29.12.15

Pregunté al dios de las mil caras









¿Te acuerdas de cuando tenía menos años
y me reía con un deje amargo de la vida, pero con fuerza,
y tú contestabas a los desafíos que te planteaba
y no nos importaba el mañana
porque lo enfrentaríamos poco a poco
y que pasara lo que tuviera que pasar?

¿Te acuerdas de cuando no tenías arrugas en los ojos
y a mí las comisuras de los labios no se me torcían
ligeramente hacia abajo
y éramos locos
y un nuevo día traía la promesa de una nueva aventura
y una vez casi nos detiene la policía
y recogíamos autoestopistas al azar
y brindábamos con champán porque era lo único que había
aunque a mí no me gustara y a ti tampoco
y las dificultades desaparecían al andar?

¿Te acuerdas de cuando aparecía en tu portal
con una cerveza cualquiera
y tú me hacías pasar y me regañabas
porque te tenías que levantar temprano
y a mí me daba igual y me llamabas desconsiderada,
y una vez construímos una cabaña junto al lago
y en un descuido casi pegamos fuego al bosque,
se incendió tu chaqueta y tuviste que rodar por el suelo
mientras te besaba y llorabas porque te quemabas
y porque a la vez te tiraba sin querer tierra en los ojos?

¿Te acuerdas de cuando me invitaste a una copa en la azotea
de un bar de moda y yo me reí por eso
y tú querías besarme, pero me intuías herida
y no querías hacerme daño
y estuvimos debatiendo durante diez minutos
sobre lo apropiado o no del hecho de que nos besáramos
y al final me cansé de tanta palabrería
y me reí porque parecía que para acercarse a mí
hiciese falta echar una instancia?

¿Te acuerdas cuando trabajábamos en cualquier lado
hasta altas horas de la noche si hacía falta:
yo de camarera, tú limpiando barcos
y yo recogía gatos y más gatos ante tu desesperación
y querías embarcarte en un viaje de cien años
pero es que la arena del cajón felino no dura ni dos semanas?

¿Te acuerdas cuando nos apropiamos de una cama de matrimonio
porque dijimos que éramos más indecentes que el resto
y por eso nos pertenecía,
la gente del Opus nos miraba con cara rara,
y yo escribía poemas de amor malísimos
y tú te dormías sobre mi costado y te daba mucho calor
y te aguantabas?

¿Te acuerdas de cuando te encerraste en la cocina
y yo me aferraba a tu espalda y besaba tu cuello
y la música flotaba a nuestro alrededor
hasta que nos sobró la ropa y con dulzura
me llevaste hasta la cama como un niño travieso?

¿Te acuerdas cuando leíamos libros de magia negra
intentando unir nuestras almas
aunque luego quisiéramos ser talibanes científicos
y defensores del rigor a ultranza a pesar de tener una oratoria
oportunamente engañosa y teatral
que nadie conseguía desbaratar
y nos inventábamos mentiras increíbles
y una vez le dijimos a tu hermano
que en realidad estuve dos años de novicia
esperando entrar en una orden
y yo lo miré con mis ojos claros y limpios
y él asintió creyéndome?

¿Te acuerdas de aquella ocasión en que tu hijo
se subía a los bancos y yo le dije que era una bruja
y por una vez juro que dije la verdad,
aunque él no pareció creérsela del todo
y yo te miré y me besaste y fui, simplemente, feliz?

¿Te acuerdas de aquella vez que me llevaste a un bar de hippies
y no sabías cómo iba a reaccionar porque me veías demasiado burguesa
-aunque te daba lo mismo en el fondo-
y yo me alegré de poder ser espontánea, 
de que nadie viniera a molestar a la mesa
y las velas nos acompañaban y hacía frío
y yo no quise decirte que noviembre era mi mes menos favorito?

¿Te acuerdas de cuando besé a tu mejor amigo por error
y luego visitamos cada irlandés como si fuera el último,
hasta que un día, sin saber por qué,
te fuiste y te llevaste un pedacito de mí
y ahora tengo aún más miedo de los ojos azules,
pero siempre recordaré los tuyos?

¿Te acuerdas de cuando te cacé en un concierto
y me invitaste a una cerveza, aunque no tenías un duro,
y yo estaba rota y aún así reí contigo,
todos leyeron que había puesto los ojos en ti
y cuando dijiste adiós se escuchó a lo lejos
el beso que no nos dimos?

¿Te acuerdas de algo o tendré que relegarlo a la ficción,
fingir que nada pasó,
o que esto le pasó a otra o lo soñé,
adimitiendo así que en esta vida,
más de lo que nos gustaría reconocer,
aquello bueno que nos pasa es sólo cuestión de suerte?

Así que últimamente cada vez que quieras verme
no vuelvas a buscarme en el pasado.








26.11.15

Temporal


Somos dos copos de nieve
flotando en un desierto de tiempo
universal.

Mi refugio,
la frialdad
(aparente).

Tu refugio,
la perfección
(inalcanzable).

Somos dos copos de nieve
fundidos en morado
-feminista-.

Y el mar cambia
y se tiñe de diversos colores
y ya no seremos nieve,
sólo agua que apenas
salpique con un par de gotas
la orilla del recuerdo.

Diluimos la memoria
entre copas;

ahora sólo quedan trazos
desgarrados.

Por ejemplo,
tú y yo solos
en esta inmensa habitación.

Juzga tú tanta ambición:
yo sólo quise ser pequeña
entre tus brazos.









24.11.15

Nostra terra


En ocasiones, en el cruce de caminos de dos personas que jamás se han visto, ocurre algo maravilloso. Esa serendipia aparece de forma circunstancial a lo largo de nuestra vida, pero cuando lo hace nos marca de un modo especial. El ser humano, tan atado a las cadenas del mundo tales como el tiempo y la vejez, vence momentáneamente esos obstáculos y se hace atemporal. Como dos hojas que en un golpe de viento se entrelazan, separándose después y llevándose cada una un pedazo de la otra, así queda el espíritu marcado por tan preciosa coincidencia, lo que desencadenará fenómenos extraordinarios a cada choque de partículas hermanas.

No importa el tiempo que las lleves conociendo o las dificultades que hayáis tenido que pasar. Sabes que al mirar en los ojos de la otra persona subyace un pensamiento, un sentimiento y un instinto de pertenencia. A esa persona le pertenecerás por siempre y ella a ti, ocurra lo que ocurra. Cuando nieve, llueva o el cielo se cubra de nubes que amenacen tormenta, los ojos de esas personas serán quienes te otorguen la paz, la seguridad de que ya se puede derrumbar el mundo porque tienes un talismán infalible cerca que no permitirá acercarse al miedo.


Tal vez para quien se siente eternamente apátrida sea un consuelo tener su propio hogar a base de sonrisas y miradas en un mundo plagado de canciones y banderas que no le representan. Ellas son el único motivo para poder resistir en medio de tanta tierra hostil donde, no importa el idioma, siempre nos sentiremos extranjeros.








23.10.15

Maldita sea


Ojalá el futuro tuviese respuestas más sencillas.
No tengo tiempo para canciones lentas,
sólo el tic tac para que tus labios me recorran más deprisa.
Tengo la piel sedienta de caricias
y hay demasiada oscuridad asomada desde mi mirada
hacia un mundo que nunca se detiene 
para rozarme las pupilas.

Necesito la huella de tu lengua en mi cuello,
despacio,
para que morirme deprisa no sea el argumento final
de todos aquellos que me aplastan día tras día.

Quiero que me hagas anochecer entre el hueco dejado
entre mis zapatos y el vestido,
y que te envuelvas en mi sonrisa como una capa
y no te atrevas a salir de allí;
porque fuera hace demasiado frío,
y tan sólo queda invierno lejos del laberinto
de mi sudor prendido a ti.

Son aquellas cosas que sólo una vez tuve -o que nunca tuve-
las que me hacen más falta.
Y ya no recuerdo cómo arder entre las sábanas.

Rásgame con la morfina de tu mirada
y duérmeme esperándolo todo de ti;
es decir,
nada.



11.10.15

En Standby frente al mar mientras el mundo gira




Era muy joven cuando descubrí la canción Standby de Extremoduro. Tendría quince años recién cumplidos. Y aunque me gustaba, por aquel entonces prefería otras de la misma banda o de tantas otras. Al final se terminó convirtiendo en una de mis favoritas sólo porque muchas personas cercanas a mí me decían aquello de esta canción parece escrita para ti. Y con el paso del tiempo y escuchándola con atención me dí cuenta de que era cierto. Que aunque yo sea más de whisky que de ginebra, ya fuera por mi pelo rubio oscuro, mi insomne dipsomanía, mi tendencia a esperar algo que nunca llega, que deje entrar ratones -gatos- en mi casa para tener quien me espere o pasarme la vida entre andenes, entiendo que se me pueda ver reflejada. Así que en el concierto de Octubre del año pasado en Sevilla me desgañité cantando Standby como si me fuera la vida en ello.

Sin embargo, lo que me enamoraba de verdad era el poema con el que abre la canción en algunas ediciones. Cuando lo descubrí, lo primero que hice fue buscarlo y resultó que su autor era Francismo M. Ortega Palomares. Descubrí su blog al que me enganché inmediatamente y cuando abrí el mío propio hace ya ocho años, mi antiguo Sapere Aude, lo primero que hice fue enlazarlo. Y ahí sigue, en la columnita de la derecha de este mismo blog para mí misma o para quien quiera leerlo. Luego tuve la suerte de conocerlo un poco más a través de las redes sociales y descubrí que además de escribir muy bien, es una persona involucrada en temas de justicia social, que suele hacer siempre críticas constructivas y que inunda las redes con maravillosas citas de escritores y filósofos. Así que si tenéis oportunidad, fijáos en él. Muchas veces los escritores que son contemporáneos a nosotros no obtienen el reconocimiento que deberían. Será por aquello de que el día que estés muerto sabrás cuánto te quieren o, en este caso, descubrirán el talento que tenías.

Pero yo venía a hablar aquí de ese poema con el que conocí el principio de la obra del señor Ortega Palomares, Ideario. Quizá haya tanta gente enganchada a él porque es, además de una obra de impacto, la primera que hemos conocido suya. Y cuando conoces a un autor que te gusta, aunque luego leas otros poemas o relatos que te llegan más o te parecen mejores, siempre recuerdas la primera obra con la que lo conociste y se crea un vínculo especial con ella.

A veces me gustaría escucharlo en bucle, sin interrupciones. Cuando era adolescente me ponía el principio de Standby varias veces sólo para escucharlo. Cuando entiendes que a ti también te da vértigo el punto muerto y la marcha atrás, te angustia el cruce de miradas y la doble dirección de las palabras; que te ríes al saber que te arruinan las prisas y las faltas de estilo; que te tiembla el corazón ante los que no tienen dudas y aquellos que se aferran a sus ideales sobre cualquiera; que te cansas de tanto tráfico y tanto sin sentido, parada frente al mar mientras el mundo gira (aunque cuando estoy abrumada, mi inconsciente me hace un guiño cruel y me susurra varada frente al mar mientras el mundo gira).

Si tuviera una puerta tras la que refugiarme, en ella estaría escrita el Ideario completo, el cual se puede encontrar en su poemario Cuenta atrás. Y aquí os lo dejo, por si os faltan palabras tras las que manifestaros o esconderos.

Gracias Francisco M. Ortega Palomares.


Me da vértigo el punto muerto
y la marcha atrás,
vivir en los atascos,
los frenos automáticos y el olor a gasoil.

Me angustia el cruce de miradas,
la doble dirección de las palabras
y el obsceno guiñar de los semáforos.

Me da pena la vida, los cambios de sentido,
las señales de stop y los pasos perdidos.

Me agobian las medianas,
las frases que están hechas,
los que nunca saludan y los malos profetas.

Me fatigan los dioses bajados del Olimpo
a conquistar la Tierra
y los necios de espíritu.

Me entristecen quienes me venden clines
en los pasos de cebra,
los que enferman de cáncer
y los que sólo son simples marionetas.

Me aplasta la hermosura
de los cuerpos perfectos,
las sirenas que ululan en las noches de fiesta,
los códigos de barras,
el baile de etiquetas.

Me arruinan las prisas y las faltas de estilo,
el paso obligatorio, las tardes de domingo
y hasta la línea recta.

Me enervan los que no tienen dudas
y aquellos que se aferran
a sus ideales sobre los de cualquiera.

Me cansa tanto tráfico
y tanto sinsentido,
parado frente al mar mientras el mundo gira.





20.9.15

Antiseptiembre


Cuando te marches
te llevarás al verano contigo
y sólo dejarás un puñado de hojas caídas
en el parque
que arrastraré con los pies por todas esas calles
que compartimos.

Cuando te hayas ido,
empezarán la lluvia y el frío
a salpicar el calendario con luces rojas
y las noches se harán más largas
y mis notas se harán más cortas
expuestas todas al pie de los poemas
que un día escribimos.

Cuanto ya no estés
dejarás huérfanas a tus canciones
y tendré que adoptarlas para que no mueran de pena;
un nuevo agujero se nos abrirá en el pecho
a mí
y a todos los que un día llegamos a ver
tu
sonrisa
de
soslayo,
y no pudimos evitar enamorarnos

perdidamente

de
ella.

Cuando llegue tu ausencia
tendremos que dejarte un hueco en el abrigo
para que vengas a llenarlo con palabras
recién salidas de tu boca,
con un agosto que no termine
y nuevas aventuras que vivir
en el bolsillo.

Y sí,
Septiembre cae una vez más sobre nuestros ojos
y nuestras manos
ajándolos por igual con nuevas grietas.

Sin embargo,
tú y yo tenemos suerte, amigo mío,
porque el tiempo no sabe pasar por nosotros;
por quien sabe mirar siempre con el corazón nuevo.


17.9.15

De exilio, ruinas y fantasmas

Hay veces que estoy sola en casa y sin previo aviso me cabreo, así, sin más. Me cabreo mucho y muy fuerte y doy vueltas por la salita, por el pasillo, voy entrando de una habitación a otra sin saber por qué, sin saber si busco algo que he olvidado o si simplemente es un deje obsesivo de quien se sabe animal encerrado. Doy vueltas por mi casa, por la casa de mi madre, por mis pisos anteriores, da igual; mi madre me pregunta que qué busco y se ríe ante mis respuestas dramáticas, que ya son solamente sarcásticas porque están provistas de cotidianeidad, y ya sabe que soy pasto del pesimismo desde que a los cinco años le dije a una amiga de la infancia que su luz de noche no la protegería si un asesino entraba en su cuarto; y mis gatos me miran asustados y se ponen ansiosos con mis paseos y empiezan a correr por la casa como si mis demonios los persiguieran a ellos y yo tengo que inventarme aficiones torpes para no morirme deprisa a los veinticinco. Y ya me pasa esto desde hace tres años y no puedo, no puedo, no puedo, porque aunque me tranquilice da igual, siempre aparece el mismo cabreo sordo que me hace dar vueltas donde quiera que esté y algo me oprime los pulmones. Antes siempre me preguntaba ¿pero qué me pasa? Y seguía cabreada dándole vueltas al asunto y a la casa sin encontrar respuesta.

Y entonces hace unos meses la encontré. Encontré la respuesta por casualidad en un texto de César de Luna llamado El exilio en casa, y leí eso de yo nunca me marché, y sin embargo estoy desarraigado. Y seguí leyendo y entonces lo supe. 

Era eso. 
Era justamente eso.

Era el cabreo por saber que mi vida se divide en piezas, cada vez más, cada vez más y no puedo hacer nada para que los pedazos no salgan volando. Es saber que la gente se va y descubre ciudades por escribir y yo me quedo con trozos de pasado viejo que se me marchitan entre las manos. Es que la misma ciudad, tan grande como siempre, se llena de huecos y al final no queda nada: sólo caras desconocidas que me hacen más consciente del vacío de quienes ya no están. Y es así como el corazón se desmorona y se convierte en internacional y se llena de banderas de ciudades y países: Córdoba, Sevilla, Oviedo, Salamanca, Barcelona, Francia, Escocia, Alemania, Brasil... y ya no queda sitio para el terreno propio porque todo está disgregado en una maraña de espacios no compartidos. Como una mancha de tinta que se dispersa poco a poco en el agua hasta perder su esencia. Entonces las calles ya no son los lugares acogedores de antaño, las aceras se vuelven extrañas y frías hasta el punto de parecer que nunca caminaste por allí. El tiempo sigue pasando y todo cambia, y ya no reconoces los bares porque ya no son, no pueden ser, los mismos. Ahí quedan los huecos de los que se fueron, los ecos de risas pasadas, las conversaciones, los surcos invisibles de las copas... y todo se llena de fantasmas y no hay sonrisas nuevas con las que llenarlo todo otra vez para que el aire sea un poco más denso y te dé la sensación de que puedes seguir respirando con facilidad.

Quizá es cierto que me he ido a una ciudad reconocible pero que ya no es la mía. Que mis mapas no se hicieron de localizaciones, sino de personas, y ahora tengo entre los dedos un mapa desconocido sin lugares que visitar. Y entonces paseo por mi casa cabreada buscándoos de manera inconsciente porque dónde coño estáis, dónde coño vais a estar, que faltáis, que me faltáis a mí, joder. Me faltáis incluso estando en la ciudad de al lado, imaginad.

Hemos envejecido todos de forma prematura y de golpe. Sólo queda quemar ruinas y brindar por fantasmas, tal vez huir de aquí también.

Pero no hay lugar a dudas: estas calles que una vez lo fueron todo ya no las reconoce nadie.




27.8.15

Incomprendidos



A lo largo de mi vida
creo que sólo una persona
llegó a conocerme realmente bien.

El problema fue que me sobrentendió.





18.8.15

Nosotros, los que perdimos



Ya no estabas para cuando llegó el verano y las cervezas volvían a ser el refresco favorito en las plazas de la ciudad. Suspendidas en los cuarenta grados a la sombra quedaban muchas preguntas que precisaban su respuesta, pero conté con tu silencio una vez más. Cuando pienso en ti estás inmerso en una nebulosa de palabras quedas, congeladas en el tiempo, sólo se oye el sonido de tu respiración insomne deslizándose por el aire. Lo único más perenne que tu silencio es esa obstinación de mantenerme alejada. Yo te llamaba a altas horas de la noche, buscando la excusa perfecta para colarme en tu casa. No sé si me dejabas pasar porque sufrías un estado de delirios transitorios o porque realmente te gustaba mi comportamiento kamikaze. Eso era cuando me decías que era un error maravilloso. Cuando me decías que sí. Que sí a todo, a lo que fuera. Que sí.

Me hubiese gustado que cumplieses tu promesa de llevarme un día a cenar. Verte dubitativo ante el menú, tus ojos saltando ávidos entre líneas y yo devorándote con la mirada. Es cruel hacer planes que nunca se van a cumplir. Y hacer esperar cartas que nunca llegan.

A veces me pregunto si seguirás flotando en una vida frenética que intentas llenar con esas cosas que te faltan mientras le cierras la puerta a todo lo demás. Si habrás encontrado lo que buscas en algún punto entre San Cosme y San Damián.

En alguna ocasión paso por tu calle. Me gusta ver tu figura recortada en la ventana, las luces apagadas por la tarde, encendidas por la noche. Esas veces que no estás o en las que la sala de estar no te satisface. ¿Llegas a verme? Intento que no te percates de mi presencia. Sólo paso por allí por el placer de sentirte un instante cerca. Tener la certeza de que respiras.

¿Aún tienes demasiado dolor, de ese que te guardas sólo para ti? Teníamos los ojos quebrados por el mismo lado por aquel entonces, sólo que las heridas en los tuyos eran mucho más profundas. Hubo una noche en que conseguí que te rieras. Que te rieras de verdad. Creo que te sorprendiste tanto de ello como yo, y por eso me besaste. Fui feliz al verte así, por un momento se disipó la bruma y pude verte sin todas esas capas de tristeza en las que permanecías abrigado.

A pesar de que me dijiste que no creciera nunca, crecí -aunque eso ya lo sabes-. Crecí y no fui de esas personas enamoradas de sus aciertos, deseando beber de la copa del éxito para después caminar levantando bien la cabeza por la calle. Fui de esas otras que tuvieron el valor de volver la vista atrás y abrazar con ternura sus propios errores. Y salir fortalecida. ¿Te sientes así alguna vez?

Hice las paces contigo en sueños. En ellos estabas irresistible. Parecías sacado de una película de cine negro, con gabardina, sentado en un banco del parque, las estrellas brillando sobre tu cabeza. Sentí esa tranquilidad que nunca mostré en tu compañía. Y te vi sonreír, tus ojos húmedos, los labios entreabiertos. No volví a soñar contigo, pero esa imagen se me quedó grabada mucho tiempo.

Tal vez nos toque vagar con extraños altibajos por esta vida, sentir que hay una dimensión temporal especialmente diseñada para cada uno que nadie más ve, el respiro de saber que al menos quedan noches en las que refugiarse. 

Quizá no estemos hechos para grandes victorias porque nuestros fracasos siempre serán doblemente amargos, pero mientras podamos continuar mirando de frente puede que quede algo de paz. Y mientras haya paz, habrá un hueco para nosotros en esta guerra. 

Para nosotros, los que perdimos.








30.7.15

Broken flowers


Podría llorar,
pero me voy a reír.

-N. Vegas-


Las flores llevaban años secas en el jarrón de la repisa. No podía apartar la mirada de ellas en los silencios que precedían a las palabras que nos rasgaban como un cuchillo. No sabía cómo salvarle de mi propia furia, de mi propio dolor, que, a su vez, me corroían a mí hasta el tuétano de los huesos.


Me gustaba pasear con Tom por Central Park, como en las películas. Descubrir a los mapaches que se dejaban ver por la noche si uno era lo suficientemente silencioso. Por aquel entonces él no torcía su bigote en una mueca compungida y confiaba en mis palabras cuando le decía que mis escasas energías eran algo pasajero. Estaban ahí, pero aprendía a convivir con ellas y junto a él se me hacía relativamente fácil.



Enfermé por primera vez con once años. No sabía qué me ocurría, simplemente un día en el recreo me empezó a faltar el aire, me sentí muy débil y mi visión pasó a ser en blanco y negro. Me acerqué a la docente que estaba de guardia para tratar de explicarle que no sabía qué me ocurría, pero que me encontraba muy mal. Sin embargo, en lugar de tranquilizarme, ella le restó importancia al asunto. No sé si pensó que fingía o que estaba siendo exagerada, el caso es que hasta que no me vio tendida en el suelo con el rostro de una palidez mortecina no me tomó en serio. Fue mi primer ataque. Bajada de tensión provocada por algo desconocido. Luego vinieron las pruebas.

Tan sólo un mes antes, mi casa se había convertido en un infierno. Mi padre parecía sufrir una especie de locura violenta. Empezó a tratarme como si yo nada importase. Y poco después sufrí el accidente en la escuela. Los médicos me diagnosticaron anemia, pero yo sabía que no era solamente eso. Hice el tratamiento que me recomendaron: dieta, suplementos de hierro... y aunque los niveles se restablecieron, no llegaron a estar nunca más completamente perfectos. Tus hematíes son demasiado pequeños, tu corazón demasiado grande y tu cerebro devora información y energía por encima de la media, probablemente tengas anemia latente de por vida, me dijo un doctor poniendo una mano en mi hombro para tranquilizarme. Yo sabía lo que había pasado en mi fuero interno: mi padre me había partido el corazón con su actitud y yo lo había somatizado de una manera extraña. Sentía que me desangraba sin verter una gota de sangre. Desde aquel entonces, se instaló dentro de mí un pequeño vampiro imperceptible que recorría mis arterias y me dejaba sin fuerzas en momentos puntuales. Aprendí a dominar los ataques: no perder la conciencia, no caer al suelo, luchar por respirar. Pero cada vez que me hacían daño ocurría: mareos, bajadas de tensión, taquicardia. Sólo que esta vez los análisis estaban bien -aunque nunca perfectos-, era aquel vampiro que me dejaba seca de fuerza y alegría.


Al comienzo de la primavera, cuando Tom y yo habíamos recompuesto nuestra pareja pero él arrastraba una tristeza que no sabía explicar muy bien, comencé a tener ideas suicidas. A menudo, mientras él estaba plácidamente dormido fantaseaba con la idea de subir sigilosamente a la azotea, apuntar con mi cuerpo a cualquiera de los borrachos que solían apostarse bajo nuestro balcón y lanzarme al vacío. Bum. Adiós a uno de los imbéciles que perturbaban nuestro descanso nocturno. Adiós a la confusión y al sufrimiento. Dos pájaros de un tiro.
Como todavía quedaba algo de raciocinio en mí, comencé a tomarme esas fantasías en serio. Me di cuenta de que empezaba a tenerlas con demasiada frecuencia. Empecé a anotar las fechas en el cuaderno. Seis de abril, ocho de abril, veinte de abril, veinticuatro de abril, uno de mayo, seis de mayo... Tuve miedo. No quería hacer un cuadro depresivo como en otras ocasiones. No. Ahora no. Ahora que Tom me necesitaba más que nunca. Vencería al vampiro. Podría con él. Y volvería a ver flores crecer entre tantas cenizas.




Hay un relato de Carver que se llama Belvedere, que según la publicación también aparece bajo el nombre de Gazebo. En él hay una mujer completamente destrozada llamada Holly, que amenaza a su marido, Duane, con tirarse por la ventana. En él explica a su marido que debido a su engaño es una mujer que ha perdido el orgullo. Le dice: Has matado algo; es como si lo hubieras cortado con un hacha. Ahora es todo una porquería. Descubría boquiabierta cómo a veces podía comprender muy bien las palabras de Holly.

Tom, que era poeta a tiempo completo, una vez me hizo un soneto en el que decía que ante las dificultades yo elegía correr. Entonces me acordaba de otra Holly, de la Holly de Capote, y esa famosa cita que dice: No entregues nunca tu corazón a un ser salvaje, porque si lo haces, más fuerte se vuelve. Hasta que tiene la suficiente fuerza para volver al bosque o para volar sobre un árbol. Y luego a otro más alto hasta que desaparece. Pero entender la esencia de Holly en Breakfast at Tiffany's no era tan sencillo. Holly no prefería correr. Huía porque, a pesar de su sueño de llegar a echar raíces, no le dejaban otra salida.

Debatiéndome entre Holly y Holly, traté de explicarle una noche a Tom mi dolor. Le conté las cosas que me separaban de él. Y su respuesta fue: ¿Y qué quieres que le haga? Ya no se puede hacer nada. Es como si lo hubieras cortado con un hacha.

Ya no se puede hacer nada. ¿Habrá frase más triste y menos cierta? El pasado ya sólo tiene un único sentido, pero el presente ofrece múltiples posibilidades. Creo que lo que peor llevaba era ese lavarse las manos. Que ya no se puede hacer nada fuera el eufemismo de no quiero hacer nada. Y todo por honor a la verdad. La verdad como valor universal, por encima de todo. También por encima de mí.




Pero la verdad es siempre relativa y tiene muchas caras. Yo también podía utilizar la verdad como un arma cortante, tirar la piedra y esconder la mano. Y susurrar la triste verdad de que el motivo por el que le retiré la palabra antes de recomponer nuestra pareja fue que descubrí que se había ido corriendo a los brazos de una antigua compañera mía de trabajo, a la que dijo al poco de separarnos que quería mucho -sin siquiera conocerla en persona- cuando unas semanas antes me lo decía a mí, y a sabiendas que habíamos tenido problemas con ella durante la relación. Y que por eso estuve semanas sin hablar con él. Hasta le dio a ella el apodo que le dí a él yo a propósito de sus rizos. Me sentí engañada. Así que me alejé. Y fui a curar mi desengaño en los brazos de una mujer y varios hombres. No me detuve hasta que en una ocasión casi me enamoro y en otra casi no escapo de un embarazo no deseado. Cuando por fin descubrió que mi ex compañera era la loca que yo le advertí en cierta ocasión, se desinteresó de ella, pero entonces se fue a por otra. Y yo arrojé la toalla con él definitivamente.

Las ciudades son pastos de las llamas cuando alguien deja una cerilla encendida cerca de la cortina. Y en este caso yo no prefería correr. Me fui malherida y terminaron por echarme a patadas. Nerón cambiaba de cara. Así he aprendido de él, de Tom, que se puede poner una bomba con premeditación y luego silbar, hacer como si nada. Verdad por encima de la persona amada.

Yo era creyente de Nacho Vegas, creía que Nadie a quien amar es nadie a quién dañar, pero una vez más parecía equivocarme. Y ya no sabía a qué aferrarme. El egoísmo es una enfermedad contagiosa que te hace mirar con recelo a los demás.

Miraba a Tom mientras se quedaba dormido. Le susurré al oído: Necesito que la delicadeza de tus ojos vele por mi alma maltrecha. Él se levantó asustado minutos después. Murmuró no sé qué de una pesadilla.








13.7.15

El circo de la vida


Cuando tenía diez años mis padres me abandonaron. Habían intentado hacer de mí una niña talentosa, trabajadora en el colegio y estudiosa en todo lo demás. A mí, sin embargo, el colegio me aburría, y cuando vi que podía sacar buenas notas sin dificultad, dejé de esforzarme por hacerlo. La vida dio entonces un giro inesperado, a mi padre lo echaron del trabajo y pronto nos vimos sumidos en una terrible pobreza. Empezaron a pensar que tener una niña brillante pero sin ganas de adaptarse a la escuela no era una buena baza de futuro. Por mucho que me esforcé en ese momento, ya me había demorado mucho estudiando otras cosas que no venían en los libros. Había repetido curso y, de continuar estudiando, claramente saldría demasiado tarde de la escuela para dedicarme a un oficio que les sirviera en los próximos meses; por otro lado, era demasiado joven para que alguien me aceptase como empleada, de modo que pensaron en dejarme con la primera persona que quisiera hacerse cargo de mí.

El camino que separa la excelencia de la mediocridad es muy corto, y pronto me vi catapultada a un circo local. Yo no sabía hacer nada, pero pensaron que al ser bastante joven y tener flexibilidad, podría cultivar ciertas habilidades para terminar siendo equilibrista. Y así fue como pasé de ser la favorita/vilipendiada de los profesores a ejercitarme todos los días en muy duras condiciones y dedicarme a limpiar los deshechos de los animales del circo. Nada que ver con leer novelas de piratas ni observar el comportamiento de las hormigas a orillas de un lago.

Durante mi adolescencia veía a los trabajadores del circo ir y venir. Siempre había un director al mando y algunos empleados fijos, como las bailarinas, los payasos, los domadores de fieras, el forzudo, la mujer lanzallamas y el mago. No sabéis la de amoríos que desfilaron ante mis ojos: una bailarina con el forzudo, la mujer lanzallamas con el mago y un largo etcétera. Era realmente penoso contemplar ese panorama, alguna vez tuvimos altercados por los celos de unos y de otras, incluso heridas por arma blanca a medianoche que me tocó curar a mí. Lo cierto es que entendía más bien poco de las relaciones entre personas. Para mí el circo de amantes era más grotesco que el verdadero circo. Entre que mis padres no estaban y que desde niña se me había obligado a trabajar en condiciones de semi-esclavitud, estaba acostumbrada a que si alguien se acercaba fuese solamente para gritarme que utilizase una cuerda menos gruesa, o que cogiera objetos más pesados mientras caminaba sobre el fino hilo que pendía entre dos postes. Y en todo este percal, trataba yo de mantener el equilibrio.

Una vez uno de los payasos se acercó a mí y trató de forzarme, pero conseguí zafarme de él y lo echaron del circo. Mi vida era triste, pero no lo suficiente por fortuna como para acabar entre los brazos de un payaso o de un domador de leones.

Entonces llegó el día que lo trajeron. Mis ojos no podían creerlo: un magnífico elefante. Era de un tamaño colosal, tenía unas orejas que parecían velas de barco, una trompa robusta y unas patas que podrían machacar piedras. Estaba recién traído desde África. Y estaba mucho más triste que yo. No tenía colmillos, porque así el animal era más barato. El marfil entraba y salía por distintas rutas marítimas, y la codicia del hombre había hecho de aquella criatura maravillosa un ser que vagamente se parecía a lo que fue en otro tiempo, a pesar de conservar gran parte de su belleza. El animal presentaba diversas heridas, tenía desgarros por toda la piel y un aire de derrota en la mirada. A saber lo que había padecido para llegar a mi circo de pacotilla. Desde luego el director estaba dispuesto a aumentar su negocio, aunque fuese a costa de verter sangre. Y, como no podía ser de otro modo, me encargaron adecentar al elefante para que un domador contratado exclusivamente para ese cometido se encargase de domarlo.

La primera vez que me acerqué al elefante, se retiró al fondo de la jaula con pavor. La situación resultaría cómica, teniendo en cuenta que yo pesaba cincuenta kilos y aquel animal cinco toneladas por lo menos, pero podía infinitamente más mi inquietud interior sobre qué le habrían hecho. La aflicción de aquel momento, su grandeza contra mi mediocridad, me dejaba sin respiración. Como pude, me acerqué a él poco a poco y traté de tranquilizarlo. El elefante no intentó defenderse. Se quedó inmóvil en el fondo de la jaula, moviendo tácitamente la trompa con nerviosismo. Uno de los payasos que pasaba por delante de nosotros se rió del espectáculo y me dijo que me tranquilizase, que se habían asegurado de que aquella bestia cooperase. Finalmente tomé aire y me acerqué hasta el animal. Empecé a acariciarle el lomo con suavidad, para después coger un paño húmedo y comenzar a lavar sus heridas. Tardé por lo menos siete horas en conseguir limpiarlas, desinfectarlas y coserlas todas. El elefante no emitió ningún sonido. Cuando salí de su habitáculo, cayó rendido de puro  miedo y agotamiento.

Alimenté, desparasité y di de beber a aquel animal. Poco a poco fue comprendiendo que yo no representaba una amenaza y, a veces, cuando sabía que era la hora de desayunar, hasta me esperaba con cierta impaciencia. Tuvo que enfrentarse al domador, lo cual fue otro duro golpe en el ánimo de aquel ser maravilloso al que cuidaba, y que terminó por convertirse en mi único amigo.

Comencé a irme por las noches con él. Le hablaba en susurros, le contaba mis problemas, los maltratos en el circo, las caídas desde varios metros de altura, mis ganas de huir de aquel sitio y de volver a coger un libro. El día que me partí un brazo sólo me consolaba su proximidad: la prefería incluso a los analgésicos, y juro que la muñeca me dolía como un demonio. Entonces, el elefante empezó a dar muestras de querer comunicarse conmigo. Se había establecido un extraño lazo entre nosotros. Quizá nos reconocíamos en nuestra mutua indefensión aprendida.

Entonces comencé a divagar. Tal vez el circo no tenía que ser para siempre. Quizá no tenía que aguantar los gritos diarios, ni los latigazos, ni ser el correveidile de los domadores más intimidatorios. Pero, si decidía irme, no quería hacerlo sola. Sin embargo, ¿cómo podía escapar con un animal de cuatro metros de altura que quizá al verse fuera de la jaula se pondría a barruntar y a correr despavorido? Durante la función circense, veía a un bruto que no sabía ni leer dar chasquidos con un látigo en el suelo, y mi amigo de orejas grandes levantaba la trompa o subía por una rampa. Aquello era realmente denigrante. 

Un día no pude aguantar más la situación, y una noche lo solté. No sabía qué iba a pasar, aunque lo intuía. Sólo abrí la puerta de la jaula, le quité las cadenas y me encaramé a su lomo. El elefante pareció entenderme y comenzó a caminar por los alrededores del circo muy despacio. Así nos fuimos alejando, y cuanto más nos alejábamos, más aumentaba la marcha el elefante. No sé cuántos kilómetros recorrimos. Procuré guiarlo por el campo, para así llamar menos atención. Aquella tarea no era fácil, doy fe. Cuando llegó el amanecer, alguien debió vernos y avisó a la policía, y ésta empezó a perseguirnos. Al principio no sabían si que yo estuviese sobre él era accidental o estaba allí a propósito, pero al final dedujeron lo segundo al ver que renunciaba a sus continuas ofertas de ayuda y que mi actitud no era la de alguien que tuviera miedo yendo a lomos de un elefante, por increíble que pareciese.

Dispararon a las patas de mi amigo, hasta que éste empezó a reducir la marcha. Entonces sobre nosotros llovieron dardos tranquilizantes. Varios me alcanzaron y sentí cómo iba perdiendo poco a poco la consciencia. Mi amigo aguantó y aguantó. Yo me abracé a él con fuerza. Llegamos a un precipicio escarpado y el elefante se detuvo. La policía nos seguía desde muy cerca. Bajé de mi amigo tambaleándome y lo miré a los ojos. Íbamos a morir ahí. Los dos lo sabíamos. Cuando observé el paisaje, me di cuenta de que él no me había llevado a ningún sitio de forma azarosa. Estábamos ante un cementerio de elefantes. Un cementerio de elefantes creado por los distintos animales cautivos en los circos cercanos al lugar.

Volví a mirar al elefante. Él sabía que íbamos a morir, como yo también presentía desde el principio, y aún así había iniciado aquella marcha conmigo. Había tenido el valor de salir de la jaula y de acompañarme en nuestro primer y último viaje.

Cuando nos deslizamos por el precipicio, yo lo hice con una sonrisa y aquel elefante sin colmillos, con su orgullosa trompa en alto.

Mi vida, al fin y al cabo, no fue tan triste. Valió la pena, aunque sólo fuera esos instantes.





2.7.15

Diente de león





Érase una vez un corazón tan destrozado
que temía que el viento, de un soplo,
se llevase sus piezas volando.








25.6.15

Parasiempre

Apuramos aquella noche de San Juan haciendo el amor en una habitación en la que había tanto calor como desorden. Teníamos toda la ropa tirada por el suelo, aquella capa negra -que debió ser mía pero que era tuya- encima del somier mientras el colchón estaba tirado en el suelo y nosotros sobre él, tú todavía con el cigarrillo encendido en la mano. Cuando se acercaron las doce de la noche, la hora bruja, te propuse un brindis. En mi memoria aparecen esas copas dignas de cualquier misa negra u ofrenda a Satanás -como casi todas las que usamos después- que tal vez eran dos simples vasos duralex que permanecían hasta arriba de cerveza aunque bebiéramos con frecuencia. El caso es que tú escribiste tiempo después en tu querida Moleskine negra -hipster, te llamaría ahora- que te hice brindar aquella noche a fuerza de convicción por los parasiempre. Parasiempre, así, sin más; me hacía gracia que lo escribieses todo junto. Era lo que queríamos crear, ¿no? Un parasiempre sin fisuras, sin grietas, una eternidad a prueba de bombas que sobreviviera al tiempo, a la vejez, a la ingenuidad, a la desilusión...

Te hice brindar a fuerza de convicción porque cuando todo y todos me fallan, lo único que me hace salir adelante y sobreponerme es la convicción -mi capacidad de pegarle una patada obstinada a la realidad que la ponga patas arriba y yo pueda enfrentarme a ella o huir-. Y era curioso que fuese la convicción, porque como sabes soy una digna descreída con el escepticismo del converso. Y así fue, entre escepticismos, que edificamos nuestra fe, nuestra fe en el otro sobre todo. Bromeábamos con que la gente cuchicheaba aterrada cada vez que llegábamos: “Mira, ahí llegan Cinismo y Sarcasmo”, como si fuéramos un dúo cómico infernal. Nunca nos quedó claro quién era quién. Si lo analizas fríamente, siempre éramos a cada momento lo que el otro necesitaba, el guantazo suficiente que un tercero tendría que llevarse fuera de nosotros. Pero sí: al final a mí sólo me quedó el cinismo y a ti el sarcasmo. Lo sé porque más tarde los días se volvieron fríos y grises, y a ti te hacía falta ese toque de realidad que se esconde detrás de todo cinismo y que te mantenía con los pies en la tierra -aunque cuando te lo diese me llamaras aguafiestas-; y a mí, ante una dosis abrumadora de realidad, me faltaba esa última carcajada de triunfo que tú siempre te sacabas del bolsillo.

Quizá una vez más nos equivocamos en la teoría. Los parasiempre cambian y mutan, no somos los Underwood para decirnos: nada es eterno, excepto nosotros... e incluso ellos... Nos han mentido tanto desde que nacimos que ya sólo podemos crear más mentiras para protegernos del mundo, y brindábamos por los parasiempre intentando encontrar algo de luz en la oscuridad, el ángel caído en las tinieblas -nuestro particular et lux in tenebris lucet-. Por eso el parasiempre no terminó en un lecho desordenado, champán -que además siempre nos pareció una bebida vulgar- y condones usados tirados por el suelo.


Quizá el parasiempre se parece más a que silbes bajo un cielo neblinoso la Canción del Extranjero o cantes distraído tú, mi amor, la única extranjera, mientras yo, a miles de kilómetros, piense en ti y escriba esto ya que verba volant, scripta manent.

6.5.15

N-ésimas conversaciones con el Diablo


Hacerte mayor te hace predecir mejor los golpes que vendrán, pero quizá lo más importante sea distinguir aquellos que sabes a ciencia cierta que no podrás evitar. Entonces te retraes y te preparas como el niño en el rompeolas, rezando porque la fuerza del agua no corte tu respiración.


El Diablo nada dijo.


Ya no siento que dejarme llevar sea inocuo. Ahora tengo la certeza de que en la vida no hay más que inercia, y que ésta no se identifica necesariamente con el orden o el caos, sino que va mucho más allá, planea por encima del conjunto como el sabor de las especias en el fondo del paladar. El orden, el caos, son sólo sombras; lo que queda es la inercia, siempre la inercia, que te arrastra y te lleva consigo, ya sea recorriendo tu ser o tus pedazos.


El Diablo nada dijo.


A veces quisiera continuar con el recurso que tanto repitieron otros antes que yo. Echar la culpa a mis padres porque no pedí esta vida. ¿Qué puede ser más egoísta que hacer que alguien nazca? Puedo comprender el deseo de inmortalidad, ¿pero acaso no es una quimera? Otro tipo de sombra. ¿O es el deseo de cumplir, de normalidad? En todo caso es la voluntad puesta en algo inexistente o a convenir. Sólo que es otro quien asumirá las consecuencias.


El Diablo nada dijo.


No creas que no he deseado fervientemente con todo mi corazón aferrarme a esa normalidad, pero me es detestable alcanzarla porque haría explícita mi propia negación a todo lo que soy. ¿Por qué no puedo regirme por el mismo principio que mis semejantes? ¿Acaso nuestro código es tan distinto?


El Diablo nada dijo.


Son estas manos llenas de sangre. Sólo puedes encarrilar el tren con sangre, construyendo debajo la vía. Arrastrando todos esos hierros que te magullarán hasta la extenuación. Y luego queda recorrer el camino. ¿Alguien sabe de algún pájaro que haya construído así su propia jaula?


El Diablo nada dijo.


Empiezo a entender a los jóvenes suicidas. Fueron inteligentes. Todavía tenían la energía suficiente para proceder con la autoaniquilación. Pero ya no puedo hacer lo mismo conmigo. He pactado con la inercia, aunque no contribuya a que permanezca en mí. Soy un ser pequeño que nada a contracorriente a sabiendas de que igualmente el torrente lo despedazará contra las rocas. Mi única recompensa será llegar más cansada que los demás.


El Diablo me miró.


¿Sabes por qué no me abrazo al consuelo de una religión? Porque quitando la estética, no se diferencia demasiado de hablar contigo. Es el relativismo llevado al extremo: Da igual que adores a Dios o al Diablo. El silencio como respuesta es el mismo para todos.



El Diablo ya no estaba ahí.

12.4.15

Ausencia e incertidumbre

Quizá eres de las pocas personas de las que puedo decir que no conocí demasiado pronto o demasiado tarde en mi vida. Si llego a retrasarme sólo unos meses más, nunca te hubiera conocido; y que nos cruzásemos antes era prácticamente imposible. Así que ya ves, el tiempo estuvo hilando fino en nuestro encuentro, fue una gran casualidad: como con casi todas las personas importantes para mí que he llegado a conocer.

Creo que sobre todo has sido un gran maestro sin pretenderlo. Yo sólo te he observado actuar, pensar en voz alta, escribir... y aunque todo esto se contradice y se reafirma con la persona que ahora eres -o serás, puesto que no descarto la certeza más que tangible de que sólo eres una idea en mi cabeza hecha a retazos en base a cuando te conocí y, después, todo lo demás-, creo que sí que he conseguido ver con claridad tu esencia después de todo este tiempo.

Cada vez que nos despedíamos, solía anotar algunas de las conversaciones que habíamos mantenido en un cuaderno. Así podía rememorar esos instantes tiempo después, sin las imperfecciones típicas de la memoria humana que termina arrasándolo todo, incluso lo más importante. Quizá llegue el día en que pierda la memoria, pero tal vez consiga resguardar las palabras lo suficiente para que puedan llegar a formar parte de otra persona y así pueda seguir viva una parte de mí junto a ellas.

Fuiste el primer viajero que conocí. No ocasional, como yo -que como yo, hay cientos-, sino que te detenías a vivir allá donde ibas. Te admiraba porque sabía cuánto te querían los que te rodeaban y aún así te marchabas a otro país, a otra ciudad, a comenzar de cero. Pensaba que tenías mucho valor porque siempre dejabas a numerosas personas atrás. Y cuando me tocó a mí hacer algo parecido, siempre te tuve muy presente en mis pensamientos, porque en mi cabeza eras algo así como un guerrero de la soledad -y la soledad era por aquel entonces lo que yo más temía-. Luego comprendí que si te marchabas con tanta frecuencia de un sitio a otro pocas veces era con la congoja de quien deja mucho atrás, sino más bien con la actitud temeraria de quien no tiene nada que perder. Tú ya te habías enfrentado a la soledad mucho antes que yo, por eso cuando te conocí, ella ya era para ti una vieja amiga a la que no tener miedo y para mí un agujero negro que me ensombreció varios años por mi inexperiencia.

Cuando te fuiste, me dejaste una huella inexplicable. Contigo aprendí el valor de la ausencia, a resucitar el pasado y el placer de la nostalgia. Tuvieron que pasar años hasta que pude recorrer la calle en la que viviste sin sentir una punzada en el corazón. Una vez me detuve en uno de esos bancos de piedra en los que habíamos tenido varias conversaciones y, como a veces se adueña de mí la estúpida fantasía de que las personas dejan algo de ellas en los lugares, me imaginaba que frotaba el banco a modo de lámpara maravillosa para conjurarte, y que así tú aparecerías. ¿O acaso no habías estado tú en ese banco, hablándome con tu sonrisa imperturbable? Cierro los ojos y ya te estoy viendo. ¿Quién negaría la ley según la cuál deberías aparecer en él, porque ese banco te pertenecía; ya era parte de ti? Estuve sentada en él, preguntándome cómo estarías, qué estarás haciendo ahora. ¿Quién me podría decir que no estarías allí nunca más? Eso era imposible.

Pensando en lo que está por venir, vuelvo al pasado para poder extraer de él otro futuro que sea esta vez sólo mío. Te sientes extraño y yo me siento extraña. Creo que ahora empiezas a tener nostalgia de los caminos que no tomaste. Y yo siento nostalgia de los caminos que no voy a tomar, aunque esté todo en el aire. No considero justo quedarme aquí cuando todos se marchan, aunque si yo también me voy, ¿quién quedará para revivir todos esos momentos? Los bares muertos, sin sonrisas que recordar. ¿Pero acaso debo ser yo quien pasee constantemente por cementerios? Tu mente está ya ocupada en otras cosas desde hace mucho tiempo, dando vida a cementerios nuevos. Si me marcho yo también, no tendré santuarios para resucitar a quienes ya no están. Me tocará entonces el mismo destino que a los demás: no volver a reconocer del todo a la ciudad a la que dejo. Y si ya no reconozco ciudades ni personas, ¿qué me queda?


¿Qué incertidumbre sería más valiosa para ti: la que dejas atrás o la que está por venir?

6.4.15

Surgió de las llanuras abisales

Estuve tres meses en rehabilitación. Tres meses. Es realmente poco para una heroinómana. Conozco a tipos que han estado al menos cinco años. Recayendo. Recayendo una y otra vez. Un laberinto sin final, lo más parecido al infierno en la Tierra.

No fue mi caso. Por suerte, fui bendecida con esta voluntad que convierte a los obstáculos en polvo. Y me dije: tres meses. Dejo toda la mierda a un lado y recupero mi libertad. Un plan más que ambicioso. Un plan para sobrevivir. Un plan para sobrevivirme.

Se hacen estadísticas con las drogas más adictivas, se refuerzan viejas creencias, se añaden nuevas sustancias de diseño. La heroína entra fuerte en la lista, pero sin embargo el alcohol, mucho más inofensivo a los ojos de la aceptación social, es infinitamente peor. Lo dicen los números. Así que cuando no pude respirar sin un pico, di las gracias al menos por no ser alcohólica.

De todos modos, no hay que engañarse. La droga más peligrosa no entra en las estadísticas, pero también causa muertes y delirios. Es el dolor. El dolor es la droga más adictiva con diferencia y es la causa de numerosas desgracias. Un adicto al dolor es un infeliz constante que entra en un círculo vicioso y se las apaña para no salir de él. Porque, en el fondo, le gusta.

Y no, no hablo de los depresivos. Los depresivos de verdad lo son porque enferman de conciencia, cerebro o corazón -o de las tres cosas a la vez-. Debemos de sentirnos afortunados porque la mitad de la población sufrirá depresión en algún momento de su vida. Eso significa que sólo es la otra mitad la que peca de inconsciente, descerebrada o emocionalmente inepta. En un planeta que se encamina hacia los nueve mil millones de seres humanos, sí, quizá debiésemos dar gracias por ello. De mostrar síntomas porque estamos, efectivamente, enfermos.

Conocí a Bob en rehabilitación. Me pareció un niño -otro pobre niño enfermo-, a pesar de ser mayor que yo. Bob me pidió que saliera con él. Me negué en un principio, sólo para darle el posterior placer de demostrarle que estaba equivocada. Ya no prometo nada sobre la memoria de mi madre, porque sé a ciencia cierta que cuanto más juro, más tengo que tragarme las palabras después. Y una tiene un límite de texto.

Y un límite de pataleo. Ya está bien. Dirige tu furia hacia otra parte. El rencor, el odio o la melancolía como origen del reproche son bastante pueriles. No se puede vivir así. Toc, toc. Hace demasiado frío ahí dentro. No quiero pasar. Avanza de una vez.

No estoy limpia. Nunca lo he estado, pero ahora construyo con toda la mugre una coraza más fuerte y, sobre todo, más flexible. No voy a dejar que me rompan para llorar después con los pedazos en la mano. He aprendido tanto, que ojalá pudiera dar bofetones de luz, aunque no sirvieran para mucho. La catarsis de Casandra me sigue bastando.

Sólo quiero algo de paz después de tantos años de guerra. Sentarme a beber el té sin sobresaltos. Me he cansado de predecir desgracias, pretendo ser feliz con lo que me resta. Que no es poco. He procurado que no lo sea.

Ahora puedo mirar a los ojos sin asustar a nadie. Sólo a quien no conoce la profundidad de los abismos. Pero esos no me interesan. Quizá puedan darme la mano desde el otro lado mis hermanos. Dejar de reconstruir para volver a construir de nuevo.

El egoísmo es odiado por los adversarios porque es la clave para volver a levantarse allí donde las aguas se tragan a otros. 

Qué ironía. Apolo me terminó dejando tirada, pero Afrodita se puso de mi parte.






Ilustración de Chiara Bautista.







24.3.15

Cicatrices


Me preguntas por mis cicatrices, como si tuvieras derecho a saber.
¿Quieres que te mienta?, te pregunto a mi vez.

A estas alturas ya hemos llegado a ese punto
en que nos mentimos a la cara sin necesidad de fingir.
Nos leemos tan bien en los ojos del otro
que nos morimos de miedo al reconocernos.

Si tanto te duele, me dices, ¿por qué no amputas y te desprendes del dolor?
En ocasiones me hace gracia que hagas preguntas,
como si antes no las hubiera pensado yo.

Creo que no se me da bien cauterizar heridas, te respondo,
y prefiero aceptar que formas parte de mí como las ojeras, mi anemia
o el insomnio.

Enciendo la radio en busca de alguna canción estúpida que no me recuerde
a ti,
     -a ti-
              -a ti-
                        -a ti-,
cuánto me dueles.

¿Qué es el amor?, preguntas, ¿sigues creyendo en cuentos de niños?
Y yo te respondo que no, que por supuesto que no; y que ya que preguntas,
amor es besar dos mil bocas sin que ninguna sea la tuya
y sin embargo me sigas ardiendo por dentro.

Definición amarga, me dices.
Te contesto que es la única verdad que he encontrado por el camino,
te la ofrezco desde la sangre de mis cicatrices,
esas que deforman mi piel después de parir a la única verdad
a la que considero mi hija.

Soy de ciencias inexactas y he conseguido que, al fin,
las palabras me den igual.

Eres una adicta a la nostalgia, terminas.
Hasta nosotras somos capaces de renunciar al pasado
para abrazar el presente.

Siempre que estés tú,
insisto

(desisto).







26.2.15

Mi pequeño monstruo

I've come to you 'cause I need guidance to be true
and I just don't know where I can begin.
Fiona Apple.




Reconocí ese encabritamiento al instante. El movimiento de cabeza, el golpe seco de las manos en el aire, notar cómo su voz se hacía cada vez más y más aguda hasta estallar en la garganta, pero todo eso en silencio.

Al final todas las creaciones se rebelan contra su creador. Casi sonreí ante su furia. Él no entendía nada en absoluto porque era incapaz de dibujar en su cabeza poco más que el deseo que albergaba dentro de sí mismo: yo.

Le dije que no pasaba nada y esperé el consabido portazo, que finalmente llegó.

Él era mi monstruo, y por ello -o tal vez a pesar de ello-, le amaba. Sólo que de una forma que el muy estúpido no podía comprender.

Tenía lo peor de mí. Reflejaba todos mis defectos tan a la perfección, que casi me daban ganas de llorar. Todos esos fallos que intentaba guardar en mi fuero interno, él los escupía al mundo con consciente descaro. Sin embargo, él tenía el don de combinar de un modo original y excéntricamente suyo, el patetismo y la arrogancia, y lo cierto es que nunca terminaba de decidir si me gustaba hasta la náusea o me provocaba una repulsión de placer.

Éramos gemelos de cicatriz. El pecho surcado con un tajo desde el hombro izquierdo a la cadera derecha. La suya se la hice yo. No sabéis lo que me costó conseguir que su herida dejase de sangrar, pero, ¿cómo iba a ser capaz de comprenderme, si no podía entender mi dolor? Luego se la curaba amorosamente, con el cariño de una madre. Y al cabo de unos días, se la volvía a abrir. Por si acaso. No se le fuera a olvidar.

A veces intentaba hacerme creer que algún día sería una persona exitosa. Incluso se daba aires de importancia, como si realmente se lo creyera. Cuando lo veía redactar artículos para The Guardian con sus gafas de pasta, ponía verdadero ímpetu en reflejar una imagen de comodidad... que proyectaba sin querer una mueca de asco apenas perceptible en su comisura, y entonces podía escuchar repiquetear en su mente el mismo mantra “me lo merezco, me lo merezco, yo... simplemente me lo merezco”. Quien se lo merece, no hace falta que se lo repita tantas veces a uno mismo. Eso nunca se lo dije, desde luego, no quería admitir ante él que veía con claridad meridiana lo débil que era sin maquillar. Él sabía que lo suyo había sido un mero golpe de suerte, y la realidad se hizo patente cuando lo despidieron al cabo de dos semanas. Le costó mucho recobrar su cara de eterno perdedor que con tanto remilgo se había quitado. Mi pobre monstruo, para vivir en una derrota constante, qué mal le sentaba perder cada batalla.

Mi monstruo me buscaba con insistencia, con una pasión enfermiza. Yo se lo decía suavemente por las noches, pero estaba tan decidido a venderse por dos monedas, que nada de lo que yo dijera le valía para separarse de mí. Parecía tan decidido a olvidar su propio dolor, que abrazaba sin dudar el mío, pero no estaba preparado para ello y le estallaba constantemente en las manos. Es lo que le pasa a los animales atraídos por el olor de la miel, que suelen olvidarse de que son las abejas quienes la custodian.

Una y otra vez le abría la misma cicatriz. Sangraba demasiado y se volvía anémico cada día, pero reconocerlo le hubiera supuesto poner bajo un foco de brillante consciencia su propia vulnerabilidad y estaba decidido a ignorarla con la misma fuerza con que ignoraba mis palabras de cautela. Yo me agarraba a la mano de la razón y él se aferraba a la mano de la fe, y cualquiera sabe que yo no soy una persona religiosa.

Mi monstruo, perdido en su origen, decidió hacer de mí su patria, su causa primera. Todo comenzaba y terminaba en mí, pero yo no sabía hasta dónde llegaba mi propia extensión.

Qué trabajo me costaba cortar aquella carne pálida bajo su mirada de infinito amor. Él nunca preguntaba, se dejaba hacer, el muy inconsciente. Me manchaba las manos con su sangre y se las enseñaba para que guardase de mí la imagen de lo que era: una depredadora que encontraba a su mejor maestro en el dolor.


Como todas las cosas buenas, o malas, ésta también encontró su punto final, y mi pequeño monstruo se marchó sin entender muy bien qué había hecho de él, con un sabor de amargura en la boca. Mis ojos brillaron con orgullo al cruzarme con sus pupilas cargadas de indignación. Era increíble verle, os lo aseguro, con la lengua tan rebosante de palabras de odio y orgullo herido como antes la había tenido llena de gorgoritos de colegial enamorado. Es lo que les pasa a los colegiales, que terminan llegando al instituto tarde o temprano. Y es que al fin, mi alumno más torpe, después años de entrenamiento, había aprendido. 

Mi monstruo, por fin, se había hecho mayor.