Estoy sentada en el fondo del
bar. Casi como las sirenas. Podría decir que estoy sentada en la barra del bar,
pero cualquiera que me conozca aunque sólo sea de una noche sabe que a mí no me
gustan las barras de los bares. Demasiada exposición a la luz, a la gente, a
las conversaciones forzadas. De modo que estoy en el fondo del bar y desde allí
observo todo con mis ojos negros.
No quiero que nadie me moleste.
Cuando una mujer se sienta en el último lugar de la noche es porque envía un
claro mensaje a quienes están a su alrededor: no desea ser encontrada. Por
nada, por nadie. No desea siquiera un mero tropezón fortuito. Sólo ella y el
bourbon. Aun así siempre está el típico torpe que no entiende de indirectas ni
sutilezas. Y se lo localiza rápido. Está a tres mesas de mí, se levanta con
seguridad fingida y se va acercando tambaleante. Me lee como lo que soy para
alguien que sale de caza: una mujer sola en un bar. Cualquiera sabe que las
mujeres solas en los bares no buscan nada bueno, ¿no es eso lo que les enseñan
a creer a los niños desde pequeños? Sólo soy objetivo y presa. Soy un tesoro
esperando a ser encontrado sin expectativas de noche, sin sueños ni deseos
propios. Soy tierra por conquistar, mercancía sin marcar caída en aguas
internacionales. Cualquier pirata puede venir a reclamarme.
El tipo sigue avanzando hacia mi
mesa y se detiene. Sin ningún alarde de originalidad me suelta aquello de: ¿qué
hace una chica como tú en un sitio como éste? No digo nada. Le miro. Le miro
largamente y le obligo a escuchar el silencio que queda suspendido en el aire
después de su última frase. Cuando hablo de verdad, empleo muchos tipos de
silencio. Este es un silencio reflexivo especialmente dedicado a él. Quiero que
la estupidez que acaba de decir sea ampliamente reflexionada para que se dé
cuenta de lo absurdo de la situación. Ha bajado al fondo del mar para buscarme.
En el fondo del bar sólo hay oscuridad. Oscuridad que no desea ser encontrada.
Soy oscuridad y él me ha encontrado.
Lo sigo mirando sin decir una
palabra. Lo quemo con las pupilas. Es la mirada intensa de quien está
encendiendo una cerilla contra su cara. La expresión de él es de desconcierto.
No entiende por qué me niego a reaccionar ante su insinuación. Actúo como si no
hubiera nadie. Actúo como si sólo hubiese oscuridad. Él parece empezar a
comprender. Se asusta. Veo el miedo en sus ojos. Vacila. No sabe si añadir otra
idiotez para tratar de excusar o enmascarar la primera o retirarse con
dignidad. Y le quedan pocos segundos para hacer esto último. Una gota de sudor
le baja por la frente. Carraspea. Traga saliva y se retira. No volverá a
intentarlo conmigo esta noche. Me doy cuenta mientras se aleja de no sé ni siquiera si se trataba o no de un hombre atractivo. Así de inmensa es mi
oscuridad, que todo lo envuelve y lo nubla.
Respiro.
Respiro tranquila.
La tensión da paso a conseguir
relajar mis manos sobre la mesa. No sé qué pensar sobre el hecho de que soy ese
tipo de chica que asusta a los hombres. Es más: los aterro. Hago que se
enfrenten a sus demonios, a sus miedos más profundos, a esas cosas que prefieren
dar por sentadas y no plantearse. A la hora de la verdad salen siempre
corriendo. Esos, los que pueden. Los que no se enganchan al embrujo de tal modo
que ya no sé si soy yo o lo que ellos proyectan en mí. Suelen mirarme con ojos
tiernos: para ellos soy el arquetipo de la Madre. La Madre bella y compasiva,
la Madre paciente y servicial que siempre escucha con una sonrisa, la Madre que
algún día criará a sus hijos y a ellos mismos en la niñez invertida que
representa la vejez. Cuánto se confunden. Yo no soy la Madre, soy la Sombra. Nunca he
sido –no podría ser- la Madre, pero ellos me revisten con sus fantasías masculinas.
En mi garganta se me atascan todos los sueños rotos de los hombres, y luego me
miran acusadores como si sus sueños los hubiese roto yo. Cómo decirles que yo
no tengo la culpa. Sólo quiero extenderme sobre sus cuerpos y hacerlos volar. Confundirme
entre las sábanas y que a la mañana siguiente no puedan jurar sin temor a
equivocarse si estuve alguna vez allí.
Cuando mi oscuridad se extiende,
ya no recuerdan si ellos tuvieron Sombra alguna vez. Y piensan que siempre
fueron libres, que siempre fueron seres cargados de luz. Y yo me convierto en
Ánima por arte de magia. Pero cuando toman mi mano y caminan a mi lado, termino
siendo la Sombra que crece en sus bolsillos. Sombra que llega hasta los bares y
guarda las noches de los borrachos tambaleantes que vuelven en mí a proyectar
sus sueños.
¿Qué más quieren por esta noche?
Pago el bourbon y me pierdo.
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