Caminaba por la calle y tropecé
contigo.
Discúlpeme, señor,
a veces voy distraída cuando viajo
sin dirección,
y tú sonreíste
resplandeciente y me dijiste:
descuida, es lo que tienen los
accidentes.
Venía de haber
perdido el corazón en una apuesta
jugando con un
poeta, un músico y un pintor,
para luego
descubrirme al final de la noche sin lienzo,
en blanco, en
silencio y sin respuestas.
Quizá te
sorprendas al escuchar esto: te engañé
con mi carita de
niña buena
o el disfraz que
llevaba aquella tarde, de mujer
que pasea por los
bares besando a desconocidos
para que la
conozcan muy bien.
Me enamoré
demasiadas veces y, ya ves,
regresé a la calle
donde tropecé contigo
sólo para saber a
qué saben los principios
de lo que nunca
pudo ser.
Al girar en la
esquina ni te despediste.
El resto de los
hombres de mi vida me aburrieron demasiado,
tal vez es mi culpa
por querer vivir algo más interesante.
Perdóname por
querer, de lo bueno, lo mejor
a sabiendas de que
son incompatibles;
como tú y como yo.
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