Posible precuela de Bartleby, el escribiente.
Conocí a Bartleby cuando
él aún trabajaba en la Dead Letter Office, por eso no pude
adivinar si su aspecto incurablemente solitario era algo inherente a él o producto del empleo que realizaba. No puedo describirlo como se
hace con una persona normal, porque a estas alturas sabrán que
Bartleby no era un hombre corriente. Siempre se sentaba a la misma
hora de la tarde delante de su café en un local cercano a mi
apartamento. Le descubrí de casualidad porque no era
alguien excesivamente llamativo para el resto de los mortales y, sin
embargo, esa particularidad lo hizo sensible a mis ojos, ávidos de
encontrar personas fuera de lo común.
Escribo esto porque a
veces los hombres tienden a desconocerse entre ellos -y a sí mismos-
y precisan de la mirada femenina para arrojar algo más de luz acerca
de quiénes son en realidad. Nosotras no siempre entramos en esos
juegos de poder, de máscaras, a los que ellos se entregan en tantas
ocasiones; tal vez ésto nos haga más objetivas y, paradójicamente,
lo bastante cómplices como para desentrañarlos desde la
subjetividad. Ya leí lo que escribió quien le contrató hace tiempo, así
supe qué ocurrió con Bartleby una vez que dejamos de vernos.
Conocer su muerte ensombreció mi ánimo, pero aún me acongojó más
comprobar que Bartleby no había dejado demasiado de sí mismo en los
demás o, tal vez, los demás no querían tomar nada que viniese de él
sin ponerlo en duda, justo antes de rechazarlo. Me sorprendió que
aquel abogado que le dio trabajo desconociese tantas cosas de Bartleby, incluso más que yo que, como
comprobarán, tampoco le conocí mucho mejor. No. De Bartleby poco
sabrán desde los labios de un hombre. Sin embargo, desde los míos, los
cuáles él probó, tal vez tengan una noción más esclarecedora. Si
esta visión es o no aterradora, ya lo dejo a su juicio o
intuición:
A pesar de que intento
recordar la primera vez que Bartleby y yo hablamos en la cafetería, lo cierto es que no consigo
ponerlo en pie. Sí puedo decir que los primeros acercamientos fueron
torpes y siempre por mi parte, porque la iniciativa no era una de las
cualidades de Bartleby. He de decir que tampoco lo era de las mías,
pero había algo en su pálida pulcritud que me desasosegaba hasta
extremos indecibles, por lo que tenía la imperiosa necesidad de
dejar mi sitio y acercarme a él para hablar; como la partícula que
busca actuar sobre otra, no para que ésta haga algo distinto, sino más
bien para que deje de hacer lo que hace: para apartar a Bartleby, al fin y al
cabo, de su trayectoria de tácito mutismo.
Me acercaba a Bartleby con la
excusa de pedirle el periódico que él siempre solía tomar del
mostrador, así que aprovechaba para comentar alguna noticia. Él
nunca respondía con entusiasmo a mis intentos de romper su silencio,
pero no era desagradable conmigo y conseguí ver que, poco a poco, la
crispación que al principio suscitaba mi presencia daba paso a una
extraña sensación templada que crecía entre los dos. Me dio la
impresión de que era la única que parecía reparar en él, la única
que era de verdad consciente de que allí había una persona.
Una tarde me adelanté al
horario habitual de Bartleby esperando conocer cómo era su ritual de
traspasar la puerta de la cafetería, elegir su mesa de siempre y
sentarse; pero cuál no fue mi sorpresa que al entrar en el local, él estaba de pie en su habitual sitio de siempre, mirando en dirección a la
puerta por la que yo acababa de entrar.
—¿Quiere
acompañarme con el café? — me
preguntó.
Y
yo, sin decir que sí o que no, me acerqué a él por toda
respuesta. No pude ni sonreír, la turbación que me produjo el inusual ofrecimiento era indescriptible. Me senté con él y me informó de
que no habían repuesto el periódico aquel día, y el que quedaba
sobre el mostrador ya lo había leído. Tuve la certeza de que mi
presencia en aquella mesa era mera sustitución de la letra impresa,
que me ofrecía el café más por querer ocupar su tiempo que por
verdadera curiosidad hacia mi persona. Y aún así, no me levanté y
me fui con cualquier excusa, sino que me quedé por la fascinación
que producían en mí esos ojos tan grises como anodinos.
Sin
saber cómo, aquello terminó de imponerse como una costumbre más. Él empezó
a esperarme antes de iniciar su lectura del periódico, y siempre estaba
pendiente de mi llegada a la cafetería. No importaba cuánto
adelantara o retrasase mi hora de llegar: él siempre estaba
esperándome. Nunca me sonreía o hacía el amago de ofrecerme
asiento, pero su mirada adquirió una intensidad que me transmitía
que, de algún modo, requería de mi presencia para comenzar a leer.
Tenía una forma de hablar que para cualquier otra persona podría
resultar cortante por su realismo y crudeza. Nunca hablaba de más y
siempre imprimía a cada palabra una consciencia difícil de
describir. No incluía el lenguaje figurado en su discurso, y creo
que por eso le atraía mi facilidad para expresarme en metáforas.
Sus expresiones eran marmóreas y frías en la forma, pero no siempre
en el fondo; y a veces traslucía, por ejemplo, una preocupación
profunda por el devenir de los acontecimientos que me hacía
reconocer su humanidad, y con la que sí podía identificarme. Al
contrario que yo, no era alguien empático o, si lo era, parecía no
preocuparse especialmente por los sentimientos de los demás. Mi
imaginación me hacía conjeturar qué podría ser del pasado de mi
nuevo amigo; si habría alguna tragedia que lo hubiera marcado
tan profundamente como para provocar aquella reacción vitalmente
estoica o si, por el contrario, era su extraña forma de ser lo que
le llevaba a relacionarse estoicamente con el mundo. Una vez le hice
partícipe de estas inquietudes y él me dijo que mi error era querer ir siempre más allá, que era mejor aceptar las cosas tal y
como son, sin preguntarme por qué las cosas eran como eran:
simplemente eran así. Aquello suponía, por supuesto, un ataque
frontal a mi modo de entender y sentir la vida; al suyo, un ahorro de
tiempo. Yo buscaba un trasfondo
porque sabía que existía en la mayoría de las ocasiones -al menos con el resto de seres humanos-, mi curiosidad era tal que
necesitaba hacer
conexiones entre causas y conclusiones, mientras que él tomaba las
conclusiones como válidas y no dejaba ir a las preguntas más allá.
Quise decirle que desconocía todo un mundo que estaba justo delante
de sus ojos, pero intuitivamente supe que aquello era una pérdida de
tiempo, ya que él parecía preferir cortarse
con algo tangible que con algo intangible. Bartleby reunía una
visión muy lúcida en cuanto a la física, pero
ante la química era
prácticamente ciego... o mudo. Para el caso, a mí me daba lo mismo.
Una
tarde me dijo:
—Dame
un beso.
No
había nada en la situación que emocionalmente me inclinara a
hacerlo o a no hacerlo, salvando su insólita petición. Ese día
las noticias no habían sido especialmente estimulantes, ni habíamos
experimentado una complicidad más allá de la distante cordialidad
acostumbrada; por eso me preguntaba qué había cambiado en él o en
aquel día para que me pidiera algo que, para mí, era fruto de un
afecto que yo sí parecía sentir por él, pero no Bartleby por mí.
Con estupor, obedecí.
Con estupor, obedecí.
Tenía
unos labios secos y fríos que contrastaban con el calor y la humedad
de su boca, y aunque no resultaban desagradables tampoco ejercían en
mí la avidez de desear besarlos con ansia. Era besar como quien
decide coser un botón en medio de un pantalón: no hace ninguna
falta, entonces, ¿por qué? ¿para qué? Era como ejecutar un manual
de instrucciones, parecía sólo querer mis labios porque sentía que
había pasado el suficiente tiempo como para tenerlos, no porque hubiera
un interés concreto en romper nuestra rutina habitual, ni interés por demostrarme cariño.
A
partir de entonces, a veces nos besábamos en el café. Imagináos
con qué carencia de sentimiento, que ni siquiera hacíamos levantar
la vista a ningún cliente curioso. Ni siquiera a los niños. Le
besaba como me sentaba a su lado: porque él me lo había pedido. Y
si en un primer momento la posibilidad de besarlo me alegraba, cuando
comprendí que más allá de la apetencia de Bartleby no había
ningún otro motivo para hacerlo, empecé a besarlo como realizaba cualquier
otra acción automática desprovista de emoción.
Otra
tarde, por aburrimiento de nuestra rutina habitual y por la
curiosidad de saber si yo también tenía el poder de cambiarla, le
pregunté si quería subir a mi casa para hacer el amor. Aceptó, para
mi sorpresa, de modo que recogimos las cosas, pagamos el café y
fuimos hasta mi casa. Me quitó la ropa con confianza, pero sin
complicidad. Nuestros cuerpos se entendían bien el uno con el otro. De hecho se entendían infinitamente mejor que nosotros dos, lo cual
terminó ya de descuadrarme por completo. Lo nuestro parecía pura
lógica -que no instinto- animal: el macho conoce a una hembra y la
conclusión -lógica- es que si no hay nada que lo impida, terminarán
practicando el coito. ¿Por qué? Porque sí. Porque si eso puede ocurrir en la
naturaleza, ocurrirá. No por voluntad o deseo, si no por la
mera posibilidad de que puede darse, como la posibilidad de que llueva en un día nublado. Entonces, era eso lo que
hacíamos nosotros: practicar el coito. Nada de follar, de hacer el
amor, o de copular, verbos que hacen alusión a algún tipo de unión o sentimiento subyacente, aunque sea la pasión más irracional sin
ningún tipo de afectividad. No, no; practicábamos el coito tal y
como lo describían los libros de texto. Incluso me atrevía a
bromear conmigo misma en secreto sobre el hecho de que si hacía
falta grabar un documental para niños del ritual de la reproducción
humana, podrían llamarnos a nosotros: nunca llegaríamos a
escandalizar ni a la moralidad de los padres más puritanos, porque
todo lo que hacíamos era pulcro, medido y sin aspavientos
innecesarios desde un enfoque objetivo. Así de triste, así de crudo
para mí; probablemente, para él, así, sin más.
No
sé por qué continuaba al lado de una persona que me inspiraba menos
que una estatua de la Grecia Clásica -que, si eras insensible a la
belleza como lo era él, por lo menos la tocas y sabes que es dura o
que está fría-, más allá de la certeza de que probablemente él
no regalaba su compañía a nadie que no estuviera preparado para
aceptarla tal y como era. Y, curiosamente, lo que me acercaba a
Bartleby era poseer una sensibilidad profunda de la que él era
consciente, pero de la que al mismo tiempo parecía carecer por
completo. Y esta extraña simbiosis me dejaba perpleja.
Aunque aceptaba nuestras costumbres diarias, pronto aprendí que yo
siempre me implicaba a nivel sentimental mucho más que él. De
hecho, que yo sintiera curiosidad por él era una especie de anomalía en su mundo, una exageración emocional que contrastaba con
su nada. Me aceptaba,
pero no me consentía. Le agradaba, pero no me quería. Éramos
amantes de casualidad, pero nunca amigos. No se tomaba la molestia de
conocerme más allá de esperar con paciencia a que yo dijera lo que
tuviese que decir. Apenas preguntaba, apenas iniciaba conversación:
su afecto, si eso podía llamarse afecto, residía en dejarme existir
a su lado.
La
última tarde que le vi, entré por la puerta diez minutos tarde de
forma consciente. Él, que ya se había acostumbrado a mi horario
irregular, me esperaba sentado, con su eterno café delante y el
periódico sin abrir. Por primera vez en mucho tiempo, en lugar de
dirigirme hacia su mesa, me senté en una que estaba vacía.
Entonces
él se levantó y se acercó a mí. No me preguntó que por qué no
me había sentado con él, por qué me sentaba allí o qué era lo
que ocurría para romper nuestra rutina. Simplemente me preguntó, al igual que la primera vez, como si nada entre los dos hubiera pasado:
—¿Quiere acompañarme con el café?
A
lo que yo, acostumbrada a ceder ante sus peticiones, respondí en
cambio:
—Preferiría
no hacerlo.
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