12.4.15

Ausencia e incertidumbre

Quizá eres de las pocas personas de las que puedo decir que no conocí demasiado pronto o demasiado tarde en mi vida. Si llego a retrasarme sólo unos meses más, nunca te hubiera conocido; y que nos cruzásemos antes era prácticamente imposible. Así que ya ves, el tiempo estuvo hilando fino en nuestro encuentro, fue una gran casualidad: como con casi todas las personas importantes para mí que he llegado a conocer.

Creo que sobre todo has sido un gran maestro sin pretenderlo. Yo sólo te he observado actuar, pensar en voz alta, escribir... y aunque todo esto se contradice y se reafirma con la persona que ahora eres -o serás, puesto que no descarto la certeza más que tangible de que sólo eres una idea en mi cabeza hecha a retazos en base a cuando te conocí y, después, todo lo demás-, creo que sí que he conseguido ver con claridad tu esencia después de todo este tiempo.

Cada vez que nos despedíamos, solía anotar algunas de las conversaciones que habíamos mantenido en un cuaderno. Así podía rememorar esos instantes tiempo después, sin las imperfecciones típicas de la memoria humana que termina arrasándolo todo, incluso lo más importante. Quizá llegue el día en que pierda la memoria, pero tal vez consiga resguardar las palabras lo suficiente para que puedan llegar a formar parte de otra persona y así pueda seguir viva una parte de mí junto a ellas.

Fuiste el primer viajero que conocí. No ocasional, como yo -que como yo, hay cientos-, sino que te detenías a vivir allá donde ibas. Te admiraba porque sabía cuánto te querían los que te rodeaban y aún así te marchabas a otro país, a otra ciudad, a comenzar de cero. Pensaba que tenías mucho valor porque siempre dejabas a numerosas personas atrás. Y cuando me tocó a mí hacer algo parecido, siempre te tuve muy presente en mis pensamientos, porque en mi cabeza eras algo así como un guerrero de la soledad -y la soledad era por aquel entonces lo que yo más temía-. Luego comprendí que si te marchabas con tanta frecuencia de un sitio a otro pocas veces era con la congoja de quien deja mucho atrás, sino más bien con la actitud temeraria de quien no tiene nada que perder. Tú ya te habías enfrentado a la soledad mucho antes que yo, por eso cuando te conocí, ella ya era para ti una vieja amiga a la que no tener miedo y para mí un agujero negro que me ensombreció varios años por mi inexperiencia.

Cuando te fuiste, me dejaste una huella inexplicable. Contigo aprendí el valor de la ausencia, a resucitar el pasado y el placer de la nostalgia. Tuvieron que pasar años hasta que pude recorrer la calle en la que viviste sin sentir una punzada en el corazón. Una vez me detuve en uno de esos bancos de piedra en los que habíamos tenido varias conversaciones y, como a veces se adueña de mí la estúpida fantasía de que las personas dejan algo de ellas en los lugares, me imaginaba que frotaba el banco a modo de lámpara maravillosa para conjurarte, y que así tú aparecerías. ¿O acaso no habías estado tú en ese banco, hablándome con tu sonrisa imperturbable? Cierro los ojos y ya te estoy viendo. ¿Quién negaría la ley según la cuál deberías aparecer en él, porque ese banco te pertenecía; ya era parte de ti? Estuve sentada en él, preguntándome cómo estarías, qué estarás haciendo ahora. ¿Quién me podría decir que no estarías allí nunca más? Eso era imposible.

Pensando en lo que está por venir, vuelvo al pasado para poder extraer de él otro futuro que sea esta vez sólo mío. Te sientes extraño y yo me siento extraña. Creo que ahora empiezas a tener nostalgia de los caminos que no tomaste. Y yo siento nostalgia de los caminos que no voy a tomar, aunque esté todo en el aire. No considero justo quedarme aquí cuando todos se marchan, aunque si yo también me voy, ¿quién quedará para revivir todos esos momentos? Los bares muertos, sin sonrisas que recordar. ¿Pero acaso debo ser yo quien pasee constantemente por cementerios? Tu mente está ya ocupada en otras cosas desde hace mucho tiempo, dando vida a cementerios nuevos. Si me marcho yo también, no tendré santuarios para resucitar a quienes ya no están. Me tocará entonces el mismo destino que a los demás: no volver a reconocer del todo a la ciudad a la que dejo. Y si ya no reconozco ciudades ni personas, ¿qué me queda?


¿Qué incertidumbre sería más valiosa para ti: la que dejas atrás o la que está por venir?

6.4.15

Surgió de las llanuras abisales

Estuve tres meses en rehabilitación. Tres meses. Es realmente poco para una heroinómana. Conozco a tipos que han estado al menos cinco años. Recayendo. Recayendo una y otra vez. Un laberinto sin final, lo más parecido al infierno en la Tierra.

No fue mi caso. Por suerte, fui bendecida con esta voluntad que convierte a los obstáculos en polvo. Y me dije: tres meses. Dejo toda la mierda a un lado y recupero mi libertad. Un plan más que ambicioso. Un plan para sobrevivir. Un plan para sobrevivirme.

Se hacen estadísticas con las drogas más adictivas, se refuerzan viejas creencias, se añaden nuevas sustancias de diseño. La heroína entra fuerte en la lista, pero sin embargo el alcohol, mucho más inofensivo a los ojos de la aceptación social, es infinitamente peor. Lo dicen los números. Así que cuando no pude respirar sin un pico, di las gracias al menos por no ser alcohólica.

De todos modos, no hay que engañarse. La droga más peligrosa no entra en las estadísticas, pero también causa muertes y delirios. Es el dolor. El dolor es la droga más adictiva con diferencia y es la causa de numerosas desgracias. Un adicto al dolor es un infeliz constante que entra en un círculo vicioso y se las apaña para no salir de él. Porque, en el fondo, le gusta.

Y no, no hablo de los depresivos. Los depresivos de verdad lo son porque enferman de conciencia, cerebro o corazón -o de las tres cosas a la vez-. Debemos de sentirnos afortunados porque la mitad de la población sufrirá depresión en algún momento de su vida. Eso significa que sólo es la otra mitad la que peca de inconsciente, descerebrada o emocionalmente inepta. En un planeta que se encamina hacia los nueve mil millones de seres humanos, sí, quizá debiésemos dar gracias por ello. De mostrar síntomas porque estamos, efectivamente, enfermos.

Conocí a Bob en rehabilitación. Me pareció un niño -otro pobre niño enfermo-, a pesar de ser mayor que yo. Bob me pidió que saliera con él. Me negué en un principio, sólo para darle el posterior placer de demostrarle que estaba equivocada. Ya no prometo nada sobre la memoria de mi madre, porque sé a ciencia cierta que cuanto más juro, más tengo que tragarme las palabras después. Y una tiene un límite de texto.

Y un límite de pataleo. Ya está bien. Dirige tu furia hacia otra parte. El rencor, el odio o la melancolía como origen del reproche son bastante pueriles. No se puede vivir así. Toc, toc. Hace demasiado frío ahí dentro. No quiero pasar. Avanza de una vez.

No estoy limpia. Nunca lo he estado, pero ahora construyo con toda la mugre una coraza más fuerte y, sobre todo, más flexible. No voy a dejar que me rompan para llorar después con los pedazos en la mano. He aprendido tanto, que ojalá pudiera dar bofetones de luz, aunque no sirvieran para mucho. La catarsis de Casandra me sigue bastando.

Sólo quiero algo de paz después de tantos años de guerra. Sentarme a beber el té sin sobresaltos. Me he cansado de predecir desgracias, pretendo ser feliz con lo que me resta. Que no es poco. He procurado que no lo sea.

Ahora puedo mirar a los ojos sin asustar a nadie. Sólo a quien no conoce la profundidad de los abismos. Pero esos no me interesan. Quizá puedan darme la mano desde el otro lado mis hermanos. Dejar de reconstruir para volver a construir de nuevo.

El egoísmo es odiado por los adversarios porque es la clave para volver a levantarse allí donde las aguas se tragan a otros. 

Qué ironía. Apolo me terminó dejando tirada, pero Afrodita se puso de mi parte.






Ilustración de Chiara Bautista.