10.11.19

El continente roto



Estoy cansada de ver el descaro con el que a menudo las personas depositan, unas sobre otras, como si de un contenedor de basura se tratase, las responsabilidades que bien debieran de tener para con uno mismo en los demás.

Las personas no saben amar. Dicen que aman, pero no saben. Es un verbo que le viene grande a la mayoría y que emplean con demasiada ligereza.

Estamos convirtiendo a las personas en máquinas. No las apreciamos por quienes son, sino por lo que pueden hacer (por y para nosotrxs).

Así tenemos una lista de funciones, una lista de funciones para cada una de las personas que nos rodean según el estatus social que gocen en su relación para con nosotrxs (pareja, familia, amistades, amantes, compañerxs de trabajo… ya sabemos que la pareja y la familia ocupan escalones especiales y todo lo demás pues… le sigue con desgana en esta sociedad de vínculos jerarquizados y perfectamente delimitados) en las que descargamos ese saco de funciones sin que nos tiemble  el pulso lo más mínimo.

Lo de lxs compañerxs de trabajo puede ser lo que más sentido tenga ver desde una perspectiva neoliberal. Al fin y al cabo somos solamente piezas, engranajes, dentro de una empresa o institución. Una colmena que no funciona en base, por lo general, al bien común, sino a la mejora de la productividad que repercuta en la cúspide de la pirámide. Lo único que hacemos es repetir de manera más o menos consciente todo lo que nos enseñó el capitalismo en estas relaciones. Es más, tenemos contratos donde se definen todas y cada una de esas funciones. La relación con jefes y subalternos. Es explícito. Lo puedes leer y firmar, o no.

Pero esta forma sucia de intercambio pactado, lo hemos llevado a los rincones más íntimos de nuestra existencia. Como siempre, lo más puro es y será la amistad, aunque no está exenta de riesgos. La falta de comunicación puede herirla de gravedad, aunque no suele pasar, porque es precisamente con las amistades con quienes no solemos tener filtro. Con quienes podemos SER de verdad.

Sin embargo, cuando se ¿estrecha? el cerco vienen los problemas. Pongo lo de estrechar entre interrogaciones porque hay amistades con las que he tenido una relación más estrecha que con familia o parejas.

La familia. ¿Quién no ha escuchado alguna vez eso de “si no tienes hijos, ¿quién te cuidará cuando envejezcas”? No se tienen hijos por deseo. Se tienen hijos por su función. Por costumbre. O por tradición. Más allá de plantearse nadie el dilema filosófico de traer al mundo a alguien que no sabes si desea o no vivir, pues el acto de hacer nacer es una imposición en sí misma. Adjudicamos funciones sobre personas que ni siquiera están aquí. Tenemos hijos por egoísmo, porque nos dan estatus social cuando llega cierta edad, por tener a alguien que lleve “nuestros genes”, porque los abuelos quieren tener nietos, porque nos hacen descuentos en la declaración de la renta. Pocas personas escapan a las motivaciones puramente egoístas a la hora de embarcar a alguien en la difícil misión de nacer (y crecer) en este mundo. Y así no se deberían traer criaturas al planeta, como si fueran fotocopias que vomita una impresora. La familia y su función de proveer, de protección… pero también como institución de autoridad, de obligada multiplicación, de única forma de entender los lazos de afecto más cercanos. Probablemente las familias con personas adultas más sanas sean las que adopten, pero no como último recurso cuando tener un mini-yo les ha salido mal. Sino aquellas que lo hacen por auténtica convicción, por el altruismo de saber que una familia no debería tener derecho a tener hijos, sino que son si acaso las personas menores quienes tienen derecho a tener una familia.

Y no me hagáis hablar de amantes o parejas. Del kit de funciones cuidadosamente detalladas que les entregamos (aunque sólo sea desde la imaginación). Y cuando las funciones empiezan a decaer o ni siquiera llegan a cumplirse, apartamos a esas personas. Porque eran sólo eso, ejecutores, ejecutoras de nuestros deseos. Y cuando revelan su autonomía frente a las funciones o tratamos de someterlas o las tiramos a la basura. Aquellas personas que decíamos amar. Porque no las queríamos por quienes eran, sino por la función que ejercían para nosotrxs. No las amábamos realmente. Y todo esto encadenado una y otra vez, una y otra vez hasta el hastío, el aburrimiento.

Cómo no caer en el descreimiento.

Personalmente me he cansado de ser un continente de basura de otras personas y ahora soy un continente roto por elección, roto por mis propias manos, que se vacía de aquellas formas de ser que no se corresponden con mi esencia misma; las deposite quien las deposite.

No estamos aquí para complacer a nadie y hay que entender esto en su máxima crudeza. Porque el ser humano, y sobre todo las mujeres, buscamos complacer para que nos quieran. Porque si no complacemos al pie de la letra, ya empiezan las malas caras, los silencios, las distancias.

Nadie es un robot para cumplir funciones ni expectativas. Y sólo renunciando a esto de forma consciente se puede alcanzar algo de autenticidad en el modo de relacionarnos con otras personas.



Las parejas construidas sobre los moldes del amor romántico se resumen todas en una canción de NV:




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