Llevo caminando todo el
día. En parte de modo consciente, en parte de modo inconsciente.
Sólo me he detenido en un par de momentos para recobrar fuerzas.
Cuando sales del centro de la ciudad empiezas a encontrarte la
realidad del 90%, como señoras con mala cara fregando los escalones
del portal o parejas adolescentes vistiendo de chándal que se cogen
de la mano y se ponen ojitos mientras mastican chicle. También está
la típica familia que no pertenece al barrio, sólo venimos a
visitar a la familia, y que se esmera en reflejar su foraneidad
con cashmere y perfumes penetrantes mientras los hijos se pelean y
muerden en la acera bajo la atenta negligencia de los padres.
La verdad es que llevo
tanto tiempo sin pasear la ciudad que se supone que habito, que se me
había olvidado que aún la gente dominguea. Que desenfundan
los tacones de Carolina Herrera, las camisas de marca planchadas con
jerseys encima de tonos oscuros y, ahora que el otoño ofrece con descaro temperaturas bajas, se animan a acercarse a la carpa de
Navidad. La perenne carpa de Navidad de finales de noviembre. La
verdad es que hay cierta magia en esos puestos que huelen a gofre,
incienso, palomitas y sudor infantil, así todo junto. Las tiendas
habituales están cerradas, pero los puestecillos navideños ofrecen
algo que ver. Yo, en un alarde de normalidad, camino entre las
personas que ven los puestos y me detengo para comprobar que, otro
año más, ofrecen lo mismo. Hay un puesto que vende relojes de
bolsillo, uno de esos objetos que me encantaría poseer pero que
racionalmente sé que nunca jamás utilizaría, y entonces un chaval
me aborda porque me confunde con su hermana, que está justo a mi
lado. El chico, de unos quince años, tiene una pulserita de España
que acaba de comprar y le dice a la hermana que le ayude a ponérsela.
A mí me entra una pena profunda al ver que la gente joven cada vez
es más rancia y me acuerdo de las palabras que un ex-sindicalista me
dijo esta misma mañana sobre que él invita a la gente joven a no
desanimarse porque nosotros siempre estuvimos en minoría.
No sé qué tiene la minoría que últimamente me toca mucho la
moral. Será que estoy cansada, será que se aproxima la Navidad o
que hace frío y me harta bastante el delicado equilibrio entre la
disputa y la monotonía en la que suelo estar inmersa. Me viene a la
mente un pequeño párrafo que leí en un artículo que decía “Las
libertades, si no son compartidas, no son libertades, son privilegios
que nos subyugan”, y que esa simple frase, que tenía un contexto
muy concreto, me ha dado mucho que pensar esta semana en un sentido
amplio.
Al
salir de la carpa me enfrento a la típica escena de pastelería
tradicional donde queda por la tarde la gente que no precisa de renta
mínima de inserción. He de confesar que siento una debilidad
costumbrista y antiestética por las señoras de entre sesenta y
setenta y cinco años que quedan con las amigas, muchas de ellas
viudas, a tomar café descafeinado con sacarina a las cinco de la
tarde (pero que se lían y terminan de carajillos hasta las ocho).
Digo lo de antiestética porque me resulta paradójico: forman una
candorosa escena que me produce sincero horror y a la vez me
cautiva. Se esmeran tanto en arreglarse que se convierten en
caricaturas. Ellas, que tienen pasta porque hicieron buenos
matrimonios, visten de forma idéntica variando colores y todas
llevan abrigos de visón (Neovison
vison), lucen perlas o
joyas de oro, y se maquillan de un modo que no comprendo pero que me
fascina (mucha sombra de ojos alrededor de los ídem que las asemejan
a lechuzas libertinas y tonos intensos de labios que van del fucsia
al marrón, pero nunca es rojo). Rematan el conjunto, eso
sí, con pañuelos de seda al cuello, muestra de impoluta decencia.
Estoy segura de que si me acercase a ellas desprenderían un aroma a
esencia de rosas, jazmín y violetas algo polvorientas mezclado con
tabaco rubio, contraste que me recuerda a las maestras que tenía en
preescolar a punto de jubilarse. Me da seguridad y nostalgia a un
mismo tiempo el no llegar a ser como esas señoras, con la misma
nostalgia con la que mi madre imaginaba que yo cumpliría mi rol de
mujer a la perfección mientras la cruda realidad era que me esmeraba
en tirar el más mínimo acercamiento a mi género retrete abajo. Y
es que en mi casa, como en cualquier hogar español cuyos integrantes
pisaron la universidad y que se fraguó en los ochenta tras la
consecución de la ansiada estabilidad laboral (animal mitológico
favorito de mi generación), pecaban mucho de eso de creerse clase
media. Y la clase media intenta abarrotar las terrazas de las
pastelerías tradicionales de la ciudad para confundirse con esas
señoras, que son la verdadera gente bien.
Y
mientras paseo entre personas vestidas con elegancia, sonrío al
comprobar que yo sigo vistiendo de forma insultantemente práctica,
como si en cualquier momento pudiera pasar algo y tuviera que salir
corriendo (algo que forma parte de mi cotidianeidad y de mi íntimo
deseo de que el apocalipsis nos sorprenda, a poder ser zombie, y que
me permita morir de forma épica disparando una AK-47 contra
descerebrados; cosa a la que también me dedico en mi día a día, de
forma metafórica. Los deseos conscientes y subconscientes supongo
que no se alejan mucho de la realidad tangible).
Observo
también que hay muchas parejas por la calle. Imagino que el frío
llama a eso, a arrejuntarse.
Hay un chico y una chica con gorros de lana, pelados de frío, que se
besan sin pudor bajo la agresiva iluminación de una tienda de
lencería y parecen muy enamorados. Creo que la última vez que hice
algo así tenía diecisiete años. Hasta los más informales se
vuelven formales cuando llega el otoño e invierno y parece que la
ciudad se paraliza; es mejor entonces pasear de la mano con tu novia
de cinco meses en lugar de comer sopa de sobre individual
viendo películas de Antena 3 en el sofá. Y no los culpo.
Paso
por delante de una zapatería donde venden botas de color mostaza. Yo
nunca he tenido unas botas de color mostaza, salvo unas que me regaló
por Navidad mi ex de hace ya varios años atrás. Al principio me las
ponía mucho, pero pronto se les hizo un agujero en las plantillas y
empezaron a clavárseme en la piel. Meses después dejé a mi ex.
Mientras caminaba por la ciudad con esas botas que me producían
heridas (y yo soportaba porque me daba pereza comprarme otras)
comprendí lo mucho que se parecen las relaciones de pareja a las
botas (de color mostaza).
No hay comentarios:
Publicar un comentario