6.4.15

Surgió de las llanuras abisales

Estuve tres meses en rehabilitación. Tres meses. Es realmente poco para una heroinómana. Conozco a tipos que han estado al menos cinco años. Recayendo. Recayendo una y otra vez. Un laberinto sin final, lo más parecido al infierno en la Tierra.

No fue mi caso. Por suerte, fui bendecida con esta voluntad que convierte a los obstáculos en polvo. Y me dije: tres meses. Dejo toda la mierda a un lado y recupero mi libertad. Un plan más que ambicioso. Un plan para sobrevivir. Un plan para sobrevivirme.

Se hacen estadísticas con las drogas más adictivas, se refuerzan viejas creencias, se añaden nuevas sustancias de diseño. La heroína entra fuerte en la lista, pero sin embargo el alcohol, mucho más inofensivo a los ojos de la aceptación social, es infinitamente peor. Lo dicen los números. Así que cuando no pude respirar sin un pico, di las gracias al menos por no ser alcohólica.

De todos modos, no hay que engañarse. La droga más peligrosa no entra en las estadísticas, pero también causa muertes y delirios. Es el dolor. El dolor es la droga más adictiva con diferencia y es la causa de numerosas desgracias. Un adicto al dolor es un infeliz constante que entra en un círculo vicioso y se las apaña para no salir de él. Porque, en el fondo, le gusta.

Y no, no hablo de los depresivos. Los depresivos de verdad lo son porque enferman de conciencia, cerebro o corazón -o de las tres cosas a la vez-. Debemos de sentirnos afortunados porque la mitad de la población sufrirá depresión en algún momento de su vida. Eso significa que sólo es la otra mitad la que peca de inconsciente, descerebrada o emocionalmente inepta. En un planeta que se encamina hacia los nueve mil millones de seres humanos, sí, quizá debiésemos dar gracias por ello. De mostrar síntomas porque estamos, efectivamente, enfermos.

Conocí a Bob en rehabilitación. Me pareció un niño -otro pobre niño enfermo-, a pesar de ser mayor que yo. Bob me pidió que saliera con él. Me negué en un principio, sólo para darle el posterior placer de demostrarle que estaba equivocada. Ya no prometo nada sobre la memoria de mi madre, porque sé a ciencia cierta que cuanto más juro, más tengo que tragarme las palabras después. Y una tiene un límite de texto.

Y un límite de pataleo. Ya está bien. Dirige tu furia hacia otra parte. El rencor, el odio o la melancolía como origen del reproche son bastante pueriles. No se puede vivir así. Toc, toc. Hace demasiado frío ahí dentro. No quiero pasar. Avanza de una vez.

No estoy limpia. Nunca lo he estado, pero ahora construyo con toda la mugre una coraza más fuerte y, sobre todo, más flexible. No voy a dejar que me rompan para llorar después con los pedazos en la mano. He aprendido tanto, que ojalá pudiera dar bofetones de luz, aunque no sirvieran para mucho. La catarsis de Casandra me sigue bastando.

Sólo quiero algo de paz después de tantos años de guerra. Sentarme a beber el té sin sobresaltos. Me he cansado de predecir desgracias, pretendo ser feliz con lo que me resta. Que no es poco. He procurado que no lo sea.

Ahora puedo mirar a los ojos sin asustar a nadie. Sólo a quien no conoce la profundidad de los abismos. Pero esos no me interesan. Quizá puedan darme la mano desde el otro lado mis hermanos. Dejar de reconstruir para volver a construir de nuevo.

El egoísmo es odiado por los adversarios porque es la clave para volver a levantarse allí donde las aguas se tragan a otros. 

Qué ironía. Apolo me terminó dejando tirada, pero Afrodita se puso de mi parte.






Ilustración de Chiara Bautista.







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