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6.7.19

La tercera sol.edad



La primera soledad tiene rostro infantil. Es indudablemente física. Tiene algo de atávica, de primitiva. Es como el miedo a la oscuridad. Tenemos miedo a lo que desconocemos y si se acercan las tinieblas, somos incapaces de ver. Y se apodera el pánico de nosotras. No se puede avanzar sin guía. No se puede avanzar sin acompañantes. Los genes nos programan para sobrevivir y el genoma humano es claro al respecto: se sobrevive en manada; en soledad se muere. La primera soledad te impulsa hacia el movimiento. Por eso coges el teléfono o sales por la puerta a refugiarte en la barra de un bar. La primera soledad te invita a la vida.
La segunda soledad es adolescente. Es la que te hace necesitar aprobación de la gente extraña. Caes en un lugar nuevo y si sientes que no encajas, te muerde por la espalda. Es el miedo a la probabilidad de quedarte sola a pesar de tener la opción de relacionarte. Tiene algo que ver con la primera, inconscientemente, pero trasciende más allá de ésta. La segunda soledad también incita al movimiento. A atreverte con lo desconoces, a conocer gente nueva, a abrir nuevas puertas. La segunda soledad te invita a buscar dónde establecerte y se mete en tu mochila para viajar contigo.
La tercera soledad es adulta. Se cierne cuando ya has aprendido que da igual estar físicamente sola porque estás contigo o saber que no vas a tener la capacidad de caer bien a todo el mundo (lo que ni siquiera es deseable). Es la que aparece cuando crees que ya has llegado a tu tribu y sin embargo la sientes ajena. Porque sientes como certeza que no te entienden. A veces no te entiendes ni tú. Es un triple tirabuzón hacia dentro. Es el miedo al vacío. Es un abismo creciendo dentro de ti. Es la soledad en compañía en todos los sentidos. Y deja los ojos huecos y el alma seca si no pones remedio. La tercera soledad te invita a la muerte. Es el abismo devolviéndote la mirada y tú sin saber cómo apartarla.
Se desconoce si, de soledades, existe una cuarta.






10.6.18

Argonauta


Nadie te dice de pequeña que crecer es tener que reinventar tu vida una y otra vez. Cuando miras el mundo de los adultos te los imaginas tan estables, rectilíneos y seguros. Quizá por eso se inventan tantos cuentos para hacerte dormir por las noches, porque la única realidad inmutable es la ficticia.

La mitad de las veces nos obsesiona tanto que el timón se mantenga erguido que no nos damos cuenta de que la dirección del viento cambia y nos arrastra por una corriente difícil de prever.

¿Has cambiado tantas veces la dirección del timón que ya perdiste el norte?

El ritmo de la vida te lleva con suavidad hacia nuevos puertos y tienes que decidir si bajarte o no. ¿Qué diría ahora tu yo de cinco años o de quince, si te viera? Todo está contenido en ti y el fluir de la existencia hace brotar algunas de las semillas que guardas. ¿Podrás elegir cuáles son las correctas para hacer crecer y continuar con ellas?

He reinventado mi vida tantas veces que ya sólo quedan algunos rayos de sol y muchas cenizas con las que me dedico a hacer dibujos en el suelo.

Un ciclo interminable donde todo vuelve, donde todo se contiene a sí mismo.

Mi intuición, que pienso trocada por una brújula torcida, siempre se encoge ante el aglutine de (a)normalidades cuánticas.








4.9.17

¿Quién se atreve a amar al Caos?


Se encuentra leyendo un libro que la ayude a configurar su realidad. Debe de haber perdido varios peines por la casa porque tiene todo el pelo enmarañado. Las ojeras le delatan varias noches en vela. Ajena al exterior que sucede tras la ventana acierta a dar sorbos de té frío en tardes veraniegas que ya empiezan a desprender aroma a otoño. Suele ser olvidadiza y deja de vez en cuando las luces de la casa encendidas, pero por fortuna la factura de la luz apenas sube porque el resto de sus días transcurren en absoluta oscuridad. Ha terminado haciendo todo lo que dijo un día que no iba a hacer. Es experta en ponerse sus propias trampas, como si al decir “yo nunca” estuviera ya prediseñando y delimitando la próxima fatalidad a acontecer. Qué galimatías de contradicciones en tan poco espacio. Por la noche sueña con enredaderas y con gatos que le transmiten mensajes que por la mañana nunca recuerda. En la escuela nunca te enseñan con firmeza lo importantes que son las matemáticas en realidad, que una vez salgas de allí la vida se tornará en sumas, restas, multiplicaciones y divisiones. Sumarás conflictos, restarás amigos, multiplicarás experiencias y dividirás tus ganancias. Sumarás decepciones, restarás ilusiones, multiplicarás caricias y dividirás tinieblas. Sumarás besos, restarás problemas, multiplicarás misterios y dividirás penas. No; nunca nadie te prepara para las matemáticas fuera de la escuela. Y después de estudiar tanta Lógica y tanta Ética descubrirás que no servirá para nada porque la vida es irracional y lo ético un acuerdo social y, por lo tanto, subjetivo. Y quién eres tú para decirme lo que debo sentir. Los ensayos ficticios no valen en una existencia que viene siempre sin garantías. Y qué decir si ella, mirando por la ventana con su té frío en la mano, sabe todo ésto. Ahora que está concentrada mirando el infinito, prueba. Si te acercas con cautela verás cómo su mente burbujea y suena igual que las tormentas de Júpiter o Saturno. Si te acercas con cuidado y ella no se percata podrás ver que en su corazón hay un vórtice que gira sin parar, vórtice que en algún momento dejó olvidado dentro algún dios del Caos.

28.3.17

Gatos callejeros


Aquel año descubrimos nuestra marca. 

Mi familia era una de tantas y, sin embargo, era como pocas: de las que se cosen con ternura a través de los años, sin sangre compartida pero con muchas experiencias a las espaldas. Un lazo silencioso nos unía. Nunca hablábamos demasiado alto, pero había un algo en nuestro modo de mirar que nos delataba como pertenecientes al mismo grupo.

Los gatos callejeros tienen una historia triste detrás. Antes, esos gatos no existían. Estaban bebiendo agua en el rellano de alguna vivienda o jugando en el jardín de un desconocido. Y un buen día, la indiferencia, el desprecio. Sin más. Las dos hostias que más duelen en la vida en un solo día, concentradas. Ser abandonado en un parque a unas buenas, en la carretera a unas malas. Y esos, quienes no aparecían ahorcados en el patio trasero familiar un día en el que los niños no estaban en casa.

Entonces los gatos despreciados de los parques se organizaban, se apadrinaban entre ellos, forjaban enlaces de amistad o parentesco porque ¿no es así como el individuo resiste, a través de la comunidad? El amor como único escudo ante la indiferencia con la que los transeúntes caminaban al lado de colonias florecientes de maullidos y colores. Y un buen día, algunos desaparecían. Quién sabe sin bajo el abrigo de alguna excéntrica amante de los animales o de un sádico que deseaba torturarlos en su sórdido sótano. Las familias maullaban con desesperación ante las desapariciones súbitas, alguno perecía bajo las ruedas de un coche buscando a su cría o se descubría envenenado semanas después, al lado de la casa de aquella vecina a la que poco gustaban los gatos extraviados porque le estropeaban las plantas. Daba igual en cualquier caso. Las colonias florecían en ciudades repletas de humo, desaprensión y soledad como última metáfora del amor y la vida, capaces de continuar adelante en un terreno hostil, que incluso de forma puntual no tenía reparos en masacrarlos. Pero siempre renacían.

En algunas de esas colonias conocí a mi familia. No puedo decir que yo tuviera algo que ver: fueron ellos quienes me eligieron. A su forma y manera, uno a uno se arrojaron a mis brazos y yo sólo pude recibirlos con la comprensión de quien sabe bien lo que es el desarraigo y el posterior descubrimiento de que tienes seres a los que pertenecer. Yo los amaba como quien ama cualquier parte de su ser.

Después varios años de risas; nunca los suficientes, pero sí bastantes. Las mudanzas, el traqueteo, compañeros de piso que se sucedían ajenos a nosotros cinco porque éramos un núcleo, una piña, el verdadero corazón inicial. Muchos años de golpearnos la vida hasta el día en que nos golpeó la muerte y no supimos cómo recomponernos. Porque nos debíamos los unos a los otros. Y ya nada sería igual.

Y aun así continuábamos hacia delante. Por los que morían en las autovías. Por quienes terminaban siendo el blanco de psicópatas sin escrúpulos. Por los que iban a una clínica pero nunca salían.

Como la lucha de clases que se resiste a desaparecer por más que la soga ahogue o el fuego queme, así salíamos adelante con convicción y vista al frente. Nos debíamos al amor, y la muerte era mero trámite.

Nosotros, gatos callejeros que crecíamos en los parques rodeados de disidencia y botellas vacías, hijos de nadie a los ojos de todos. Y sin embargo, mirándonos nos descubríamos. Incluso tras ojos y rostros humanos. Repudiados, proscritos, soñadores, migrantes, incomprendidos. Quienes no eran de nadie, eran de los nuestros. Siempre, de los nuestros.


Aquel año lo aprendimos todo. 
Aquel año descubrimos nuestra marca.




1.3.17

Mirar más allá


Recuerdo esa mirada. Tu mirada de desprecio. Desprecio hacia mis ideas, mis sentimientos. Ya había visto una muy parecida. Las personas egoístas parecéis todas hechas con el mismo molde. Todas alabáis la libertad ajena hasta que ésta empieza a discordar con vosotras y a poneros contra las cuerdas. No tenéis secretos para mí. Las que conozco tienen en común una cosa: muestran prejuicios por todo lo que yo soy capaz de amar en un golpe de vista. Esa es mi medida. Siento lástima por vuestro mundo tosco, gris y limitado; por vuestro espíritu y conciencia aún más pequeños y sesgados. Por tener el corazón tan estrecho. Trabajo cada día por ser lo opuesto a vosotras. Abrir tanto mi pecho que pueda ignorar vuestra pobreza en humanidad y hasta contemplaros con ternura, sabiendo que somos de especies diferentes y nuestro tiempo habla de cada cual. Hay quien malgasta su tiempo en odiar; hay quien invierte su tiempo en amar.

25.1.17

In the waiting line


Cuántos días lleva desentrañar el mapa de tu propio rumbo. Parecen siempre demasiados. A veces son demasiados. Quizá sean siempre demasiados. O no son nunca suficientes. Sin embargo, ahora, al contemplar el puzzle, puedo ver una figura emergiendo de él. Las figuras nunca prometen nada pero delimitan el camino, delimitan la visión. No quise mirar las cartas cuando presentía vientos de cambio y ahora veo crecer las certezas como flores en mi jardín. Tal vez sea el momento de cortarlas y aceptarlas en mi regazo. ¿He perdido? ¿He ganado? Es difícil de decir. El tiempo está en pausa y noto todas las miradas sobre mí, esperando mi próxima jugada. Observo el tablero de reojo y recuerdo los miedos que inmovilizan mis dedos. Al final la vida es para los valientes. Por eso estoy en pausa. Pero no por mucho tiempo, pues la vida precisa de respuestas. Y las respuestas que un día escuchas saliendo de tu boca son justo las que nunca habrías pensado que darías. Y a pesar de eso ahí estás, anunciando tu próxima jugada. Y aun así las reservas, las dudas. No se puede renunciar a la vida eternamente. Me quedan demasiadas cosas que aprender. Y he olvidado muchas de las que aprendí. Soy la eterna aprendiz esperando a ser sorprendida por mí misma. El reloj de arena que aparece en mis sueños agota los últimos granos de tierra.


¿Podré creer en lo que veo?





15.12.16

Astronauta


Soy líquida, sabes, como la cerveza. Fluyo como fluyen los ríos, creando senderos, sorteando diques y trazando caminos que se alejan del cauce que pensaron para mí. Sin embargo, a veces me vuelvo sólida y mi cuerpo –mis piernas, mis brazos, mi cuello- se queda rígido y no sé si sabes que quedarse rígida significa estar un poco más cerca de la muerte. Mi propia trayectoria a veces me lleva contra las rocas y entonces, rígida como estoy, me golpeo contra ellas y me astillo –aunque sin llegar a romperme-, me astillo y las astillas aparecen en los dedos de mis manos; y cuando intento quitarme con la boca las astillas de mis manos se me clavan en los labios; y al tratar de quitarme las astillas de los labios, se me clavan en el dorso de la mano y entonces todo duele y mi piel se transforma en diminutas gotas de sangre apenas perceptibles para el ojo humano. Últimamente hago saltos dimensionales a través de mis sueños y aparezco en realidades nunca vistas. Hay algo que tira de mí y me aparta de la cotidianeidad y en ocasiones me miras y te piensas que soy yo, pero te equivocas, porque yo ya no estoy y no sé si me suple otra yo o en cambio soy una cáscara vacía. Es cuestión de un segundo: notas el brillo en mis ojos y de pronto yo ya no soy yo, soy otra criatura, más lejana, más fría, que toca tu mano pero ya no es verdad. Yo estoy lejos, muy lejos, y cuanto más intentas atraerme hacia ti, más me alejo porque oigo el rumor de las estrellas y tengo que salir de mí para contemplarlas y ver que todo funciona con normalidad. Y entonces vuelvo y no te percatas de que no he estado ahí y tengo que preguntarme de forma obligada si de algo servirá mi presencia cuando no sientes mi ausencia y le pregunto a las estrellas sobre ti y éstas nunca me responden.

30.10.16

Relato de un error


Aún no ha comenzado la noche, pero presiento que voy a cometer un error. No podría decir por qué ni cómo, pero tengo un ligero temblor en las rodillas, un crujido sutil que, sin embargo, me hace instigar a mis piernas para mitigar su cadencia in crescendo. Mis amigas me esperan donde siempre, en la cafetería que hay al lado del parque donde crecí. Ríen, conversan y revolotean como mariposas excitadas por las flores. Me toman por el brazo y yo me dejo conducir a una de esas horribles discotecas inundadas de gente con la que odiaría conversar. La noche, ahora sí, comienza, y varias parejas se entrechocan en la pista de baile. Algunos murmuran con nuestra llegada, yo me aproximo a la barra para pedir un gintonic, que es la perfecta bebida anodina para acompañar una noche anodina. Mis amigas están animadas y ponen ojitos a un grupo de chicos que acaba de entrar por la puerta. Son altos, musculados y arrogantes: de su estilo. Mientras conversan, yo hago un par de apariciones por allí, las justas y necesarias que presupone la cortersía; pero cuando empiezan a intercambiarse los números de teléfono yo me pierdo al fondo de la barra. La música es tan impersonal que casi no puedo escucharla a pesar de que retumba en mis oídos. De pronto, la camarera me pone otro gintonic delante de mis ojos y me comenta divertida “de parte del chico de allí”. Le sonrío y le doy las gracias. Joder. Pensaba que ésto ya sólo pasaba en las películas. Levanto la vista para ver quién es el que me invita. Mi vista tropieza con un chico alto de facciones agraciadas pero que difícilmente podría considerar guapo; ojos claros, pelo rubio largo rematado con dos rastas. La pinta de extranjero es innegable. Entonces me doy cuenta: ahí está mi error de la noche.

Me aproximo a él y hablamos de naderías: él es un estudiante Erasmus sueco que busca algo de diversión. Yo soy residente española que no busca nada, pero sin saber por qué termina encontrando muchas cosas. Le hago reír, porque a pesar de que no comprende mi idioma al cien por cien sí entiende la astucia bajo mis palabras. “Eres muy bonita”, me dice con su extraño acento. Acierto a agradecérselo y terminar mi gintonic.

Mis amigas no pueden dar crédito a lo que están viendo. Saben que no me gustan los chicos altos porque no puedo mirarles bien a los ojos. Saben que no me gustan los rubios llamativamente rubios, sino, si acaso, los rubios camuflados como yo: esos cuyos mechones no sabes a ciencia cierta si son de un rubio oscuro o de un castaño claro. Y sin embargo ahí estoy, con un rubio casi albino de metro noventa. El sueco, con una mala excusa, me invita a su casa. A veces los hombres pueden ser tan predecibles como el agua a punto de hervir. En cualquier otro momento, en cualquier otra situación le diría que no. No tengo motivos para decirle que sí. También me doy cuenta de que no tengo motivos para decirle que no. O no se me ocurren. Él me sonríe esperanzado y yo estoy demasiado lúcida para saber que tengo que cometer un error. Y así es. Le acompaño a su casa.

Su apartamento es espacioso, cuidado y sobrio. Me dice que lo comparte con una portuguesa y un italiano. La conversación sigue versando sobre nada. Mañana no sabré de qué hablaba. Finalmente me dice que es tarde, que me puedo quedar a dormir. Así, como si fuera un accidente fortuito en lugar de la intención final de todo este baile absurdo, este intercambio de palabras que sólo lleva a la acción siguiente. Asiento, sabiendo que es un error. Realmente no sé si me gusta. Realmente no sé qué hago allí, salvo tener la firme certeza de que todo aquello es un error y de que lo voy a cometer lúcidamente, sin remordimiento, pero también sin deseo.

El sueco me enseña su cuarto. Un escritorio, un ordenador, dos sillas, un armario, una cama, fotografías de sus amigos suecos llenando la pared. Me ofrece sentarme en su cama y acepto. A los cinco minutos ya me está besando. No sé si besa bien o mal. No sé cómo iniciar el ritual que viene a continuación. Él me sigue besando y apaga la luz. Pienso que así es mejor. Es más fácil cometer errores siendo incapaz de ver con claridad.

Cuando me penetra no siento nada. Soy consciente de que está encima de mí, pero estoy completamente anestesiada. Ni siquiera soy capaz de gemir. Él se mueve y me besa. Yo sigo sin saber muy bien qué hago allí. No sé si él culmina o no, me da la impresión de que no. Al poco cae a mi lado y me abraza. Parece tan necesitado de cariño que lo abrazo a mi vez. Pero no entiendo por qué no evoca mi compasión. Debe de ser terrible acostarse con una mujer androide. Es como cuando me acostaba con mi ex marido pero no me acostaba yo: se acostaba esa parte escindida de mí que lo amaba. La otra parte nunca lo amó. Puede que fuera algo parecido.

A la mañana siguiente despierto y al girarme lo descubro durmiendo a mi lado. A mi mente me vienen todos los pasos dados para haber acabado allí. Qué surrealista es todo esto, pienso. Sin hacer ruido me levanto y empiezo a vestirme. Él entreabre los ojos: ¿ya vas a salir corriendo? Le respondo que tengo mucho que hacer, trabajo atrasado de oficina. Él asiente poco convencido, pero me deja vestirme por completo sin oponer resistencia. No siento remordimiento. No siento miedo. No siento nada. La anestesia sigue haciendo su trabajo. Él hace un amago de levantarse, pero le digo que debe de estar cansado y lo invito a seguir durmiendo. Qué decepción llevarse a una chica española a la cama y encontrarse conmigo: no he sido cariñosa, no he sido ardiente, no he sido dulce, no he sido apasionada, no he sido nada de esas cosas que sí pueden decir convencidos, sobre mí, mis amantes y no he dado pábulo a los clichés que suelen decirse sobre mis paisanas. Soy una replicante que ha cometido un error y que ha incurrido en decepción para con otro. El chico se levanta y me pregunta si me volverá a ver. No sé si lo hace por cortesía o porque realmente espera algo más de mí que mi desabrida actuación nocturna. Me dice que aún le quedan cinco meses en España y que eso da para mucho. Tenso las comisuras en un intento de sonrisa. Le beso como besaría una madre a su hijo demasiado pequeño como para entender: con paternalismo y suficiencia. No sé qué le digo, pero desaparezco por la puerta. La luz del sol me hace daño y no tengo gafas tras las que ocultarme.

Camino por la calle y parece que han cambiado todo de sitio. Casi consigo perderme por aceras que conozco muy bien. He cometido un error de forma perfectamente lúcida y no sé qué pensar o sentir. No se me ha acelerado el corazón ni una sola vez a lo largo de la noche. No he sentido la adrenalina que conlleva el abrazar un placer prohibido. ¿Los errores no saben más dulces? Esos deben ser los que se comenten sin saber que son errores. Pero yo lo sabía. Quizá por eso no me siento estúpida, no siento que me haya traicionado a mí misma, no tengo el sabor de la culpabilidad en la boca. Una mano negra, un pensamiento anómalo se ha apoderado de mí y me ha hecho ser como cualquier otra chica en la noche. Mis amigas dicen que se acuestan con desconocidos para sentirse deseadas, especiales, como las diosas. En cambio, yo tengo la percepción de que me he acostado con el sueco sólo por sentirme humana. Y ya ves el resultado: me siento más inhumana que nunca. O más bien, deshumanizada. Las copas, el cortejo, el consentimiento, el baile, el sueño, la luz de la mañana, mi insípida despedida. Soy un animal cumpliendo el ritual como se acercaría a una charca a beber: sólo que yo no tengo ni sed. Lo he hecho porque sí. Ni siquiera he sudado durante el acto sexual. Cuando llego a casa no tengo la imperiosa necesidad de ducharme. Quizá es porque ha jugado con mi cuerpo, pero mi alma permanece intacta. Me he despertado con la misma inapetencia que si lo hubiera hecho en mi cama.

Cuando me siento en el sofá noto, ahora sí, que algo me araña el corazón. Es dolor. Noto la sangre brotar despacio. Me llevo las manos heladas al pecho. Éstas se manchan con la sangre que mana. Quizá el invierno no termina de romper porque lo tengo atrapado en mi pecho. Es escarcha lo que tengo por dentro. Por eso no siento nada.

Salgo a por el pan en un intento de aparentar normalidad. A los trece pasos tropiezo y me caigo. Noto el dolor físico en la sien y las rodillas. Permanezco impasible. Oigo el revuelo de los comentarios de una cafetería cercana por mi caída y decido levantarme. Supongo que hacer lo que me apetece, esto es, dejarme en el suelo, permitir que me apague como un televisor viejo sería motivo de alarma para el resto.


Tal vez debo enfrentarme a una realidad que no estoy dispuesta a admitir: estoy triste… y el mundo, sin embargo, vuelve a girar otra vez más.

9.10.16

Movimientos espejo


El universo parece estar en silencio, pero en realidad está lleno de ruido.

Piensa en los electrones girando en torno al núcleo del átomo. La fusión de dos elementos. El agua rebajando el alcohol. Casi se oyen los suspiros prenderse en el aire, como cuando se hace el amor.

Piensa en el sonido que hace una hormiga cuando camina. O un ciempiés. El aleteo de una mariposa. O mejor: el de una libélula.

Piensa en la sangre fluyendo por tu cuerpo. El movimiento de tus ojos cuando me lees.

Mercurio girando en torno al Sol… ¿No debe tener un sonido burbujeante, como de lava? Y Marte, ¿no debería tener un sonido metálico, como cuando doblas una vara de hierro por la mitad? Y piensa en el gélido Neptuno, como si deslizase su trayectoria sobre una pista de hielo.

A veces necesito desprenderme del ruido, como si se tratase de quitar la cáscara que suele envolver al silencio. Como a los gatos, me molestan los ruidos fuertes, las personas que no saben modular su tono de voz y están siempre gritando, las que invaden tu espacio con música que no has pedido, las que hacen sonar el claxon del coche repetidamente ensuciando el aire de la ciudad…

En ocasiones necesito quedarme sola, en silencio. Escuchar tan sólo el sonido de mi respiración para darme cuenta de que realmente nunca sabré a qué suena el silencio. Y ya que el silencio es una idea inaprensible, abrazarme a la soledad como la máxima expresión de silencio que jamás conoceré: el silencio en mí misma.

Sí. A veces necesito el silencio de mí misma, necesito desprenderme de los ruidos de los otros, del sonido de sus palabras, de sus respiraciones, de sus miradas. A veces necesito estar tan sólo yo, envuelta en mi propio ruido. Poder acogerme en mi propio regazo, como quien toma aire por un instante para sumergirse en las profundidades del mar: la compañía de otras personas. Entonces sí, tras el período adecuado, nunca conocido de antemano, puedo ofrecer mi música al mundo y no tan sólo ruido: puedo reír más fuerte, mirar con más brillo, sonreír desde el alma y no sólo con los labios, abrazar con fuego hasta llegar a quemar.

En otros momentos necesito el ruido de fuera para no escuchar mi propio ruido y me pierdo en el mundo exterior: las luces, las conversaciones en espiral, las miradas silenciosas que acallan por un momento, cualquier sonido…

Y son en estos movimientos espejo en los que me reconozco, este doble interruptor, este sí pero no, no pero sí… que me hace ser quien soy.

Hay quien se extraña por mi forma de proceder en ocasiones: cómo es posible poder estar tres días en movimiento perpetuo, abrazándome a cualquier crispación en el ambiente, para luego sumergirme durante días en un silencio abrumador, en una soledad tan afilada… Como la gárgola que necesita volver a ser de piedra para despertar por la noche revestida de piel y huesos, así necesito yo al ruido y a la soledad.

En la soledad, como máxima expresión de silencio, se encuentran las respuestas a nuestras plegarias. Los debates internos, las preguntas sin resolver y, finalmente, la respuesta al amor.

Si la soledad es la necesidad de ser uno, el amor es la necesidad de unión; de formar algo más grande que uno mismo. La soledad nos hace mirar al amor; el amor, a la soledad.

¿Cómo integrar silencio y ruido, amor y soledad?

Un amigo solía decir que sabías que habías encontrado a una persona adecuada –no necesariamente una pareja-, simplemente a una persona adecuada, cuando podías pasar tres días con sus tres noches encerrada con ella en una habitación a oscuras, tan sólo hablando, y que el flujo de conversación pudiese durar esos tres días.

Yo añadiría una prueba algo más difícil: ser capaz de estar con una persona dos días con sus dos noches en silencio. Comunicar sólo por gestos y miradas. Entonces sí, aquella era una persona adecuada.

Poder decirle a alguien: no me invades, no me molesta tu presencia, tu compañía me mece suavemente entre sus brazos… eres lo más parecido que tengo a mi soledad, a mi propio silencio… a mi propio ruido, a mi propia música…


A mis propios movimientos espejo, al fin y al cabo.

25.9.16

Vislumbré Ítaca a lo lejos


1. 

No había roto el verano, pero ahí estaba yo recolectando palos y piedras. Aterida y en los huesos, una parte de mí quería apostar por ver qué había más allá de los mares de fuego. Saber si todo lo que quedaba era conformarse con cenizas y un corazón muerto. Me preparé como se preparan quienes nada tienen que perder: sin miedo. Construí una balsa ignífuga y subí a ella esperando a que el monstruo despertase para poder salir corriendo. Cuando vio mis intenciones me miró a los ojos y rugió enfurecido. No esperé ni un segundo más. Huí.

2.

No tardé demasiado en disfrutar de la victoria. Una vez llegada a tierra firme descansé sobre la hierba y permití que el rocío de la mañana humedeciese mis manos. Cerré los ojos. No había nadie a mi alrededor. Del bolsillo izquierdo saqué una manzana y la mordí. Como Eva, hice del fruto el símbolo del triunfo de la libertad. Y, por supuesto, me maldijeron por ello. Estaba completamente sola. Sin embargo, me sentí más acompañada que nunca.

3. 

De mi boca comenzó a manar agua y se acercaron los sedientos. Les di de beber, pero luego quisieron quedarse prendidos a mis labios y no sólo beber mi agua, sino agotar también mi savia y arañar mi tiempo. A eso lo llamaron amor. A cortar árboles, envenenar fuentes, secar ríos y llevarse mis joyas producidas con tanto mimo a sus cuevas oscuras para autoproclamarse reyes de la nada, lo llamaron amor. Yo retrocedí asustada. Si de mis labios brotaba agua era porque estaba haciendo al fin las cosas bien. Recién había comenzado y ya querían arrebatarme mi magia. Hay quien mucho entiende de avaricia y poco de admiración y permitir el espacio necesario para crear y crecer. Tras tropezar varias veces, dejé que el silencio desplegase las velas de mi barco y me dirigí hacia aires más limpios.

4. 

Llamaron a la puerta. Las sombras me cerraron el paso, pero ya había enfrentado demasiados peligros por el camino y amedrentarse no era opción. Planté cara y les prendí fuego una a una. Me crecieron un par de alas y pude alzar la vista al cielo. El barco ya no me hacía falta, quedó reducido a nada junto a las sombras que aún aullaban de dolor. Ascendí y ascendí hasta encontrar el lugar donde debían habitar los ángeles. Knocking on Heaven's Door.

5.

El extraño baile entre asteroides nos mantiene ágiles para no caer. A veces, siempre, dura sólo un instante. El tiempo se pliega, nosotros permanecemos. Tu azul brillante me salvó aquella noche. Como todas las demás. Hasta hoy. Cuando te pierdas, correré a buscarte.

6.

Hay trenes que pasan por tu cama y no se detienen hasta que las perseidas aparecen en el firmamento. El calendario siempre se equivoca. Fuimos nosotros quienes invocamos a la lluvia. Si era el universo corriéndose de emoción o llorando de placer, ya es cosa suya.

7.

Al aterrizar hice un agujero enorme en el suelo debido a la fuerza del impacto. Hubo múltiples heridos. La energía se escapaba de mis manos. Cosí, vendé, curé almas fragmentadas con la paciencia de un sastre experto. Volvieron a aparecer otros sedientos. Esta vez guardé la savia y el tiempo.

8.

La vida volvió a llamarme al orden. Un foco me iluminaba desde el techo. Hice todo lo mejor que pude. Aún así algo se revolvía en mi interior. Me avisaron para acudir al campo de batalla. Cogí las armas y me defendí con todas mis fuerzas. Los caballos echaron a correr, impertinentes. Fueron benévolos, pasó la tormenta y retornó la calma.

9.

La bestia rugió entre mis brazos y luego se aplacó. No sabía bien qué necesitaba. No parecía tomarme en serio. Dudaba y yo la acariciaba con mis ojos serenos. Tiré mis manuales de zoología. Ya no entendía nada.

10.

Me tomó de la mano y parecía feliz. Feliz con mi mera existencia. Cuánto sufre el hombre tras la máscara. Destrocé su máscara. No retrocedió. Y yo, por fin, le vi.

11.

Ítaca es un principio al que siempre volver, porque nunca se termina de llegar. Ítaca se me escapa de las manos cuando intento alcanzarla. Y sin embargo, Ítaca está en mí. Y, quizás, yo en ella.


16.8.16

Descensum


Oyó cómo la llamaba por su nombre. Supo que no podía escapar. Él apareció de improviso, alargando sus garras. Ella retrocedió a tiempo, no obstante, y las garras no llegaron a alcanzarla. Su piel estaba intacta, sólo destrozó su camisa. Él sonrió con la sonrisa de media luna, su boca llena de cuchillos se entreabrió hasta marcar sus arrugas en una mueca infernal.

Tienes una deuda que pagar graznó.

Lo sé.

El precio es tu sangre.

Lo sé.

Y vas a volver a caer.

Lo sé... pero... hoy no.

Los ojos de él relampaguearon en la oscuridad.






7.8.16

Límite interdimensional



Quien escriba 
deberá reconocer, 
desde la más absoluta honestidad,
que las letras siempre tendrán sus límites:
hay miradas que nunca podrán expresarse con palabras.




25.6.16

Jung prefiere follar con la luz apagada

Estoy sentada en el fondo del bar. Casi como las sirenas. Podría decir que estoy sentada en la barra del bar, pero cualquiera que me conozca aunque sólo sea de una noche sabe que a mí no me gustan las barras de los bares. Demasiada exposición a la luz, a la gente, a las conversaciones forzadas. De modo que estoy en el fondo del bar y desde allí observo todo con mis ojos negros.

No quiero que nadie me moleste. Cuando una mujer se sienta en el último lugar de la noche es porque envía un claro mensaje a quienes están a su alrededor: no desea ser encontrada. Por nada, por nadie. No desea siquiera un mero tropezón fortuito. Sólo ella y el bourbon. Aun así siempre está el típico torpe que no entiende de indirectas ni sutilezas. Y se lo localiza rápido. Está a tres mesas de mí, se levanta con seguridad fingida y se va acercando tambaleante. Me lee como lo que soy para alguien que sale de caza: una mujer sola en un bar. Cualquiera sabe que las mujeres solas en los bares no buscan nada bueno, ¿no es eso lo que les enseñan a creer a los niños desde pequeños? Sólo soy objetivo y presa. Soy un tesoro esperando a ser encontrado sin expectativas de noche, sin sueños ni deseos propios. Soy tierra por conquistar, mercancía sin marcar caída en aguas internacionales. Cualquier pirata puede venir a reclamarme.

El tipo sigue avanzando hacia mi mesa y se detiene. Sin ningún alarde de originalidad me suelta aquello de: ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste? No digo nada. Le miro. Le miro largamente y le obligo a escuchar el silencio que queda suspendido en el aire después de su última frase. Cuando hablo de verdad, empleo muchos tipos de silencio. Este es un silencio reflexivo especialmente dedicado a él. Quiero que la estupidez que acaba de decir sea ampliamente reflexionada para que se dé cuenta de lo absurdo de la situación. Ha bajado al fondo del mar para buscarme. En el fondo del bar sólo hay oscuridad. Oscuridad que no desea ser encontrada. Soy oscuridad y él me ha encontrado.

Lo sigo mirando sin decir una palabra. Lo quemo con las pupilas. Es la mirada intensa de quien está encendiendo una cerilla contra su cara. La expresión de él es de desconcierto. No entiende por qué me niego a reaccionar ante su insinuación. Actúo como si no hubiera nadie. Actúo como si sólo hubiese oscuridad. Él parece empezar a comprender. Se asusta. Veo el miedo en sus ojos. Vacila. No sabe si añadir otra idiotez para tratar de excusar o enmascarar la primera o retirarse con dignidad. Y le quedan pocos segundos para hacer esto último. Una gota de sudor le baja por la frente. Carraspea. Traga saliva y se retira. No volverá a intentarlo conmigo esta noche. Me doy cuenta mientras se aleja de no sé ni siquiera si se trataba o no de un hombre atractivo. Así de inmensa es mi oscuridad, que todo lo envuelve y lo nubla.

Respiro.

Respiro tranquila.

La tensión da paso a conseguir relajar mis manos sobre la mesa. No sé qué pensar sobre el hecho de que soy ese tipo de chica que asusta a los hombres. Es más: los aterro. Hago que se enfrenten a sus demonios, a sus miedos más profundos, a esas cosas que prefieren dar por sentadas y no plantearse. A la hora de la verdad salen siempre corriendo. Esos, los que pueden. Los que no se enganchan al embrujo de tal modo que ya no sé si soy yo o lo que ellos proyectan en mí. Suelen mirarme con ojos tiernos: para ellos soy el arquetipo de la Madre. La Madre bella y compasiva, la Madre paciente y servicial que siempre escucha con una sonrisa, la Madre que algún día criará a sus hijos y a ellos mismos en la niñez invertida que representa la vejez. Cuánto se confunden.  Yo no soy la Madre, soy la Sombra. Nunca he sido –no podría ser- la Madre, pero ellos me revisten con sus fantasías masculinas. En mi garganta se me atascan todos los sueños rotos de los hombres, y luego me miran acusadores como si sus sueños los hubiese roto yo. Cómo decirles que yo no tengo la culpa. Sólo quiero extenderme sobre sus cuerpos y hacerlos volar. Confundirme entre las sábanas y que a la mañana siguiente no puedan jurar sin temor a equivocarse si estuve alguna vez allí.

Cuando mi oscuridad se extiende, ya no recuerdan si ellos tuvieron Sombra alguna vez. Y piensan que siempre fueron libres, que siempre fueron seres cargados de luz. Y yo me convierto en Ánima por arte de magia. Pero cuando toman mi mano y caminan a mi lado, termino siendo la Sombra que crece en sus bolsillos. Sombra que llega hasta los bares y guarda las noches de los borrachos tambaleantes que vuelven en mí a proyectar sus sueños.

¿Qué más quieren por esta noche?
Pago el bourbon y me pierdo.










4.5.16

El espacio azul eléctrico


Se acaba de despertar con un terrible dolor de cabeza. Tiene la boca seca y un ligero escozor en la garganta que la hace toser de forma entrecortada cada vez que cambia de posición en la cama. Ayer bebió y lloró mucho. Entre las manos tiene enredado el último botellín de cerveza que dejó a medio terminar. El botellín debió de derramarse durante la noche, porque tanto la almohada como su pelo están húmedos y desprenden olor a lúpulo. A ella le desagrada la sensación de humedad en el pelo y tira la almohada al suelo. Sin querer, también arrastra el botellín que cae al suelo con estrépito, lejos de la almohada, y rebota un par de veces. No llega a romperse. Menos mal. Bajo las sábanas sus pies están desnudos y no recuerda dónde puso las zapatillas de estar en casa. Si el suelo estuviese ahora lleno de cascos de vidrio se cortaría seguramente al intentar encender la luz para ver mejor el desastre. Su desastre. En parte le hubiese gustado que el botellín se hubiera roto contra el suelo; que se hubiera roto y lo hubiera despertado a él. Él duerme en la habitación contigua pero las paredes son muy finas. Por eso, ojalá que el botellín se hubiera roto y hubiese hecho un ruido tremendo. Entonces él se despertaría, abriría la puerta y la encontraría allí con una mueca de dolor por la jaqueca y el fogonazo imprevisto de luz sobre los ojos; el pelo lleno de cerveza, el suelo lleno de cascos de botella. Ojalá. Así tal vez él se diera cuenta de la situación en la que estaba ella. Sí. Ojalá la hubiese visto allí, débil y patética como estaba, con los ojos hinchados de llorar.

Desde la habitación de él se oyen ronquidos quedos, como piedras que se deslizan hasta el agua desde la orilla. Ella respira profundamente. Más, más profundamente. Siente que se ahoga. No puede dormir boca abajo porque nota la presión del colchón en el pecho y tiene pesadillas. Hay algo de luz solar que empieza a entrar por la rendija de la puerta. Deben de ser más de las seis de la mañana. Decide levantarse a por un vaso de agua y comprobarlo. En la cocina hay un reloj analógico que hace tic tac lúgubremente y que tiene las manecillas rojas. Son las seis y media. La claridad que entra por la ventana de la cocina le resulta insoportable. Le llenan los ojos de fatiga. El cuerpo le pesa como si estuviera cargando dos sacos de piedras. El vaso de agua tiembla en su mano. No sabe si será capaz de cargarlo por el pasillo. Lentamente camina y se detiene ante la puerta de la habitación de él. Ya no se oye ningún ronquido. Quizá se haya despertado. Los muelles de su cama crujen confesando que él acaba de cambiar de postura. Pero eso no quiere decir nada. Probablemente siga durmiendo. Ella se queda en el pasillo a oscuras escuchando su propia respiración en la semioscuridad. El vaso de agua sigue temblando en su mano. No quiere volver a su habitación con la almohada mojada en el suelo y el colchón apestando a cerveza. Jura en voz baja que dejará de irse a la cama a medio beber. Por fin entra en su cuarto y deja el vaso en la mesilla de noche. El esfuerzo y el malestar la han hecho sudar. Se derrumba sobre la cama y tose durante medio minuto. Una arcada le sobreviene a la garganta, pero consigue controlarla. El escozor se intensifica. Le gustaría seguir llorando, pero no puede. No le queda aliento. Se queda inconsciente durante dos horas.


La despierta el borboteo de la cafetera. Él está despierto, pero no ha ido a saludarla. Seguramente no se haya dado cuenta hasta hace poco de que no ha dormido con él. Ella se encoge en el colchón y escucha el tintineo de las tazas y los platos. Odia quedarse en la cama escuchando los sonidos de la mañana. El escozor de la garganta ha pasado a ser una punzada a la altura de la nuez. Se levanta. Con inseguridad va avanzando hasta el cuarto de baño y cierra la puerta. No quiere encontrarse con él. Ahora no quiere que la vea débil y patética. Se mete en la ducha y echa la cortina. El agua caliente la va sacando poco a poco del estado de irrealidad. Como cuando era pequeña, cruza los brazos sobre el pecho y agarra las manos a su espalda. Se acaricia el costado muy despacio, arrastrando los dedos con torpeza, como si realmente hubiese alguien abrazándola en la ducha. ¿Cómo se sentía cuando eso sucedía realmente así? No puede recordarlo. Tampoco puede recordar cómo es estar junto a un amante tirados toda la tarde en la cama hablando por hablar; ella haciéndole cosquillas, él acariciando su pelo enmarañado. ¿Y los días de cerveza? Esos días de llegar tarde a casa y que la arrinconen contra la pared cubriendo de besos sus mejillas, sus labios, su cuello; que unas manos traviesas desabrochen su cinturón y sin mediar palabra una lengua descienda más abajo de  su ombligo. ¿Esos días existieron alguna vez o se los imaginó? ¿Le ocurrirían a otra persona? El agua de la ducha se pone fría y ella se sobresalta. Detesta el agua fría, pero esta vez levanta la cara hacia ella y deja que todo el vello de su cuerpo se erice. Puede incluso que la hinchazón de sus ojos baje. Desliza un pie fuera de la ducha y se arropa en la toalla. Se seca minuciosamente y cuelga la toalla húmeda. Desnuda, se contempla ante el espejo. Siente su piel huérfana. Se acerca al espejo y contempla sus ojos tristes. No ve la chispa que suele revolverse en ellos, como la luz al final del túnel. El agua se ha condensado en la parte derecha del espejo, y ella escribe con el dedo la pregunta que resuena en su cabeza tantas veces últimamente, a ritmo de una canción que se le clava: Where is my mind?

22.2.16

La huida


Conoces esa sensación de poner un pie fuera del portal y recorrer las calles con el corazón tiritando. No reconocerte en la mirada de los otros y no saber a ciencia cierta dónde estás. Quedó atrás la meta de conseguir ser perfecta. Ya no lo vas a ser, y principalmente porque no quieres, que es lo importante. Cuántas fracturas crees que puede soportar el alma antes de convertirse en otra cosa. Quizá por eso cuando sales de casa ya no reconoces a nadie, porque ahora eres otra y el pánico no te deja respirar. Tanto ha cambiado tu percepción de comunión que ya sólo te conformas cuando subrayas las pequeñas cosas. Los detalles, los gestos minúsculos, las citas de dos líneas extraídas de libros de tres mil páginas. Juegas a lo diminuto que es ahora tu mundo y ya no te calan las palabras grandilocuentes, ni las gestas ni las hazañas de los héroes con las que los mitómanos se matan a pajas. Ahora no quieres volar fuera del redil que has creado, vas a mantenerte terca defendiendo tu posición. Ya sólo queda abrazar la huida, la ausencia de la que tú misma formas parte incluso de cuerpo presente. Beber, rezar, besar a medias. Estás tan harta. Miras en sus ojos y te revuelves. Vuelves a ser el animal sediento y tienes las manos manchadas de sangre. Cómo vas a explicarle que ahora para ti sobrevivir es reventar uno a uno todos los muelles de su cama y que, si no quiere, no mirarás atrás. No te vas a quedar demasiado tiempo en el mismo sitio porque huir para ti no es una opción, sino una forma de vida, y que eso no te hace más cobarde ni más valiente que los demás. Es un rito como desayunar o como salir airoso de la enfermedad o como respirar, y que más vale huir que quedarse agarrado a la desgracia sonriendo y dejarse hundir, eso sí que es de cobardes. Hay oxígeno más allá del horizonte y queda en otras aguas, en otras manos que no son las mías y por las que mi pecho late. Ojalá supieras la salvación inherente a salir corriendo y la fuerza que tengo cuando me levanto si no aguanto más. Ojalá me vieses así; el pelo electrizado, el paso firme, el sabor a fin del mundo en los labios.

18.1.16

Monomanía


Hace cinco años que has muerto y, sin embargo, cada vez que me quedo sola sigo masturbándome pensando en ti.

No he podido olvidar tus manos.
Tus manos despeinándome,
acariciándome,
rozándome,
estrechándome.
Tus manos entrelazando las mías.
Tomándome de la cintura,
paseando por mi espalda
humedeciéndose en mi boca.

Nunca fuiste como esos hombres que se marchaban cuando estaban satisfechos o cuando pensaban que no iban a poder seguir adelante. Tú no eras capaz de levantarte del colchón hasta asegurarte de que yo estaba satisfecha. Conseguirlo no te era difícil porque siempre me dabas todo lo que quería sin pedirlo e, incluso, un poco más.

Te encantaba ver cómo arqueaba la espalda cada vez que bajabas por mi ombligo, pasando tu boca por mi piel en una caricia leve.

Tus labios en mi cuello.
Tu lengua infinita trazando círculos por mi espalda.

Así se nos iban las tardes y el tiempo nunca avanzaba lo suficientemente despacio.

En las noches de verano teníamos que subir las sábanas a la azotea para que se secasen después de estar entre ellas todo el día.
Y a veces no se secaban.

Cuando te marchaste, tu fantasma no me dejó en paz.
Me despertaba con tu tacto entre mis piernas,
la huella de tu lengua en mi boca,
el sabor de mi sexo y tu saliva,
la sensación de tu éxtasis bajando por mi pecho
sin saber si era o no sudor.

El recuerdo de nuestro eterno bautismo de agua estancada.
¿Soy ahora tu viuda sexual?

Si pudiera renunciar a todas las sensaciones y quedarme sólo con una
sería volver a tener tus manos subiendo por mi costado hasta los hombros.
Tus dedos clavándose en mis clavículas.
El descenso por la espalda, la presión en la cintura.

¿Se me puede considerar una necrófila?

Yo sólo sé que cuando me acuesto con los vivos,
las poquísimas veces que me corro entre gritos
lo hago pensando en ti.









5.1.16

El enterrador


Nadie comprendía por qué Charles había decidido hacerse enterrador. Su padre trabajaba en un banco desde hacía muchos años y sin lugar a dudas podría haber facilitado a su hijo un puesto estratégicamente diseñado para que, con el tiempo, ascendiera y terminase ocupando el lugar de su progenitor. Los vecinos murmuraban que había algo en Charles que no encajaba del todo. Ya no sólo por el hecho de renunciar a un empleo que lo habría mantenido en un estatus económico y social muy deseable sin apenas esfuerzo, sino porque ¿quién diablos está dispuesto a dejar su hogar y las comodidades que éste ofrece para marcharse lejos y dedicarse a enterrar muertos? Pues Charles no se lo había pensado dos veces.

Aquella ocupación era todo lo que Charles podía desear. Su trabajo consistía únicamente en cavar profundos agujeros en el suelo para que al día siguiente se celebrase el funeral y pudieran colocar el ataúd dentro sin muchas dificultades. Entonces Charles cogía la pala tras el rito religioso, en el que siempre estaba presente, y con música afectada de fondo, echaba tierra sobre el féretro mientras los familiares se acercaban a dar el último adiós, a arrojar antiguas pertenencias del muerto para que éste se las llevara a la tumba o a poner flores en señal de afecto.
A Charles le fascinaba todo aquel despliegue de emotivas despedidas; el modo en que las personas elegían sus últimas palabras para despedirse. Había quien elegía hacer reír a los asistentes, lo cual no siempre era tomado como señal de buen gusto por una sociedad aún rígida en las tradiciones funerarias. Había quien optaba por hacer memoria y sacar a la luz antiguos recuerdos. Y había otros que le decían al difunto todas aquellas cosas que quedaron por decir en vida. Éstos últimos causaban en Charles honda impresión. No sólo por el arrepentimiento que muchos de esos asistentes destilaban, sino por el deje de amargura que terminaba formando un charco en la conciencia, grabando a fuego las palabras aprovecha el tiempo mientras estás vivo. Eso hacía reflexionar a Charles. Los retos, los desafíos, son siempre para los vivos y está en su deber vital el hacerles frente y tratar de encontrar soluciones. No siempre elegimos vivir como realmente quisiéramos. Después es demasiado tarde. ¿Demasiado cansado de vivir? Charles no comprendía a los suicidas. Ya dormiremos todos y obviaremos este mundo cuando hayamos muerto.

Una tarde a Charles se le dio un encargo algo inusual para lo que estaba acostumbrado. Le pidieron cavar un hoyo profundo, muy profundo, demasiado para enterrar un féretro de tamaño medio. Las personas más anchas eran enterradas en ataúdes no mucho más grandes que los del resto. Charles bromeó: ¿se ha muerto un elefante? Pero el patrón no dijo nada, sólo que tenía que terminar como muy tarde a las nueve, porque a esa hora se cerraban las puertas del cementerio. Charles decidió ponerse manos a la obra sin protestar, pero cuanto más cavaba, más se daba cuenta de que un hoyo tan profundo quizá necesitaría parte de la noche para estar terminado. Avisó al patrón y le pidió permiso para permanecer allí tras el cierre del recinto. El patrón consintió, pero le dijo que aún así se apurase.

Charles llevaba más de media tarde cavando, cuando se acercó el encargado de las lápidas. La familia quiere que la coloque ya, comentó. Charles asintió y siguió cavando mientras el trabajador colocaba la lápida del próximo difunto. Uno de los momentos favoritos de Charles era salir del agujero un poco antes de terminar la faena y echar un vistazo a la nueva lápida del muerto. Dependiendo de para quién fuese, daba su toque final. Si era para una mujer, solía dar a la tumba una forma más ovalada. Le parecía que de éste modo se llegaba con mayor comodidad a las orillas del más allá. Si era para un anciano, se esforzaba en que la tumba tuviera un acabado tradicional, pues ninguna persona mayor quiere llevarse una impresión demasiado fuerte en los primeros momentos de su muerte. Si era para un niño, la familia se encontraba al día siguiente con la tumba ya decorada con flores blancas alrededor. Ninguna tumba es suficientemente hermosa para albergar la injusticia intrínseca que reside en toda muerte prematura. De este modo, Charles estaba contento de poder saber para quién era aquella lápida tan pronto como hubiera -casi- terminado. Con suerte, podría hacer un parón poco después de que cerrase el cementerio y salir para saber qué remate final tendría su obra.

Cuando por fin llegó el momento de salir, Charles se dio cuenta de que no había cogido la escalerilla para poder subir a la superficie. Por suerte, siempre dejaba una cuerda atada a un árbol cuyo cabo siempre pendía sobre él para poder escalar sin demasiada dificultad y salir del agujero en caso de que la escalera se rompiera u ocurriese cualquier cosa fuera de lo normal. Charles se secó el sudor de la frente y pegó un salto para agarrarse a la cuerda. Le costó más trabajo del habitual poder aferrarse a ella porque realmente se había esmerado en que aquel hoyo fuera tan profundo como le habían pedido, pero finalmente lo logró y empezó a ascender. La tierra estaba húmeda ese día, había llovido por la mañana, y los gusanos se retorcían mientras realizaban microtúneles con una furia inusitada. La mano con la que se apoyaba para subir se manchó pronto de arena esponjosa y algún gusano se le quedó atrapado entre los dedos. Charles los tiraba al suelo con una mueca de asco y proseguía sin mirar hacia abajo. Cuando pudo al fin apoyar las manos para salir del hoyo, alcanzó a ver la lápida del muerto. Era sencilla, como destinada a alguien sin mucha importancia, en la que se veía claramente su nombre y apellido y su fecha de fallecimiento, ese mismo día. Asombrado por el hallazgo intentó terminar de salir a la superficie para inspeccionarlo mejor pero entonces alguien a quien no pudo ver comenzó a pisotearle los dedos hasta que Charles no pudo más y se soltó. El sonido del cuerpo de Charles sobre la tierra fue suave, salvo por el chasquido que hizo su cráneo al impactar contra una de las piedras del fondo.

Qué ironía, Charles nunca supo por qué aquella tumba era tan grande: si para albergar tanta inquietud que tuvo en vida o su rareza.




24.11.15

Nostra terra


En ocasiones, en el cruce de caminos de dos personas que jamás se han visto, ocurre algo maravilloso. Esa serendipia aparece de forma circunstancial a lo largo de nuestra vida, pero cuando lo hace nos marca de un modo especial. El ser humano, tan atado a las cadenas del mundo tales como el tiempo y la vejez, vence momentáneamente esos obstáculos y se hace atemporal. Como dos hojas que en un golpe de viento se entrelazan, separándose después y llevándose cada una un pedazo de la otra, así queda el espíritu marcado por tan preciosa coincidencia, lo que desencadenará fenómenos extraordinarios a cada choque de partículas hermanas.

No importa el tiempo que las lleves conociendo o las dificultades que hayáis tenido que pasar. Sabes que al mirar en los ojos de la otra persona subyace un pensamiento, un sentimiento y un instinto de pertenencia. A esa persona le pertenecerás por siempre y ella a ti, ocurra lo que ocurra. Cuando nieve, llueva o el cielo se cubra de nubes que amenacen tormenta, los ojos de esas personas serán quienes te otorguen la paz, la seguridad de que ya se puede derrumbar el mundo porque tienes un talismán infalible cerca que no permitirá acercarse al miedo.


Tal vez para quien se siente eternamente apátrida sea un consuelo tener su propio hogar a base de sonrisas y miradas en un mundo plagado de canciones y banderas que no le representan. Ellas son el único motivo para poder resistir en medio de tanta tierra hostil donde, no importa el idioma, siempre nos sentiremos extranjeros.








27.8.15

Incomprendidos



A lo largo de mi vida
creo que sólo una persona
llegó a conocerme realmente bien.

El problema fue que me sobrentendió.