claro que salí. Como una estampida furiosa. Arrastrando mis
cadenas. Manchándome las manos de sangre.
Boicoteé
toda relación que tuve con un ser humano, a veces consciente, a
veces inconscientemente. Amaba y odiaba indistintamente, era una
vorágine y en cuestión de semanas lo que tanto deseaba lo detestaba
con igual intensidad. La historia del ser humano caprichoso, rueda,
rueda, rueda... Y no vino santa Inés Zorrilla ni su redención, por
más que la esperé.
¿Esto
era madurar? ¿Era una crisis? ¿Se habían ido los niveles de
serotonina de mi cerebro a la mierda? O todo a la vez. Aún así no
fantaseaba con la muerte. Ya pasé por aquel peaje, que casi me costó
unas buenas cicatrices. Y era ese hastío, ese hueco, esa nada. Esa
nada que lo engullía todo y me hacía tiritar de frío por la noche
durante el verano. Pero las personas no esperan, las personas no
descansan. Y cada día me despertaba con las expectativas, los
sueños, las esperanzas que otros depositaban en mí, en las manos. Y
yo les metía fuego junto con los míos propios.
Si toleraban tanta injusticia, no tendrían paz.
Yo no tenía paz, ¿por qué iba a permitir que ellos la tuvieran? Me
había vuelto un ser egoísta y ya no sabía distinguir, al contrario
que Sartre, si el infierno eran los otros o lo era yo.
Esto si que es para leerlo varias veces. Si salgo a la calle y miro a mi alrededor, veo el cuarto párrafo del artículo.
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