Apuramos aquella noche de
San Juan haciendo el amor en una habitación en la que había tanto
calor como desorden. Teníamos toda la ropa tirada por el suelo,
aquella capa negra -que debió ser mía pero que era tuya- encima del
somier mientras el colchón estaba tirado en el suelo y nosotros
sobre él, tú todavía con el cigarrillo encendido en la mano.
Cuando se acercaron las doce de la noche, la hora bruja, te propuse
un brindis. En mi memoria aparecen esas copas dignas de cualquier
misa negra u ofrenda a Satanás -como casi todas las que usamos después-
que tal vez eran dos simples vasos duralex que permanecían hasta
arriba de cerveza aunque bebiéramos con frecuencia. El caso es que tú escribiste tiempo después en
tu querida Moleskine negra -hipster, te llamaría ahora- que te hice
brindar aquella noche a fuerza de convicción por los parasiempre.
Parasiempre, así, sin más; me hacía gracia que lo escribieses todo
junto. Era lo que queríamos crear, ¿no? Un parasiempre sin fisuras,
sin grietas, una eternidad a prueba de bombas que sobreviviera al
tiempo, a la vejez, a la ingenuidad, a la desilusión...
Te hice brindar a fuerza
de convicción porque cuando todo y todos me fallan, lo único que me
hace salir adelante y sobreponerme es la convicción -mi capacidad de
pegarle una patada obstinada a la realidad que la ponga patas arriba
y yo pueda enfrentarme a ella o huir-. Y era curioso que fuese la
convicción, porque como sabes soy una digna descreída con el escepticismo
del converso. Y así fue, entre escepticismos, que edificamos nuestra
fe, nuestra fe en el otro sobre todo. Bromeábamos con que la gente
cuchicheaba aterrada cada vez que llegábamos: “Mira, ahí llegan
Cinismo y Sarcasmo”, como si fuéramos un dúo cómico infernal.
Nunca nos quedó claro quién era quién. Si lo analizas fríamente,
siempre éramos a cada momento lo que el otro necesitaba, el guantazo
suficiente que un tercero tendría que llevarse fuera de nosotros.
Pero sí: al final a mí sólo me quedó el cinismo y a ti el
sarcasmo. Lo sé porque más tarde los días se volvieron fríos y
grises, y a ti te hacía falta ese toque de realidad que se esconde
detrás de todo cinismo y que te mantenía con los pies en la tierra
-aunque cuando te lo diese me llamaras aguafiestas-; y a mí, ante
una dosis abrumadora de realidad, me faltaba esa última
carcajada de triunfo que tú siempre te sacabas del bolsillo.
Quizá una vez más nos
equivocamos en la teoría. Los parasiempre cambian y mutan, no somos
los Underwood para decirnos: nada es eterno, excepto nosotros... e
incluso ellos... Nos han mentido tanto desde que nacimos que ya sólo
podemos crear más mentiras para protegernos del mundo, y brindábamos
por los parasiempre intentando encontrar algo de luz en la oscuridad,
el ángel caído en las tinieblas -nuestro particular et
lux in tenebris lucet-. Por eso
el parasiempre no terminó en un lecho desordenado, champán -que
además siempre nos pareció una bebida vulgar- y condones usados
tirados por el suelo.
Quizá
el parasiempre se parece más a que silbes bajo un cielo neblinoso la
Canción del Extranjero o cantes distraído tú, mi amor,
la única extranjera, mientras
yo, a miles de kilómetros, piense en ti y escriba esto ya que verba
volant, scripta manent.
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