Estoy cansada de ver el descaro
con el que a menudo las personas depositan, unas sobre otras, como si de un
contenedor de basura se tratase, las responsabilidades que bien debieran de
tener para con uno mismo en los demás.
Las personas no saben amar. Dicen
que aman, pero no saben. Es un verbo que le viene grande a la mayoría y que
emplean con demasiada ligereza.
Estamos convirtiendo a las
personas en máquinas. No las apreciamos por quienes son, sino por lo que pueden
hacer (por y para nosotrxs).
Así tenemos una lista de
funciones, una lista de funciones para cada una de las personas que nos rodean
según el estatus social que gocen en su relación para con nosotrxs (pareja,
familia, amistades, amantes, compañerxs de trabajo… ya sabemos que la pareja y la
familia ocupan escalones especiales y todo lo demás pues… le sigue con desgana
en esta sociedad de vínculos jerarquizados y perfectamente delimitados) en las
que descargamos ese saco de funciones sin que nos tiemble el pulso lo más mínimo.
Lo de lxs compañerxs de trabajo
puede ser lo que más sentido tenga ver desde una perspectiva neoliberal. Al fin
y al cabo somos solamente piezas, engranajes, dentro de una empresa o
institución. Una colmena que no funciona en base, por lo general, al bien
común, sino a la mejora de la productividad que repercuta en la cúspide de la
pirámide. Lo único que hacemos es repetir de manera más o menos consciente todo
lo que nos enseñó el capitalismo en estas relaciones. Es más, tenemos contratos
donde se definen todas y cada una de esas funciones. La relación con jefes y
subalternos. Es explícito. Lo puedes leer y firmar, o no.
Pero esta forma sucia de
intercambio pactado, lo hemos llevado a los rincones más íntimos de nuestra
existencia. Como siempre, lo más puro es y será la amistad, aunque no está
exenta de riesgos. La falta de comunicación puede herirla de gravedad, aunque
no suele pasar, porque es precisamente con las amistades con quienes no solemos
tener filtro. Con quienes podemos SER de verdad.
Sin embargo, cuando se ¿estrecha?
el cerco vienen los problemas. Pongo lo de estrechar entre interrogaciones
porque hay amistades con las que he tenido una relación más estrecha que con
familia o parejas.
La familia. ¿Quién no ha
escuchado alguna vez eso de “si no tienes hijos, ¿quién te cuidará cuando
envejezcas”? No se tienen hijos por deseo. Se tienen hijos por su función. Por
costumbre. O por tradición. Más allá de plantearse nadie el dilema filosófico
de traer al mundo a alguien que no sabes si desea o no vivir, pues el acto de hacer
nacer es una imposición en sí misma. Adjudicamos funciones sobre personas que
ni siquiera están aquí. Tenemos hijos por egoísmo, porque nos dan estatus
social cuando llega cierta edad, por tener a alguien que lleve “nuestros genes”,
porque los abuelos quieren tener nietos, porque nos hacen descuentos en la
declaración de la renta. Pocas personas escapan a las motivaciones puramente
egoístas a la hora de embarcar a alguien en la difícil misión de nacer (y
crecer) en este mundo. Y así no se deberían traer criaturas al planeta, como si
fueran fotocopias que vomita una impresora. La familia y su función de proveer,
de protección… pero también como institución de autoridad, de obligada
multiplicación, de única forma de entender los lazos de afecto más cercanos.
Probablemente las familias con personas adultas más sanas sean las que adopten,
pero no como último recurso cuando tener un mini-yo les ha salido mal. Sino
aquellas que lo hacen por auténtica convicción, por el altruismo de saber que
una familia no debería tener derecho a tener hijos, sino que son si acaso las
personas menores quienes tienen derecho a tener una familia.
Y no me hagáis hablar de amantes
o parejas. Del kit de funciones cuidadosamente detalladas que les entregamos
(aunque sólo sea desde la imaginación). Y cuando las funciones empiezan a
decaer o ni siquiera llegan a cumplirse, apartamos a esas personas. Porque eran
sólo eso, ejecutores, ejecutoras de nuestros deseos. Y cuando revelan su autonomía
frente a las funciones o tratamos de someterlas o las tiramos a la basura.
Aquellas personas que decíamos amar. Porque no las queríamos por quienes eran,
sino por la función que ejercían para nosotrxs. No las amábamos realmente. Y
todo esto encadenado una y otra vez, una y otra vez hasta el hastío, el
aburrimiento.
Cómo no caer en el descreimiento.
Personalmente me he cansado de
ser un continente de basura de otras personas y ahora soy un continente roto por
elección, roto por mis propias manos, que se vacía de aquellas formas de ser
que no se corresponden con mi esencia misma; las deposite quien las deposite.
No estamos aquí para complacer a
nadie y hay que entender esto en su máxima crudeza. Porque el ser humano, y
sobre todo las mujeres, buscamos complacer para que nos quieran. Porque si no
complacemos al pie de la letra, ya empiezan las malas caras, los silencios, las
distancias.
Nadie es un robot para cumplir
funciones ni expectativas. Y sólo renunciando a esto de forma consciente se
puede alcanzar algo de autenticidad en el modo de relacionarnos con otras
personas.
Las parejas construidas sobre los moldes del amor romántico se resumen todas en una canción de NV:
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