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2.1.20

Fantasmas que llaman a vivir



Edimburgo es una de las ciudades con más fantasmas del mundo, tal vez por eso la elegí (me eligió) para enfrentar a los míos. 

Los antiguos espíritus de la ciudad se aparecen en los callejones estrechos, en las calles empinadas, en pasajes subterráneos de acceso restringido, bajo los puentes, tras las tapias del cementerio de Greyfriars donde ni siquiera la estatua de Bobby, el perro fiel, consigue endulzar la historia triste y oscura que tiene esta ciudad. Historia que aún susurra, para quien sepa escuchar, la piedra húmeda y gris que aísla los múltiples edificios centenarios que componen la Old Town. Sin embargo, tal vez por esa habituación a la tragedia, Edimburgo se alza también victoriosa frente a su pasado. Tomada en su conjunto, nadie podría decir que se trata de una ciudad triste. Quizá algo melancólica, pero no triste. Edimburgo está llena de muerte, pero también de vida. Y es su luz desde donde quiero renacer.

Es curioso, a pesar de que he pisado cuatro veces esta ciudad en momentos muy distintos de mi vida y acompañada por distintas personas, nunca la he dejado de sentir mía. No me ocurre como con otras ciudades, más marcadas por terceros, por buenas o malas impresiones, por acontecimientos determinantes en mi modo de conformar los recuerdos que me hicieron querer volver o no acordarme de ellas nunca más. Ha tenido que llegar la cuarta visita, sola por primera vez, para hacer consciente un sentimiento inconsciente que siempre fue palpable, pero del que no me daba cuenta: nada más entrar en la periferia de la ciudad, me dio la impresión de estar llegando a casa. No podría explicar por qué, aunque tenga algunas ideas al respecto, pero Edimburgo es mi hogar. Nada ni nadie puede arrebatarme esta verdad tangible que me abrumó nada más alcanzar a ver las casas de piedra y que se hacía más evidente cuando el viento que arremolinaba las hojas en el pavimento también se entretenía en jugar con mi pelo. Edimburgo no es mi hogar porque tenga personas (o gatos) a quienes volver. Hay algo aquí que me hace sentir extrañamente cómoda, como si la ciudad fuera un ente completo que me acoge entre su frío y su gris. Nunca me siento sola caminando esta ciudad, de noche o de día. Tal vez no es que Edimburgo sea mi ciudad, sino simplemente que yo, por alguna razón, pertenezco a ella.

La vida fluye por sus calles con naturalidad y los locales se muestran siempre cálidos, como su gente. Mi modo ermitaño me ha impedido socializar más, pero he encontrado tres mujeres en mi camino que me han hecho la estancia más amena, así como hacerme pensar en lo pequeño que es este mundo.

Dos de ellas, amigas, una danesa y otra escocesa, me han hecho pensar en lo atrasado que van las sociedades por mucho que una quiera correr (y eso que considero que Escocia y Dinamarca nos sacan ventaja en algunos asuntos de forma  aplastante). Me relataban que, ahora que tenían 25 años, se sentían muy presionadas por el hecho de tener conformar una pareja y formar pronto su propia familia, justo cuando se estaban lanzando al mercado laboral. Me costaba pensar en una familia o sociedad danesa, concretamente, presionando a una chica de 25 años para que cumpliera con la familia tradicional. Sé que eso ocurre en España, claro, yo misma he podido vivir algo así, pero es una necesidad que nunca fue propia, con la que no me siento identificada y que no he sufrido desde dentro al verla tan ajena. Sé que algunas de mis compañeras de clase están a día de hoy casadas, con hijos o con planes de alguna de estas cosas (porque lo han deseado también, no creo que esas decisiones sean fruto de la presión social por más que no se pueda obviar). Pero como nunca me ha tocado realmente en mi entorno cercano, nunca ha venido de la decisión interna de amigas o amigos de mi círculo, ha sido una realidad que he visto desde la barrera. Eso es algo que hacen los demás, pero ni yo, ni las mías, ni los míos (a sabiendas de que “los míos” en masculino están exentos totalmente de estas presiones). Por eso me llamó tan fuertemente la atención que la tradición tenga tanto peso en dos mujeres que están en países que considero más desarrollados que el propio. Si será circunstancial, si habré dado con dos amigas que lo son precisamente por nacer en familias con ciertas ideas conservadoras o será algo más globalizado en sus sitios de origen a pesar de la modernidad que proyectan. En cualquier caso, lo que está claro y esto no hace más que confirmarlo, es que da igual donde nazcas:  si eres mujer estarás atrapada o al menos habrás sido rozada por la misma opresión patriarcal.

Con la otra mujer que encontré al día siguiente, argentina, tuve una conversación interesante y bastante más profunda que con las jóvenes del pub. La argentina tenía algo de etéreo, era mayor que yo sin duda pero se ve que también había hecho un pacto de eterna juventud. Conectamos al instante y me ayudó a aterrizar algunas impresiones que había tenido sobre experiencias propias. Es de esas personas que parece que encuentras porque tienen algo que decirte y sólo tú puedes entender. Y aunque estoy relativamente acostumbrada a estas situaciones, nunca dejan de sorprenderme.

Hoy, que es mi último día en esta ciudad, creo que he cumplido con los objetivos con los que hice este viaje: alejarme de todo, en una fecha en que además se tiende a justo lo contrario y no sentirme sola; tener tiempo para mí, para disfrutar y para coger mi calavera y ver que mis demonios son mucho más pequeños de lo que pensaba; descansar, pues arrastraba muchísimo agotamiento; entender cada situación triste del año pasado como algo de lo que aprender y no sentirme derrotada por ello; volver a recuperar la ecuanimidad y ser totalmente consciente de todo lo bueno que tengo, del potencial que sigue residiendo en mi vida, de todas las situaciones ilusionantes y hermosas que me ha dejado 2019 aunque haya sido un duro maestro. Empecé desde muy abajo este año y he conseguido subir hasta aquí. 

Edimburgo quizá sea para mí un símbolo interiorizado: la ciudad oscura que a pesar de todo consigue brillar y por ende, ser cálida. Y está claro que no puedo escapar, ni quiero, de mi/su naturaleza simbólica.

Ahora ya sé cuál es el Camino: sólo tengo que seguirlo.







24.11.19

Largo domingo de noviembre


Llevo caminando todo el día. En parte de modo consciente, en parte de modo inconsciente. Sólo me he detenido en un par de momentos para recobrar fuerzas. Cuando sales del centro de la ciudad empiezas a encontrarte la realidad del 90%, como señoras con mala cara fregando los escalones del portal o parejas adolescentes vistiendo de chándal que se cogen de la mano y se ponen ojitos mientras mastican chicle. También está la típica familia que no pertenece al barrio, sólo venimos a visitar a la familia, y que se esmera en reflejar su foraneidad con cashmere y perfumes penetrantes mientras los hijos se pelean y muerden en la acera bajo la atenta negligencia de los padres.

La verdad es que llevo tanto tiempo sin pasear la ciudad que se supone que habito, que se me había olvidado que aún la gente dominguea. Que desenfundan los tacones de Carolina Herrera, las camisas de marca planchadas con jerseys encima de tonos oscuros y, ahora que el otoño ofrece con descaro temperaturas bajas, se animan a acercarse a la carpa de Navidad. La perenne carpa de Navidad de finales de noviembre. La verdad es que hay cierta magia en esos puestos que huelen a gofre, incienso, palomitas y sudor infantil, así todo junto. Las tiendas habituales están cerradas, pero los puestecillos navideños ofrecen algo que ver. Yo, en un alarde de normalidad, camino entre las personas que ven los puestos y me detengo para comprobar que, otro año más, ofrecen lo mismo. Hay un puesto que vende relojes de bolsillo, uno de esos objetos que me encantaría poseer pero que racionalmente sé que nunca jamás utilizaría, y entonces un chaval me aborda porque me confunde con su hermana, que está justo a mi lado. El chico, de unos quince años, tiene una pulserita de España que acaba de comprar y le dice a la hermana que le ayude a ponérsela. A mí me entra una pena profunda al ver que la gente joven cada vez es más rancia y me acuerdo de las palabras que un ex-sindicalista me dijo esta misma mañana sobre que él invita a la gente joven a no desanimarse porque nosotros siempre estuvimos en minoría. No sé qué tiene la minoría que últimamente me toca mucho la moral. Será que estoy cansada, será que se aproxima la Navidad o que hace frío y me harta bastante el delicado equilibrio entre la disputa y la monotonía en la que suelo estar inmersa. Me viene a la mente un pequeño párrafo que leí en un artículo que decía “Las libertades, si no son compartidas, no son libertades, son privilegios que nos subyugan”, y que esa simple frase, que tenía un contexto muy concreto, me ha dado mucho que pensar esta semana en un sentido amplio.

Al salir de la carpa me enfrento a la típica escena de pastelería tradicional donde queda por la tarde la gente que no precisa de renta mínima de inserción. He de confesar que siento una debilidad costumbrista y antiestética por las señoras de entre sesenta y setenta y cinco años que quedan con las amigas, muchas de ellas viudas, a tomar café descafeinado con sacarina a las cinco de la tarde (pero que se lían y terminan de carajillos hasta las ocho). Digo lo de antiestética porque me resulta paradójico: forman una candorosa escena que me produce sincero horror y a la vez me cautiva. Se esmeran tanto en arreglarse que se convierten en caricaturas. Ellas, que tienen pasta porque hicieron buenos matrimonios, visten de forma idéntica variando colores y todas llevan abrigos de visón (Neovison vison), lucen perlas o joyas de oro, y se maquillan de un modo que no comprendo pero que me fascina (mucha sombra de ojos alrededor de los ídem que las asemejan a lechuzas libertinas y tonos intensos de labios que van del fucsia al marrón, pero nunca es rojo). Rematan el conjunto, eso sí, con pañuelos de seda al cuello, muestra de impoluta decencia. Estoy segura de que si me acercase a ellas desprenderían un aroma a esencia de rosas, jazmín y violetas algo polvorientas mezclado con tabaco rubio, contraste que me recuerda a las maestras que tenía en preescolar a punto de jubilarse. Me da seguridad y nostalgia a un mismo tiempo el no llegar a ser como esas señoras, con la misma nostalgia con la que mi madre imaginaba que yo cumpliría mi rol de mujer a la perfección mientras la cruda realidad era que me esmeraba en tirar el más mínimo acercamiento a mi género retrete abajo. Y es que en mi casa, como en cualquier hogar español cuyos integrantes pisaron la universidad y que se fraguó en los ochenta tras la consecución de la ansiada estabilidad laboral (animal mitológico favorito de mi generación), pecaban mucho de eso de creerse clase media. Y la clase media intenta abarrotar las terrazas de las pastelerías tradicionales de la ciudad para confundirse con esas señoras, que son la verdadera gente bien.

Y mientras paseo entre personas vestidas con elegancia, sonrío al comprobar que yo sigo vistiendo de forma insultantemente práctica, como si en cualquier momento pudiera pasar algo y tuviera que salir corriendo (algo que forma parte de mi cotidianeidad y de mi íntimo deseo de que el apocalipsis nos sorprenda, a poder ser zombie, y que me permita morir de forma épica disparando una AK-47 contra descerebrados; cosa a la que también me dedico en mi día a día, de forma metafórica. Los deseos conscientes y subconscientes supongo que no se alejan mucho de la realidad tangible).

Observo también que hay muchas parejas por la calle. Imagino que el frío llama a eso, a arrejuntarse. Hay un chico y una chica con gorros de lana, pelados de frío, que se besan sin pudor bajo la agresiva iluminación de una tienda de lencería y parecen muy enamorados. Creo que la última vez que hice algo así tenía diecisiete años. Hasta los más informales se vuelven formales cuando llega el otoño e invierno y parece que la ciudad se paraliza; es mejor entonces pasear de la mano con tu novia de cinco meses en lugar de comer sopa de sobre individual viendo películas de Antena 3 en el sofá. Y no los culpo.

Paso por delante de una zapatería donde venden botas de color mostaza. Yo nunca he tenido unas botas de color mostaza, salvo unas que me regaló por Navidad mi ex de hace ya varios años atrás. Al principio me las ponía mucho, pero pronto se les hizo un agujero en las plantillas y empezaron a clavárseme en la piel. Meses después dejé a mi ex. Mientras caminaba por la ciudad con esas botas que me producían heridas (y yo soportaba porque me daba pereza comprarme otras) comprendí lo mucho que se parecen las relaciones de pareja a las botas (de color mostaza).




10.11.19

El continente roto



Estoy cansada de ver el descaro con el que a menudo las personas depositan, unas sobre otras, como si de un contenedor de basura se tratase, las responsabilidades que bien debieran de tener para con uno mismo en los demás.

Las personas no saben amar. Dicen que aman, pero no saben. Es un verbo que le viene grande a la mayoría y que emplean con demasiada ligereza.

Estamos convirtiendo a las personas en máquinas. No las apreciamos por quienes son, sino por lo que pueden hacer (por y para nosotrxs).

Así tenemos una lista de funciones, una lista de funciones para cada una de las personas que nos rodean según el estatus social que gocen en su relación para con nosotrxs (pareja, familia, amistades, amantes, compañerxs de trabajo… ya sabemos que la pareja y la familia ocupan escalones especiales y todo lo demás pues… le sigue con desgana en esta sociedad de vínculos jerarquizados y perfectamente delimitados) en las que descargamos ese saco de funciones sin que nos tiemble  el pulso lo más mínimo.

Lo de lxs compañerxs de trabajo puede ser lo que más sentido tenga ver desde una perspectiva neoliberal. Al fin y al cabo somos solamente piezas, engranajes, dentro de una empresa o institución. Una colmena que no funciona en base, por lo general, al bien común, sino a la mejora de la productividad que repercuta en la cúspide de la pirámide. Lo único que hacemos es repetir de manera más o menos consciente todo lo que nos enseñó el capitalismo en estas relaciones. Es más, tenemos contratos donde se definen todas y cada una de esas funciones. La relación con jefes y subalternos. Es explícito. Lo puedes leer y firmar, o no.

Pero esta forma sucia de intercambio pactado, lo hemos llevado a los rincones más íntimos de nuestra existencia. Como siempre, lo más puro es y será la amistad, aunque no está exenta de riesgos. La falta de comunicación puede herirla de gravedad, aunque no suele pasar, porque es precisamente con las amistades con quienes no solemos tener filtro. Con quienes podemos SER de verdad.

Sin embargo, cuando se ¿estrecha? el cerco vienen los problemas. Pongo lo de estrechar entre interrogaciones porque hay amistades con las que he tenido una relación más estrecha que con familia o parejas.

La familia. ¿Quién no ha escuchado alguna vez eso de “si no tienes hijos, ¿quién te cuidará cuando envejezcas”? No se tienen hijos por deseo. Se tienen hijos por su función. Por costumbre. O por tradición. Más allá de plantearse nadie el dilema filosófico de traer al mundo a alguien que no sabes si desea o no vivir, pues el acto de hacer nacer es una imposición en sí misma. Adjudicamos funciones sobre personas que ni siquiera están aquí. Tenemos hijos por egoísmo, porque nos dan estatus social cuando llega cierta edad, por tener a alguien que lleve “nuestros genes”, porque los abuelos quieren tener nietos, porque nos hacen descuentos en la declaración de la renta. Pocas personas escapan a las motivaciones puramente egoístas a la hora de embarcar a alguien en la difícil misión de nacer (y crecer) en este mundo. Y así no se deberían traer criaturas al planeta, como si fueran fotocopias que vomita una impresora. La familia y su función de proveer, de protección… pero también como institución de autoridad, de obligada multiplicación, de única forma de entender los lazos de afecto más cercanos. Probablemente las familias con personas adultas más sanas sean las que adopten, pero no como último recurso cuando tener un mini-yo les ha salido mal. Sino aquellas que lo hacen por auténtica convicción, por el altruismo de saber que una familia no debería tener derecho a tener hijos, sino que son si acaso las personas menores quienes tienen derecho a tener una familia.

Y no me hagáis hablar de amantes o parejas. Del kit de funciones cuidadosamente detalladas que les entregamos (aunque sólo sea desde la imaginación). Y cuando las funciones empiezan a decaer o ni siquiera llegan a cumplirse, apartamos a esas personas. Porque eran sólo eso, ejecutores, ejecutoras de nuestros deseos. Y cuando revelan su autonomía frente a las funciones o tratamos de someterlas o las tiramos a la basura. Aquellas personas que decíamos amar. Porque no las queríamos por quienes eran, sino por la función que ejercían para nosotrxs. No las amábamos realmente. Y todo esto encadenado una y otra vez, una y otra vez hasta el hastío, el aburrimiento.

Cómo no caer en el descreimiento.

Personalmente me he cansado de ser un continente de basura de otras personas y ahora soy un continente roto por elección, roto por mis propias manos, que se vacía de aquellas formas de ser que no se corresponden con mi esencia misma; las deposite quien las deposite.

No estamos aquí para complacer a nadie y hay que entender esto en su máxima crudeza. Porque el ser humano, y sobre todo las mujeres, buscamos complacer para que nos quieran. Porque si no complacemos al pie de la letra, ya empiezan las malas caras, los silencios, las distancias.

Nadie es un robot para cumplir funciones ni expectativas. Y sólo renunciando a esto de forma consciente se puede alcanzar algo de autenticidad en el modo de relacionarnos con otras personas.



Las parejas construidas sobre los moldes del amor romántico se resumen todas en una canción de NV:




6.7.19

La tercera sol.edad



La primera soledad tiene rostro infantil. Es indudablemente física. Tiene algo de atávica, de primitiva. Es como el miedo a la oscuridad. Tenemos miedo a lo que desconocemos y si se acercan las tinieblas, somos incapaces de ver. Y se apodera el pánico de nosotras. No se puede avanzar sin guía. No se puede avanzar sin acompañantes. Los genes nos programan para sobrevivir y el genoma humano es claro al respecto: se sobrevive en manada; en soledad se muere. La primera soledad te impulsa hacia el movimiento. Por eso coges el teléfono o sales por la puerta a refugiarte en la barra de un bar. La primera soledad te invita a la vida.
La segunda soledad es adolescente. Es la que te hace necesitar aprobación de la gente extraña. Caes en un lugar nuevo y si sientes que no encajas, te muerde por la espalda. Es el miedo a la probabilidad de quedarte sola a pesar de tener la opción de relacionarte. Tiene algo que ver con la primera, inconscientemente, pero trasciende más allá de ésta. La segunda soledad también incita al movimiento. A atreverte con lo desconoces, a conocer gente nueva, a abrir nuevas puertas. La segunda soledad te invita a buscar dónde establecerte y se mete en tu mochila para viajar contigo.
La tercera soledad es adulta. Se cierne cuando ya has aprendido que da igual estar físicamente sola porque estás contigo o saber que no vas a tener la capacidad de caer bien a todo el mundo (lo que ni siquiera es deseable). Es la que aparece cuando crees que ya has llegado a tu tribu y sin embargo la sientes ajena. Porque sientes como certeza que no te entienden. A veces no te entiendes ni tú. Es un triple tirabuzón hacia dentro. Es el miedo al vacío. Es un abismo creciendo dentro de ti. Es la soledad en compañía en todos los sentidos. Y deja los ojos huecos y el alma seca si no pones remedio. La tercera soledad te invita a la muerte. Es el abismo devolviéndote la mirada y tú sin saber cómo apartarla.
Se desconoce si, de soledades, existe una cuarta.






15.6.19

Escapistas



Somos escapistas. Aquellas que sólo quieren huir de una realidad, de un mundo, que las encierra, las encorseta y, finalmente, las hace rebelarse. El burbujeo de la sangre es una sensación muy explícita. Es difícil vivir siempre en rebelión con una misma, contra los hechos… en rebelión continua.

Quienes somos escapistas nos reconocemos en nuestra propia tribu. Yo he conocido a varias, a varios, siempre el mismo brillo de travesura íntima en la mirada, cristalina para quien sabe mirar.

Escapistas de vidas familiares asfixiantes. Nos reconocíamos en los campus, en las heridas, en las azoteas de principios de verano, en las tardes en el río, en los nuevos hogares por habitar.

Escapistas de ciudades. Siempre nos descubríamos en los bares, en las clases de idiomas, en estaciones de transporte. Hola qué tal, cómo alguien como tú en un sitio como éste. ¿Me siento a tu lado? Espero no te importe.

Escapistas de relaciones tormentosas o difíciles de olvidar. Nos reecontrábamos entre las sábanas, pieles con texturas y colores diferentes para desdibujar otras mentes. Y sobre todo el sabor, la melodía y los aromas. Y dime tú si aquello no era ternura o amor... aunque fuera fugaz.

Escapistas del sistema. Nos saludábamos en las manis, en la trinchera, en cualquier antro de tertulia físico o virtual. En las aulas de Filosofía. Y en qué último libro te has refugiado; dime qué haces cuando huyes de las melancolía; háblame de ti desde dentro, desde lo colectivo y desde lo individual.

Escapistas de la vida. Nos besábamos los errores. Enséñame tus cicatrices. Seis canciones y todas me recuerdan a ti. Las nostalgias que te son ácidas al borrar. Y los atardeceres e inicios. Los finales y amaneceres. Existencialismo puro en el comienzo de una copa o en el cierre de un bar.

Yo no huyo por cobardía o falta de entereza. Aunque sepa que si me quedo me destrozarán. Huyo porque en la huida está la garantía de vivir. Y vivir en un mundo que sobrevive se sobrepone a cualquier otra victoria.


"Scratch ran out along the way
 think I got one more word left to say"




1.11.18

No rendirse nunca es algo que sólo decimos cuando estamos rotas


Y el dolor se me disfraza de vacío existencial
pero no, no, no; hay que tirar pa´lante 
aunque se escondan las ganas,
se me confunden mil motivos para amar la vida
y odiar este sistema cruel
y un abismo se abre a veces cuando me quedo sola ah, ah, ay...
-Donde duele, La Otra-




Últimamente tengo la sensación de que me voy llenando de tantas cosas que termino desalojándome de mí misma. Hay demasiado ruido y consigue abrir una brecha en el cada vez más pequeño dique que me separa del mundo, y se cuela por ahí y me ensordece. Entonces me entra una sensación de asfixia que sólo se me pasa en los pocos momentos que consigo salir a respirar mientras no pienso en nada.

Existo entre la responsabilidad y la evasión, lo que significa no vivir en absoluto. Se me acorta la mecha de la espontaneidad y oigo de lejos el murmullo de esa conocida enemiga que es la inercia y que me impera rendirme a sus pies mientras le entrego mi vida. Y algo se rebela en mi interior, esa fuerza de salvamento que quiere retirarme de la no-existencia y que asoma la cabeza poco a poco, mientras rezo para tener energía para cuando llegue. Y no sucumbir a este hastío, a los días repetitivos que vas tachando porque no los vives en absoluto. Hay pequeñas chispas en ocasiones, algo que se parece a vivir de verdad, pero son fugaces y apenas las ves.

Miro a mi alrededor y veo a mucha gente inmersa en la inercia. Entre ellas yo, muchos días, muchas semanas. Con la ansiedad apoderándose de mis noches y el insomnio de antes del amanecer. Y vienen ecos del pasado a recordarme que yo plantaba cara a la inercia, incluso cuando no tenía ganas, incluso cuando no tenía fuerzas y que esa era la clave de todo. Romperle el juego a la inercia. Cultivar los momentos que querías vivir y regarlos con mimo. Esa era la vida.

¿Qué será de mi vida?
Desde luego nunca soporté bien el frío.
Ni por dentro, ni por fuera.






20.3.18

Invocación a La Diosa


Ostara



"Isis, Astarté, Diana
Hécate, Démeter, Kali,
Inanna...

La Diosa vive
y la Magia camina.
Todxs venimos de La Diosa
y a Ella deberemos de volver
como una gota de lluvia
fluyendo hacia el océano."





11.1.18

La juventud dispersa


¿Cómo sienta Londres en enero?
Me comentas lo frío que es aquello,
que la noche trae la niebla
que llueve sin parar.

Tú estás bien; es mi deseo, y lo confirmas
bebiendo pintas junto al fuego
en tu piso de alquiler:
estrenas trabajo nuevo
y siento una sonrisa que no puedo ver
al otro lado del teléfono.
Aunque sufras injusticias
para ti todo es un sueño:
Algo que en la tierra en que nacimos
no podríamos creer.

Me preguntas: ¿Cómo estás?
Por aquí todo va bien.
Ya sabes, soy caña fuerte
que se dobla astutamente
cuando ruge tempestad,
esperando agazapada
una oportunidad.
En mi línea permanente.
Algo más vieja, la verdad.
Ya no estamos los de siempre.
Algunos se fueron al norte,
pero muchos han cruzado el mar
hacia oriente u occidente.


¿El futuro? Inobservable.
Lucho por que la primavera
traiga al menos un poco de paz.
Ya no sé cuánto debe preocuparme,
la verdad,
esta incertidumbre intransigente.

Sabes como yo lo que cuesta
que cada día
no se parezca al siguiente.

Tú echas de menos los lugares comunes,
yo echo de menos a mi gente diaria
(esa de la que formas parte,
esa tan extraordinaria).

Tú haces el exilio en Londres
y yo,
yo hago el exilio en casa.

Sobrevivimos a la novedad acostumbrada.
Tú intentas crear un rincón de siempre
que te arrope en tu nueva ciudad;
yo intento crear otra ciudad
en nuestra ciudad de siempre.
En conjunto, una que nos recuerde
a quienes ya no están.

No es nada fácil, sé cómo te sientes
reinventando un mundo que nos pintaron dulcemente,
cuando en realidad
cada opción se dibujó
de la mayor temeridad.

Marcharse o quedarse, qué más da.
Siempre recogiendo migas
de las generaciones precedentes
que nos miran impacientes
diciéndonos qué hemos de hacer
con nuestra vida.

Si el amor se entierra en vida,
la amistad ¿cómo se olvida?,
escribí una vez que las aceras, envejecidas,
fueron asoladas y marchitas.

¿Eres desarraigada por marcharte?
¿Soy yo una cobarde por quedarme?
Los mayores que todo saben
siempre quieren opinar.
(Pero el terror es sólo nuestro)

Nos mandaron a una guerra
sin armas ni resistencia
bajo la promesa vacía
de que lo bueno 
estaba por llegar.

¿Y hemos de competir entre nosotros
por el sueño neoliberal?
¿Por medirnos en cuentas corrientes el éxito
y la felicidad?

Todos sufrimos el destierro de esperanzas
aunque nunca nos lleguemos a cruzar.
Tú, desde el exilio en Londres;
y yo, desde el exilio en casa.










2.1.18

De Gata a Gata


(De esta Gata de Zinc que deambula por tejados ardientes intentando mantenerse siempre en pie a la Gran Gata Cattana)

Llevo mucho tiempo pensando en escribir esto y nunca termino de saber cómo. Creo que soy capaz ahora por el impuso del año nuevo, por la reflexión casi inevitable del año que ha terminado y las cosas que he vivido y más me han impactado de él. Tú has sido una de ellas.

Supe de ti hace un año y un mes. Viniste a mi ciudad a presentar tu primer libro. Me gustó el título nada más oírlo porque de pequeña me obsesioné levemente con ella “La escala de Mohs”. No llegué a tiempo a la presentación no recuerdo por qué. Supongo que por esas cosas triviales del día a día que te retrasan más de lo debido y hacen que te pierdas cosas importantes. Tengo que aprender a administrar mejor el tiempo. Apenas sabía de ti y ya me diste una lección. Recuerdo que investigué sobre ti, escuché algunas de tus canciones y me sorprendieron. Y mira que el rap nunca ha sido un estilo que haya estado entre mis preferencias, pero ahí estabas tú con canciones que se asemejaban a poemas cuyos nombres me son tan familiares como Lisístrata. ¿Quién hacía ese tipo de cosas? Sólo la Gata. Eras una pionera, una perla brillando en el océano del escaso futuro que tenemos en este país para que la cultura sobreviva.

Recuerdo la tarde en la que me enteré de tu fallecimiento. No nos conocíamos en persona, pero no sé por qué me golpeó como si de algún modo lo hiciéramos. No nos conocíamos, pero no podía dejar de ver ciertas semejanzas entre las dos. La primera, la más obvia, nuestra edad. Las dos teníamos veintiséis años y yo aquí estaba y tú, sin embargo, no. Siempre hay algo de injusticia en algunas muertes, pero en algunas más que en otras. Y la tuya era especialmente injusta. No sólo por tu edad, sino por quien eras y por lo que prometías llegar a ser. Cuando morimos, a todas por igual nos roban el presente; a ti, sin embargo, también te robaron el futuro –porque sólo algunas vidas esconden el rumor, a lo lejos, del Futuro-. Se hace inevitable no sacar a colación ese verso tuyo: Merecerte la vida/ hasta tal punto/ que tu muerte/ parezca una injusticia. Hablabas del oficio del poeta en ese poema, así se llama: “Tu oficio, poeta”. Creo que ha sido tu obra que más me ha impactado, junto con “La Satine”. Me dieron tal puñetazo cuando las leí que casi me caigo de espaldas. En la primera, decías: Tu oficio, poeta, es dignificar la especie/ Hacer que quepa la duda/ decir: “Algunos eran buenos. /Algunos no eran prescindibles”. Si me oyeras a los dieciocho años cavilar sobre ese mismo dilema, devanándome la cabeza acerca de para qué servía todo lo que escribía. Cuando me dio mi primera crisis real con esto de escribir y estuve meses sin hacerlo (yo, que a veces no podía dejar pasar ni un solo día sin sacar la libreta de emergencia que siempre llevaba en el bolso). Y me daba miedo que el tiempo me volviera insensible, que me convirtiera en científica o psicoanalista, que no fuera capaz de escribir relatos o poemas. Aunque no fueran buenos. Era la incapacidad para sacar lo que tenía dentro lo que me daba miedo de verdad. Volverme opaca y ahogarme con todas esas palabras dentro. Porque lo que no dices y se queda en el interior, te devora. Y quizá para mí escribir no sé si era una contribución a dignificar mi especie, pero sí que era una forma de salvarme, de no rendirme… ¿se puede considerar eso dignificar? En “La Satine” lo que reconozco es parte de mi esencia en general, pero sobre todo cuando dices: Venían los días estándar en que lloraba/ como una niña que apenas piensa en imágenes/ y pataleaba como intentando apartar semejante carga/ la nada, el sinsentido que es todo/ y la responsabilidad de andar con la cabeza erguida. En ocasiones es eso lo que me cuesta, andar con la cabeza erguida… y escribir. Con la certeza de que si dejo de hacer cualquiera de las dos me perderé a mí misma. Tendré que retomar esa primera lección que me diste sobre no dejar pasar las cosas importantes por otras más triviales que al final son una trampa.

En tu libro, en otro de los poemas, te reconoces sabionda y repelente. Eso también me suena porque me lo han llamado varias veces a lo largo de mi vida (aunque conforme pasan los años intento disimular ambas, a pesar de saber que a veces es necesario repeler a cierta gente y que ser sabionda es casi un halago y salvavidas en esta realidad donde día sí y día también se le hace un monumento a la ignorancia). Y me reconozco en tantas otras palabras que me hacen sonreír. Y en tu afición de plasmar la cultura grecorromana en tus versos y que te salga tan natural (cosa que a mí no me pasa). Y que hables de Baudelaire. Y que arda el feminismo en tus letras.

No caeré en la trampa de pensar que nos llevaríamos bien. No porque tenga la impresión de que no me fueras a caer bien –que intuyo que sí- , sino porque hablar desde el desconocimiento (y desde lo imposible ahora), nunca es justo. Es como cuando alguien cercano te dice “Tienes que conocer a X, os vais a llevar genial”, y luego resulta que os conocéis y no es para nada así. Pero sí que creo que, de coincidir, podríamos haber tenido debates interesantes y que habría aprendido mucho contigo. Y que te hubiera envidiado desde la admiración (de esto sí que tengo pleno conocimiento, porque creo que envidiarte desde la admiración es algo que he hecho desde que supe de tu existencia).

Resultó que, por una rarísima concatenación de circunstancias, me acerqué a algunas de las personas que formaban parte de tu vida. Conocí donde creciste, conocí a tus padres, a parte de tu familia, a personas con las que tuviste algo, a amigas y amigos tuyos. Leí tus poemas allí, delante de todos ellos. Y fue tan hermoso como extraño, porque no podía evitar preguntarme: ¿qué ocurriría si de pronto una persona que tan sólo me conociese de oídas o desde una vaga intuición de pronto se viera inmersa en mi vida? Que conociera mis aficiones, mis lugares, mis personas queridas, parte de mi forma de estar en el mundo. Sólo puedo desear que, si bien no llegué a tiempo a la presentación de tu libro –lo que me hizo sentir que había fallado en estar donde tenía que estar-, sí que hice bien estando en todo aquello que surgió en torno a ti. Me llevé cosas muy bonitas de aquella experiencia y jamás lo olvidaré.

Quiero ser guerra como tú, renacer en este nuevo año como guerra que seguir dando en este mundo, también hasta el fin de mis días y a pesar de todo. Usar estos veintisiete que no pudiste cumplir para dejar atadas una serie de cosas que tú sí supiste atajar a los veintiséis. Ser Gata en definitiva, aunque tú lo fueras a la ofensiva y yo lo sea a la defensiva.


O simplemente aprender que, a veces, la mejor defensa es un buen ataque.







24.11.15

Nostra terra


En ocasiones, en el cruce de caminos de dos personas que jamás se han visto, ocurre algo maravilloso. Esa serendipia aparece de forma circunstancial a lo largo de nuestra vida, pero cuando lo hace nos marca de un modo especial. El ser humano, tan atado a las cadenas del mundo tales como el tiempo y la vejez, vence momentáneamente esos obstáculos y se hace atemporal. Como dos hojas que en un golpe de viento se entrelazan, separándose después y llevándose cada una un pedazo de la otra, así queda el espíritu marcado por tan preciosa coincidencia, lo que desencadenará fenómenos extraordinarios a cada choque de partículas hermanas.

No importa el tiempo que las lleves conociendo o las dificultades que hayáis tenido que pasar. Sabes que al mirar en los ojos de la otra persona subyace un pensamiento, un sentimiento y un instinto de pertenencia. A esa persona le pertenecerás por siempre y ella a ti, ocurra lo que ocurra. Cuando nieve, llueva o el cielo se cubra de nubes que amenacen tormenta, los ojos de esas personas serán quienes te otorguen la paz, la seguridad de que ya se puede derrumbar el mundo porque tienes un talismán infalible cerca que no permitirá acercarse al miedo.


Tal vez para quien se siente eternamente apátrida sea un consuelo tener su propio hogar a base de sonrisas y miradas en un mundo plagado de canciones y banderas que no le representan. Ellas son el único motivo para poder resistir en medio de tanta tierra hostil donde, no importa el idioma, siempre nos sentiremos extranjeros.








11.10.15

En Standby frente al mar mientras el mundo gira




Era muy joven cuando descubrí la canción Standby de Extremoduro. Tendría quince años recién cumplidos. Y aunque me gustaba, por aquel entonces prefería otras de la misma banda o de tantas otras. Al final se terminó convirtiendo en una de mis favoritas sólo porque muchas personas cercanas a mí me decían aquello de esta canción parece escrita para ti. Y con el paso del tiempo y escuchándola con atención me dí cuenta de que era cierto. Que aunque yo sea más de whisky que de ginebra, ya fuera por mi pelo rubio oscuro, mi insomne dipsomanía, mi tendencia a esperar algo que nunca llega, que deje entrar ratones -gatos- en mi casa para tener quien me espere o pasarme la vida entre andenes, entiendo que se me pueda ver reflejada. Así que en el concierto de Octubre del año pasado en Sevilla me desgañité cantando Standby como si me fuera la vida en ello.

Sin embargo, lo que me enamoraba de verdad era el poema con el que abre la canción en algunas ediciones. Cuando lo descubrí, lo primero que hice fue buscarlo y resultó que su autor era Francismo M. Ortega Palomares. Descubrí su blog al que me enganché inmediatamente y cuando abrí el mío propio hace ya ocho años, mi antiguo Sapere Aude, lo primero que hice fue enlazarlo. Y ahí sigue, en la columnita de la derecha de este mismo blog para mí misma o para quien quiera leerlo. Luego tuve la suerte de conocerlo un poco más a través de las redes sociales y descubrí que además de escribir muy bien, es una persona involucrada en temas de justicia social, que suele hacer siempre críticas constructivas y que inunda las redes con maravillosas citas de escritores y filósofos. Así que si tenéis oportunidad, fijáos en él. Muchas veces los escritores que son contemporáneos a nosotros no obtienen el reconocimiento que deberían. Será por aquello de que el día que estés muerto sabrás cuánto te quieren o, en este caso, descubrirán el talento que tenías.

Pero yo venía a hablar aquí de ese poema con el que conocí el principio de la obra del señor Ortega Palomares, Ideario. Quizá haya tanta gente enganchada a él porque es, además de una obra de impacto, la primera que hemos conocido suya. Y cuando conoces a un autor que te gusta, aunque luego leas otros poemas o relatos que te llegan más o te parecen mejores, siempre recuerdas la primera obra con la que lo conociste y se crea un vínculo especial con ella.

A veces me gustaría escucharlo en bucle, sin interrupciones. Cuando era adolescente me ponía el principio de Standby varias veces sólo para escucharlo. Cuando entiendes que a ti también te da vértigo el punto muerto y la marcha atrás, te angustia el cruce de miradas y la doble dirección de las palabras; que te ríes al saber que te arruinan las prisas y las faltas de estilo; que te tiembla el corazón ante los que no tienen dudas y aquellos que se aferran a sus ideales sobre cualquiera; que te cansas de tanto tráfico y tanto sin sentido, parada frente al mar mientras el mundo gira (aunque cuando estoy abrumada, mi inconsciente me hace un guiño cruel y me susurra varada frente al mar mientras el mundo gira).

Si tuviera una puerta tras la que refugiarme, en ella estaría escrita el Ideario completo, el cual se puede encontrar en su poemario Cuenta atrás. Y aquí os lo dejo, por si os faltan palabras tras las que manifestaros o esconderos.

Gracias Francisco M. Ortega Palomares.


Me da vértigo el punto muerto
y la marcha atrás,
vivir en los atascos,
los frenos automáticos y el olor a gasoil.

Me angustia el cruce de miradas,
la doble dirección de las palabras
y el obsceno guiñar de los semáforos.

Me da pena la vida, los cambios de sentido,
las señales de stop y los pasos perdidos.

Me agobian las medianas,
las frases que están hechas,
los que nunca saludan y los malos profetas.

Me fatigan los dioses bajados del Olimpo
a conquistar la Tierra
y los necios de espíritu.

Me entristecen quienes me venden clines
en los pasos de cebra,
los que enferman de cáncer
y los que sólo son simples marionetas.

Me aplasta la hermosura
de los cuerpos perfectos,
las sirenas que ululan en las noches de fiesta,
los códigos de barras,
el baile de etiquetas.

Me arruinan las prisas y las faltas de estilo,
el paso obligatorio, las tardes de domingo
y hasta la línea recta.

Me enervan los que no tienen dudas
y aquellos que se aferran
a sus ideales sobre los de cualquiera.

Me cansa tanto tráfico
y tanto sinsentido,
parado frente al mar mientras el mundo gira.