18.1.15

Como Dido para Eneas


Tan sólo dame una certeza
que me haga creer en mí:

arrasaré con toda civilización
que se me ponga por delante.

Cuando pregunten por qué,
las manos llenas de sangre;

de soslayo mire hacia ti,
tú, sonrías.

13.1.15

Urgencias


No hay nada más importante,
antes de que venga el cataclismo
el odio triunfe
y el abismo del miedo nos separe;

antes de que caigan más balas sobre París
que sepan a tristeza, asco y rabia
como cuando Alemania
construía grandes muros
como en el sur,
el norte de África,
la valla de Melilla

y tú
mientras en tu bahía esperas
que algún canto de sirena te lleve algo de luz
que disipe la soledad, el pesar,
la oscuridad que quema

y yo
como humilde guerrera
espero a que vuelvas
y resucites lo que nos queda
por vivir,

desde el amor,
desde la piel,
desde el futuro que nunca llega;

así de simple,
así, sin más,
porque no hay nada más importante:

hagámonos el amor con urgencia animal.










2.1.15

Desmontando a Bartleby


Posible precuela de Bartleby, el escribiente.


Conocí a Bartleby cuando él aún trabajaba en la Dead Letter Office, por eso no pude adivinar si su aspecto incurablemente solitario era algo inherente a él o producto del empleo que realizaba. No puedo describirlo como se hace con una persona normal, porque a estas alturas sabrán que Bartleby no era un hombre corriente. Siempre se sentaba a la misma hora de la tarde delante de su café en un local cercano a mi apartamento. Le descubrí de casualidad porque no era alguien excesivamente llamativo para el resto de los mortales y, sin embargo, esa particularidad lo hizo sensible a mis ojos, ávidos de encontrar  personas fuera de lo común.

Escribo esto porque a veces los hombres tienden a desconocerse entre ellos -y a sí mismos- y precisan de la mirada femenina para arrojar algo más de luz acerca de quiénes son en realidad. Nosotras no siempre entramos en esos juegos de poder, de máscaras, a los que ellos se entregan en tantas ocasiones; tal vez ésto nos haga más objetivas y, paradójicamente, lo bastante cómplices como para desentrañarlos desde la subjetividad. Ya leí lo que escribió quien le contrató hace tiempo, así supe qué ocurrió con Bartleby una vez que dejamos de vernos. Conocer su muerte ensombreció mi ánimo, pero aún me acongojó más comprobar que Bartleby no había dejado demasiado de sí mismo en los demás o, tal vez, los demás no querían tomar nada que viniese de él sin ponerlo en duda, justo antes de rechazarlo. Me sorprendió que aquel abogado que le dio trabajo desconociese tantas cosas de Bartleby, incluso más que yo que, como comprobarán, tampoco le conocí mucho mejor. No. De Bartleby poco sabrán desde los labios de un hombre. Sin embargo, desde los míos, los cuáles él probó, tal vez tengan una noción más esclarecedora. Si esta visión es o no aterradora, ya lo dejo a su juicio o intuición:


A pesar de que intento recordar la primera vez que Bartleby y yo hablamos en la cafetería, lo cierto es que no consigo ponerlo en pie. Sí puedo decir que los primeros acercamientos fueron torpes y siempre por mi parte, porque la iniciativa no era una de las cualidades de Bartleby. He de decir que tampoco lo era de las mías, pero había algo en su pálida pulcritud que me desasosegaba hasta extremos indecibles, por lo que tenía la imperiosa necesidad de dejar mi sitio y acercarme a él para hablar; como la partícula que busca actuar sobre otra, no para que ésta haga algo distinto, sino más bien para que deje de hacer lo que hace: para apartar a Bartleby, al fin y al cabo, de su trayectoria de tácito mutismo.

Me acercaba a Bartleby con la excusa de pedirle el periódico que él siempre solía tomar del mostrador, así que aprovechaba para comentar alguna noticia. Él nunca respondía con entusiasmo a mis intentos de romper su silencio, pero no era desagradable conmigo y conseguí ver que, poco a poco, la crispación que al principio suscitaba mi presencia daba paso a una extraña sensación templada que crecía entre los dos. Me dio la impresión de que era la única que parecía reparar en él, la única que era de verdad consciente de que allí había una persona.

Una tarde me adelanté al horario habitual de Bartleby esperando conocer cómo era su ritual de traspasar la puerta de la cafetería, elegir su mesa de siempre y sentarse; pero cuál no fue mi sorpresa que al entrar en el local, él estaba de pie en su habitual sitio de siempre, mirando en dirección a la puerta por la que yo acababa de entrar.

—¿Quiere acompañarme con el café? me preguntó.

Y yo, sin decir que sí o que no, me acerqué a él por toda respuesta. No pude ni sonreír, la turbación que me produjo el inusual ofrecimiento era indescriptible. Me senté con él y me informó de que no habían repuesto el periódico aquel día, y el que quedaba sobre el mostrador ya lo había leído. Tuve la certeza de que mi presencia en aquella mesa era mera sustitución de la letra impresa, que me ofrecía el café más por querer ocupar su tiempo que por verdadera curiosidad hacia mi persona. Y aún así, no me levanté y me fui con cualquier excusa, sino que me quedé por la fascinación que producían en mí esos ojos tan grises como anodinos.

Sin saber cómo, aquello terminó de imponerse como una costumbre más. Él empezó a esperarme antes de iniciar su lectura del periódico, y siempre estaba pendiente de mi llegada a la cafetería. No importaba cuánto adelantara o retrasase mi hora de llegar: él siempre estaba esperándome. Nunca me sonreía o hacía el amago de ofrecerme asiento, pero su mirada adquirió una intensidad que me transmitía que, de algún modo, requería de mi presencia para comenzar a leer. Tenía una forma de hablar que para cualquier otra persona podría resultar cortante por su realismo y crudeza. Nunca hablaba de más y siempre imprimía a cada palabra una consciencia difícil de describir. No incluía el lenguaje figurado en su discurso, y creo que por eso le atraía mi facilidad para expresarme en metáforas. Sus expresiones eran marmóreas y frías en la forma, pero no siempre en el fondo; y a veces traslucía, por ejemplo, una preocupación profunda por el devenir de los acontecimientos que me hacía reconocer su humanidad, y con la que sí podía identificarme. Al contrario que yo, no era alguien empático o, si lo era, parecía no preocuparse especialmente por los sentimientos de los demás. Mi imaginación me hacía conjeturar qué podría ser del pasado de mi nuevo amigo; si habría alguna tragedia que lo hubiera marcado tan profundamente como para provocar aquella reacción vitalmente estoica o si, por el contrario, era su extraña forma de ser lo que le llevaba a relacionarse estoicamente con el mundo. Una vez le hice partícipe de estas inquietudes y él me dijo que mi error era querer ir siempre más allá, que era mejor aceptar las cosas tal y como son, sin preguntarme por qué las cosas eran como eran: simplemente eran así. Aquello suponía, por supuesto, un ataque frontal a mi modo de entender y sentir la vida; al suyo, un ahorro de tiempo. Yo buscaba un trasfondo porque sabía que existía en la mayoría de las ocasiones -al menos con el resto de seres humanos-, mi curiosidad era tal que necesitaba hacer conexiones entre causas y conclusiones, mientras que él tomaba las conclusiones como válidas y no dejaba ir a las preguntas más allá. Quise decirle que desconocía todo un mundo que estaba justo delante de sus ojos, pero intuitivamente supe que aquello era una pérdida de tiempo, ya que él parecía preferir cortarse con algo tangible que con algo intangible. Bartleby reunía una visión muy lúcida en cuanto a la física, pero ante la química era prácticamente ciego... o mudo. Para el caso, a mí me daba lo mismo.


Una tarde me dijo:

Dame un beso.

No había nada en la situación que emocionalmente me inclinara a hacerlo o a no hacerlo, salvando su insólita petición. Ese día las noticias no habían sido especialmente estimulantes, ni habíamos experimentado una complicidad más allá de la distante cordialidad acostumbrada; por eso me preguntaba qué había cambiado en él o en aquel día para que me pidiera algo que, para mí, era fruto de un afecto que yo sí parecía sentir por él, pero no Bartleby por mí.

Con estupor, obedecí.

Tenía unos labios secos y fríos que contrastaban con el calor y la humedad de su boca, y aunque no resultaban desagradables tampoco ejercían en mí la avidez de desear besarlos con ansia. Era besar como quien decide coser un botón en medio de un pantalón: no hace ninguna falta, entonces, ¿por qué? ¿para qué? Era como ejecutar un manual de instrucciones, parecía sólo querer mis labios porque sentía que había pasado el suficiente tiempo como para tenerlos, no porque hubiera un interés concreto en romper nuestra rutina habitual, ni interés por demostrarme cariño.

A partir de entonces, a veces nos besábamos en el café. Imagináos con qué carencia de sentimiento, que ni siquiera hacíamos levantar la vista a ningún cliente curioso. Ni siquiera a los niños. Le besaba como me sentaba a su lado: porque él me lo había pedido. Y si en un primer momento la posibilidad de besarlo me alegraba, cuando comprendí que más allá de la apetencia de Bartleby no había ningún otro motivo para hacerlo, empecé a besarlo como realizaba cualquier otra acción automática desprovista de emoción.

Otra tarde, por aburrimiento de nuestra rutina habitual y por la curiosidad de saber si yo también tenía el poder de cambiarla, le pregunté si quería subir a mi casa para hacer el amor. Aceptó, para mi sorpresa, de modo que recogimos las cosas, pagamos el café y fuimos hasta mi casa. Me quitó la ropa con confianza, pero sin complicidad. Nuestros cuerpos se entendían bien el uno con el otro. De hecho se entendían infinitamente mejor que nosotros dos, lo cual terminó ya de descuadrarme por completo. Lo nuestro parecía pura lógica -que no instinto- animal: el macho conoce a una hembra y la conclusión -lógica- es que si no hay nada que lo impida, terminarán practicando el coito. ¿Por qué? Porque sí. Porque si eso puede ocurrir en la naturaleza, ocurrirá. No por voluntad o deseo, si no por la mera posibilidad de que puede darse, como la posibilidad de que llueva en un día nublado. Entonces, era eso lo que hacíamos nosotros: practicar el coito. Nada de follar, de hacer el amor, o de copular, verbos que hacen alusión a algún tipo de unión o sentimiento subyacente, aunque sea la pasión más irracional sin ningún tipo de afectividad. No, no; practicábamos el coito tal y como lo describían los libros de texto. Incluso me atrevía a bromear conmigo misma en secreto sobre el hecho de que si hacía falta grabar un documental para niños del ritual de la reproducción humana, podrían llamarnos a nosotros: nunca llegaríamos a escandalizar ni a la moralidad de los padres más puritanos, porque todo lo que hacíamos era pulcro, medido y sin aspavientos innecesarios desde un enfoque objetivo. Así de triste, así de crudo para mí; probablemente, para él, así, sin más.

No sé por qué continuaba al lado de una persona que me inspiraba menos que una estatua de la Grecia Clásica -que, si eras insensible a la belleza como lo era él, por lo menos la tocas y sabes que es dura o que está fría-, más allá de la certeza de que probablemente él no regalaba su compañía a nadie que no estuviera preparado para aceptarla tal y como era. Y, curiosamente, lo que me acercaba a Bartleby era poseer una sensibilidad profunda de la que él era consciente, pero de la que al mismo tiempo parecía carecer por completo. Y esta extraña simbiosis me dejaba perpleja.

Aunque aceptaba nuestras costumbres diarias, pronto aprendí que yo siempre me implicaba a nivel sentimental mucho más que él. De hecho, que yo sintiera curiosidad por él era una especie de anomalía en su mundo, una exageración emocional que contrastaba con su nada. Me aceptaba, pero no me consentía. Le agradaba, pero no me quería. Éramos amantes de casualidad, pero nunca amigos. No se tomaba la molestia de conocerme más allá de esperar con paciencia a que yo dijera lo que tuviese que decir. Apenas preguntaba, apenas iniciaba conversación: su afecto, si eso podía llamarse afecto, residía en dejarme existir a su lado.

La última tarde que le vi, entré por la puerta diez minutos tarde de forma consciente. Él, que ya se había acostumbrado a mi horario irregular, me esperaba sentado, con su eterno café delante y el periódico sin abrir. Por primera vez en mucho tiempo, en lugar de dirigirme hacia su mesa, me senté en una que estaba vacía.

Entonces él se levantó y se acercó a mí. No me preguntó que por qué no me había sentado con él, por qué me sentaba allí o qué era lo que ocurría para romper nuestra rutina. Simplemente me preguntó, al igual que la primera vez, como si nada entre los dos hubiera pasado:

¿Quiere acompañarme con el café?

A lo que yo, acostumbrada a ceder ante sus peticiones, respondí en cambio:

Preferiría no hacerlo.