2.1.20

Fantasmas que llaman a vivir



Edimburgo es una de las ciudades con más fantasmas del mundo, tal vez por eso la elegí (me eligió) para enfrentar a los míos. 

Los antiguos espíritus de la ciudad se aparecen en los callejones estrechos, en las calles empinadas, en pasajes subterráneos de acceso restringido, bajo los puentes, tras las tapias del cementerio de Greyfriars donde ni siquiera la estatua de Bobby, el perro fiel, consigue endulzar la historia triste y oscura que tiene esta ciudad. Historia que aún susurra, para quien sepa escuchar, la piedra húmeda y gris que aísla los múltiples edificios centenarios que componen la Old Town. Sin embargo, tal vez por esa habituación a la tragedia, Edimburgo se alza también victoriosa frente a su pasado. Tomada en su conjunto, nadie podría decir que se trata de una ciudad triste. Quizá algo melancólica, pero no triste. Edimburgo está llena de muerte, pero también de vida. Y es su luz desde donde quiero renacer.

Es curioso, a pesar de que he pisado cuatro veces esta ciudad en momentos muy distintos de mi vida y acompañada por distintas personas, nunca la he dejado de sentir mía. No me ocurre como con otras ciudades, más marcadas por terceros, por buenas o malas impresiones, por acontecimientos determinantes en mi modo de conformar los recuerdos que me hicieron querer volver o no acordarme de ellas nunca más. Ha tenido que llegar la cuarta visita, sola por primera vez, para hacer consciente un sentimiento inconsciente que siempre fue palpable, pero del que no me daba cuenta: nada más entrar en la periferia de la ciudad, me dio la impresión de estar llegando a casa. No podría explicar por qué, aunque tenga algunas ideas al respecto, pero Edimburgo es mi hogar. Nada ni nadie puede arrebatarme esta verdad tangible que me abrumó nada más alcanzar a ver las casas de piedra y que se hacía más evidente cuando el viento que arremolinaba las hojas en el pavimento también se entretenía en jugar con mi pelo. Edimburgo no es mi hogar porque tenga personas (o gatos) a quienes volver. Hay algo aquí que me hace sentir extrañamente cómoda, como si la ciudad fuera un ente completo que me acoge entre su frío y su gris. Nunca me siento sola caminando esta ciudad, de noche o de día. Tal vez no es que Edimburgo sea mi ciudad, sino simplemente que yo, por alguna razón, pertenezco a ella.

La vida fluye por sus calles con naturalidad y los locales se muestran siempre cálidos, como su gente. Mi modo ermitaño me ha impedido socializar más, pero he encontrado tres mujeres en mi camino que me han hecho la estancia más amena, así como hacerme pensar en lo pequeño que es este mundo.

Dos de ellas, amigas, una danesa y otra escocesa, me han hecho pensar en lo atrasado que van las sociedades por mucho que una quiera correr (y eso que considero que Escocia y Dinamarca nos sacan ventaja en algunos asuntos de forma  aplastante). Me relataban que, ahora que tenían 25 años, se sentían muy presionadas por el hecho de tener conformar una pareja y formar pronto su propia familia, justo cuando se estaban lanzando al mercado laboral. Me costaba pensar en una familia o sociedad danesa, concretamente, presionando a una chica de 25 años para que cumpliera con la familia tradicional. Sé que eso ocurre en España, claro, yo misma he podido vivir algo así, pero es una necesidad que nunca fue propia, con la que no me siento identificada y que no he sufrido desde dentro al verla tan ajena. Sé que algunas de mis compañeras de clase están a día de hoy casadas, con hijos o con planes de alguna de estas cosas (porque lo han deseado también, no creo que esas decisiones sean fruto de la presión social por más que no se pueda obviar). Pero como nunca me ha tocado realmente en mi entorno cercano, nunca ha venido de la decisión interna de amigas o amigos de mi círculo, ha sido una realidad que he visto desde la barrera. Eso es algo que hacen los demás, pero ni yo, ni las mías, ni los míos (a sabiendas de que “los míos” en masculino están exentos totalmente de estas presiones). Por eso me llamó tan fuertemente la atención que la tradición tenga tanto peso en dos mujeres que están en países que considero más desarrollados que el propio. Si será circunstancial, si habré dado con dos amigas que lo son precisamente por nacer en familias con ciertas ideas conservadoras o será algo más globalizado en sus sitios de origen a pesar de la modernidad que proyectan. En cualquier caso, lo que está claro y esto no hace más que confirmarlo, es que da igual donde nazcas:  si eres mujer estarás atrapada o al menos habrás sido rozada por la misma opresión patriarcal.

Con la otra mujer que encontré al día siguiente, argentina, tuve una conversación interesante y bastante más profunda que con las jóvenes del pub. La argentina tenía algo de etéreo, era mayor que yo sin duda pero se ve que también había hecho un pacto de eterna juventud. Conectamos al instante y me ayudó a aterrizar algunas impresiones que había tenido sobre experiencias propias. Es de esas personas que parece que encuentras porque tienen algo que decirte y sólo tú puedes entender. Y aunque estoy relativamente acostumbrada a estas situaciones, nunca dejan de sorprenderme.

Hoy, que es mi último día en esta ciudad, creo que he cumplido con los objetivos con los que hice este viaje: alejarme de todo, en una fecha en que además se tiende a justo lo contrario y no sentirme sola; tener tiempo para mí, para disfrutar y para coger mi calavera y ver que mis demonios son mucho más pequeños de lo que pensaba; descansar, pues arrastraba muchísimo agotamiento; entender cada situación triste del año pasado como algo de lo que aprender y no sentirme derrotada por ello; volver a recuperar la ecuanimidad y ser totalmente consciente de todo lo bueno que tengo, del potencial que sigue residiendo en mi vida, de todas las situaciones ilusionantes y hermosas que me ha dejado 2019 aunque haya sido un duro maestro. Empecé desde muy abajo este año y he conseguido subir hasta aquí. 

Edimburgo quizá sea para mí un símbolo interiorizado: la ciudad oscura que a pesar de todo consigue brillar y por ende, ser cálida. Y está claro que no puedo escapar, ni quiero, de mi/su naturaleza simbólica.

Ahora ya sé cuál es el Camino: sólo tengo que seguirlo.







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