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15.1.21

Sobre el derecho al pataleo en los años tristes y la resistencia activa

 




La última década sin duda está dejando un poso social, debido a las dificultades socioeconómicas y políticas, que parece cada vez más difícil de combatir. Las generaciones nacidas en torno a la Transición se caracterizan por un profundo hedonismo que marcó su juventud y adultez, fruto de la paulatina escalada económica que floreció en los últimos años del siglo XX en España, aunque en gran proporción aquello se rebeló como el espejismo en el oasis a principios del siglo XXI.

Me remonto tan atrás porque intento comprender en la medida de lo posible lo que sucede con mi generación (años 90), la cual tuvo como referente a esas generaciones que la precedieron, las cuales ya parecían asentadas en el confort y en una vida más o menos resuelta. El año 2008 vino a darnos a todas un golpe de realidad que no cristalizaría en su inicio de crudeza hasta 2011. No habíamos aprendido aún a nadar y la primera ola económica arrasó con las expectativas de muchas de nosotras, no ya de gozar de los años de bonanza de los años anteriores (que las había), sino de no ver cuestionados una serie de derechos fundamentales que lamentablemente se dieron por sentado de forma socialmente mayoritaria (con la consecuente pérdida de los mismos).

El 15M nos dio esperanza, sin embargo poca era la organización del movimiento, dispersa su ideología y muchos los intereses por desarticularlo, como finalmente sucedió. Lo que sobrevivió de aquello y que mereció la pena, fueron los movimientos sociales que a día de hoy están entre desmovilizados, agonizantes o palpitando a la sombra de la pandemia de la covid-19 con las limitaciones tan enormes para la organización que suponen las medidas de distanciamiento social. La parte que llegó a la institución de todo aquello ha sido en su gran mayoría acoplada al sistema (Podemos) en un cogobierno con el PSOE que siempre dijeron que no conformarían y lo que aún permanece medianamente subversivo no tiene visos de prosperar sin que exista una parte importante de la sociedad que lo respalde.

Y esta breve pincelada introductoria me sirve para intentar hacer un esbozo de un panorama que ya muchos analistas políticos han revisado por activa y por pasiva, y si acaso puedo aportar algo es una visión más personal.

Cada ciertos meses sale alguna noticia sobre la pérdida de población joven en Córdoba o en Andalucía. No me hace falta hacer la cuenta ajustada para saber que el 90% de la gente cercana de mi generación ya no vive aquí. Y una generación joven que no se queda a pelear por sus derechos ni a reivindicar las condiciones para poder vivir en su sociedad de origen, no puede tener un impacto positivo de cambio sobre ésta. Conste que esto no es un reproche a mis congéneres, entiendo la desolación de que ya hayan elegido otros por ti hasta dónde puedes llegar en la tierra que te vio crecer y que tratar de golpear al sistema desde dentro o desde fuera se parece más a golpear una pared que a derribarla (quienes protestamos contra la implantación del plan Bolonia en la universidad lo sabemos bien). La esperanza de ganarse la vida no cristaliza a temperatura ambiente, hay que trabajarla, por eso digo que todo ésto no es un reproche, aunque sí un lamento, con el conocimiento también de la probabilidad de que me acabe uniendo a sus filas más pronto que tarde teniendo en cuenta que cada año la situación se vuelve más irrespirable en mi ciudad. El sistema capitalista nos va mordiendo los talones y el neoliberalismo parece que sólo tiene freno en sí mismo, esto es, cuando haya muerto de éxito llevándonos por delante con él (espero escribir en profundidad sobre esto en otro momento).

Ni siquiera en el exilio existen unas condiciones de vida encomiables, simplemente permiten vivir con dignidad. Estamos aceptando situaciones que parecían de otros tiempos con una naturalidad pasmosa. La precariedad, la inexistencia del tiempo para desarrollar la vida... ¿desde cuándo mi generación aceptó trabajar sin rechistar los fines de semana? ¿por qué hemos renunciado tan mansamente a la pérdida de la jornada de 8 horas (que sigue siendo abusiva)? Incluso en la generación nacida en los 50, que aplaudió La Transición en su mayoría, poseía todavía algún resquicio de revolución y sentido crítico. Hoy esa gente es sexagenaria y no tiene relevo alguno en las generaciones posteriores. En parte, entiendo sus quejas. También creo que es inevitable colaborar más o menos con el sistema para lograr un mínimo de estabilidad, y la estabilidad vuelve y volvió perezosa y manipulable a quienes ya eran adultos en la década de los 80, pues ya empezaban a tener cosas que podían perder. La heroína acabó deliberadamente además con lo que podía haber sido un germen de cambio. Actualmente ya no necesitamos de drogas que acaben con nosotras porque no representamos ningún peligro. No soy partidaria de teorías conspiranoicas, sin embargo no se me escapa que las condiciones para controlar la pandemia de la covid-19 son un método fabuloso para mantener a la población en una posición de sumisión que postergue la aparente paz social que nos venden los medios de comunicación. Y es que aún no vemos la radiografía social con la crudeza que requiere. El empleo, ya de por sí precario, ha sido dinamitado hasta un punto que desconocemos. Quienes ya fueron golpeados sin piedad por la crisis de 2008 y no se recuperaron nunca (aunque realmente casi nadie se ha recuperado quitando a los que siempre ganan) siguen dando coletazos a duras penas ahora en 2021.

Sin embargo, en la situación actual, aún en su desesperación, intento dar más de una vuelta y más de dos a cómo establecer una pequeña trinchera de resistencia. Es cierto que nos empezamos a quedar sin referentes, es cierto que el sálvese quien pueda nos empuja tanto al exilio como al individualismo que el neoliberalismo tan exitosamente ha implantado en nuestras cabezas; que, probablemente, la situación de colapso ecológico termine dibujando un panorama aún más desolador si cabe antes de que muchas de las que estamos aquí podamos marcharnos en paz. Quizá sólo podamos patalear hasta que todo llegue al puerto al que tenga que llegar. Y en ocasiones hasta el derecho al pataleo parece absurdo, pero es de lo poco que nos queda: renunciar a él es renunciar a la vida. Quizá la realidad tenga una habilidad tan tremenda de apisonar las ambiciones de cambio profundo, que seamos demasiado pocas para darle un auténtico giro de 180 grados al timón o que ya no quede tiempo siquiera para hacerlo. Los movimientos reaccionarios se vuelven a alzar y se nos cuelan en el salón sin darnos cuenta cuando encendemos la televisión o abrimos Instagram o Twitter. Tal vez sólo nos quede encender una lucecita de vez en cuando en toda esta oscuridad. No sucumbir a la apatía ni al desánimo, cuidar de lo que aún merezca la alegría en estos tiempos y no dejar que la caspa nos llegue hasta el cuello. El neoliberalismo también acaricia los egos desde la competitividad a la que nos somete, inquiriéndonos cada día sobre quién es el mejor y a costa de qué, en lugar de preguntar si en conjunto podemos simplemente vivir y ser felices. Se nos van a hacer largos los tiempos de resistencia, de eso ya no me cabe ninguna duda; pero es preciso que sean de resistencia activa, pues no hay nada más torpe que no ser capaz de leer los tiempos políticos en los que vivimos y, por ende, no poder adaptarnos. Mirar al pasado no nos salvará, tampoco vivir estancados en quimeras porque todo fue mejor, ni se pueden revivir momias que llevan muertas mucho tiempo. No hay soluciones antiguas para problemas nuevos aunque sea vetusta la raíz de los mismos.

Cuando iba al colegio me contaron una historia sobre una población que vivía feliz hasta que las aguas que le daban de beber cambiaron su composición y comenzaron a envenenar a la gente. Y las personas que bebían, poco a poco, iban volviéndose locas. Uno de los sabios del pueblo se dio cuenta de que el origen de todos los males estaba en el agua, pero cuando quiso avisar a la población ya era tarde y se habían vuelto todos locos menos él. Con el tiempo, acuciado por la soledad y el sentirse incomprendido en un pueblo donde reinaba la locura, decidió beber él también, pues le pesaba más la soledad que la necesidad de mantenerse cuerdo a toda costa. Durante muchos años he acudido a esta historia, a veces entendiendo al sabio, otras veces despreciando su decisión.

Y es que si queda alguna esperanza, por más que el sistema nos lo facilite, no debemos beber del agua. Ahí está la tarea revolucionaria: no beber del agua. Y a partir de ahí tratar de construir con los cuerdos y cuerdas que nos queden, que no es tarea fácil porque efectivamente cada día quedan menos.

¿Podría ser la tarea de la izquierda política? O de lo que quede de ella en estos tiempos. Aunque con todo esto no pretendo dar lecciones a nadie, son sólo pensamientos escritos para encontrar una solución ante el panorama que nos rodea más o menos satisfactoria a nivel personal, adaptativa pero fiel a su esencia. 

De modo que puede que intente pasar así lo que me quede vida a pesar de los momentos de desaliento: tratando de encender la luz de vez en cuando (abrazar y promover la crítica, el análisis, la construcción) y, ante todo, sin beber del agua.


Y sacaré la fuerza que esconde mi flaqueza...







21.5.20

Deseada ataraxia y apatheia





Para alcanzar la ataraxia y la apatheia es necesario alejarse de todo aquello que produce perturbación en la medida de lo posible, así como lidiar y gestionar las perturbaciones allí donde se presenten.

En un mundo dominado por la ideología neoliberal, la perturbación no sólo se presenta de manera natural sino que además se inmiscuye de forma molesta e intrusiva sin que parezca posible evitarla. Sociedades alejadas de la naturaleza, que nacen y crecen rodeadas de cemento tienen muy difícil el desarrollo de la ecuanimidad que les permitirá ser libres. Sociedades construidas en base al deseo y no a la racionalización y análisis de lo que nos rodea nos condena inevitablemente a la infelicidad.

El estoicismo se hermana muy a menudo con el budismo, ya que un punto común es que para que cese el sufrimiento intrínseco a la vida, la renuncia al placer es el único camino.

Sin embargo, desde un punto de vista hedonista ¿tiene sentido venir a este mundo, con todas las complicaciones inherentes y a una misma vez renunciar a lo bueno que pueda ofrecer, placeres que pueden ser motivo para vivir en un sistema dominado por la crueldad? ¿Puede haber placeres que no deriven en sufrimiento? ¿Puede haber placeres buenos en una sociedad acostumbrada a vivir en el hostigamiento y la destrucción?

Difícilmente.

Si el observar y el no juzgar son dos pilares fundamentales de la actitud estoica,  entendemos pues que la aceptación de la vida tal cual viene debería ser una premisa necesaria.

¿Hay diferencia entre aceptación y resignación? ¿Dónde está el límite de una y corre el riesgo de comenzar la otra?

¿Debe ser el miedo al sufrimiento lo que nos empuje a la renuncia del placer, lo cual podría significar, hasta cierto punto, renunciar a la vida?

Hasta el lago más tranquilo en apariencia tiene sus corrientes subterráneas así como la vida que subyace debajo: algas, peces, formas de vida en tamaño micro. Y sin embargo todo se integra en perfecto equilibrio. No tendría sentido un lago muerto y estanco, carente de vida y de movimiento, pues de ese modo correría riesgo notoriamente de desaparecer tarde o temprano. ¿Cuántos charcos se evaporan a lo largo del día y podrían conformar a su vez, en conjunción, un lago completo?

Entonces, ¿cuál es el camino hacia la ecuanimidad? ¿Qué camino te lleva a aceptar la vida tal cual viene, gestionar los envites de la vida y salir ileso o dañado de la menor forma posible?
¿Es posible vivir al margen de la vida?

En otro orden de cosas, ¿es posible aferrarse al presente de tal forma que ni el futuro ni el pasado supongan perturbaciones que intervengan en el desarrollo de la vida? El futuro está por nacer, pero el pasado tiene ramas muy largas que pueden llegar a alcanzar la copa del árbol, desestabilizarlo, torcerlo y finalmente secarlo.

Hay quien dice que en el fondo no importa, porque todas las decisiones que vamos a tomar realmente ya la hemos tomado y el ordenamiento temporal de acontecimientos sólo es necesario para conciencias humanas temporales como las nuestras.

El dominio de las pasiones se presenta como una habilidad a practicar para que estas no nos arrastren y nos hagan profundamente infelices, pero ¿cómo puede alcanzarse la excelencia en este ámbito?

¿Cómo puede alcanzarse la liberación antes de que llegue el momento de morir?

¿Realmente es suficiente el respeto y la confianza en la vida?





5.3.20

Dejar marchar


Hace unos días estaba pensando en el paso del tiempo y en cómo cambia la vida. Recibí una noticia que me sumergió en una profunda introspección y por algún motivo estaba más sensible de la cuenta, así que me puse a pasear y pensar, dos actividades que cada vez se hacen menos por el puro placer de hacerlas.

Dándole vueltas a varios asuntos, me di cuenta de que 2019 ha marcado tanto mi vida porque ha sido un año de bienvenidas y despedidas. Pero creo que la mayor lección que vino a enseñarme fue la de aprender a dejar marchar. Cómo se dice adiós a lo que no quieres decir adiós, ya sea por cuestión de pragmatismo o por amor.

No es sencillo, claro.

A veces, porque a quienes tienes que decir adiós son personas en las que tenías depositadas cierta confianza y te traicionaron; pero era más cómodo vivir ajena y a esta realidad a pesar de la sospecha.

A veces, porque a quienes tienes que decir adiós te dañan y lastiman, queriendo o sin querer, pero el hecho es que te restan y te minan; pero la rutina a veces se plantea como lo único seguro en esta existencia permanentemente cambiante del siglo XXI.

A veces, porque a lo que tienes que decir adiós es a una vida conocida y todo lo que se antoja más allá es lo desconocido; y lo desconocido suele dar miedo y es un reto.

A veces, porque a quien tienes que decir adiós es a un gran amor pero la muerte se cruza en el camino.

A veces, porque tienes todas tus virtudes y defectos encima de la mesa y tienes que aprender a elegir qué llevas contigo y qué quieres dejar atrás. Preguntarte en serio quién quieres llegar a ser.

A veces, porque incluso quienes dicen quererte no te comprenden y lo mejor es separar caminos porque las evoluciones en la vida a veces nos acercan y otras nos alejan.

Que el año pasado haya querido darme una lección no significa sin embargo que la haya aprendido del todo. Aún me quedan cosas que limar. Aún me quedan pérdidas que enfrentar o ganancias que no quiero conmigo.

Y al final del todo, el apego.

Yo lo intento y a veces hasta casi lo consigo. Superar el apego, digo. Consigo horas, días, de crecimiento en soledad, de aprender de mí misma, de silencios que me aportan pensamientos o sensaciones que necesito sin precisar de nada ni nadie. Antes, que era la eterna nostálgica que sentía apego incluso por situaciones no vividas creo que, aquella persona que era, convendrá conmigo que ahora soy una persona más libre. Que sufre menos.

En ocasiones me siento aliviada y en otras me asusto. Es una contraprogramación y reprogramación brutal, porque en esta vida te enseñan a apegarte a todo desde que naces. En psicología, el modo en el que te trata tu familia se supone que enmarca tus relaciones adultas y eso se llama directamente, estilos de apego.

Me repito que lo malo no es “tener” cosas, “vivir” situaciones, sino dejar que eso te domine. ¿Se trata de eso, no? Tampoco debería encerrarme entre cuatro paredes porque me inquiete lo que puede suceder.

En cualquier caso, ahí estaba yo dando vueltas en círculos a un cuadrado (la circunvalación del cuadrado en lugar de la cuadratura del círculo, mucho más flexible, dónde va a parar) y me percataba, por un lado, de lo mucho que he aprendido y por otro lo mucho que me queda por aprender.

Cómo se casa que necesitemos anclajes básicos (agua, alimento, oxígeno) pero también otras circunstancias sociales que te ayuden a florecer, además de que haya anclajes deseables pero no necesarios. Y si bien no podemos decir que sintamos apego por el agua, sino que la necesitamos directamente; cómo se puede distinguir el apego de la necesidad a un nivel muy básico, a pesar de las toneladas de explicaciones racionales que intentamos aportar al respecto.

Reconozco, por otro lado, que cuando me siento débil en algunas situaciones hago barbaridades. Y busco experiencias que me sacudan de arriba abajo sólo para comprender que puedo vivirlas, que es bueno vivirlas y que saldré fortalecida de ella. Que no pasa nada para no ser un poquito kamikaze y liarse la manta a la cabeza. Y de comportamientos kamikazes y más en situaciones de terror, tengo algo de bagaje. Exposición a la fobia, que también dirían los terapeutas.

Total, que después de tantas vueltas me quité los pensamientos y sensaciones sombrías de encima y traté de quedarme con el pellizquito de quien se sabe aprendiz y le da reparo que le pregunten la lección demasiado pronto porque no se la sabe del todo bien. Y tengo tendencia al perfeccionismo, por más que a algunas personas les cueste creérselo porque choca diametralmente con mi otra naturaleza de estoica o de “paso de todo”.

Creo que a veces me gustaría ser la perfecta cínica. Cínica en el sentido de seguidora de la escuela filosófica cínica; el otro cinismo lo dejo para el humor ácido, pero no para la cotianeidad.

Y aunque no haya llegado a muchas conclusiones en este escrito (creo que nunca lo hago de todas formas, como decía Oscar Wilde, ya no soy tan joven como para saberlo todo) , gracias por leerme, quien quiera que seas.



1.11.18

No rendirse nunca es algo que sólo decimos cuando estamos rotas


Y el dolor se me disfraza de vacío existencial
pero no, no, no; hay que tirar pa´lante 
aunque se escondan las ganas,
se me confunden mil motivos para amar la vida
y odiar este sistema cruel
y un abismo se abre a veces cuando me quedo sola ah, ah, ay...
-Donde duele, La Otra-




Últimamente tengo la sensación de que me voy llenando de tantas cosas que termino desalojándome de mí misma. Hay demasiado ruido y consigue abrir una brecha en el cada vez más pequeño dique que me separa del mundo, y se cuela por ahí y me ensordece. Entonces me entra una sensación de asfixia que sólo se me pasa en los pocos momentos que consigo salir a respirar mientras no pienso en nada.

Existo entre la responsabilidad y la evasión, lo que significa no vivir en absoluto. Se me acorta la mecha de la espontaneidad y oigo de lejos el murmullo de esa conocida enemiga que es la inercia y que me impera rendirme a sus pies mientras le entrego mi vida. Y algo se rebela en mi interior, esa fuerza de salvamento que quiere retirarme de la no-existencia y que asoma la cabeza poco a poco, mientras rezo para tener energía para cuando llegue. Y no sucumbir a este hastío, a los días repetitivos que vas tachando porque no los vives en absoluto. Hay pequeñas chispas en ocasiones, algo que se parece a vivir de verdad, pero son fugaces y apenas las ves.

Miro a mi alrededor y veo a mucha gente inmersa en la inercia. Entre ellas yo, muchos días, muchas semanas. Con la ansiedad apoderándose de mis noches y el insomnio de antes del amanecer. Y vienen ecos del pasado a recordarme que yo plantaba cara a la inercia, incluso cuando no tenía ganas, incluso cuando no tenía fuerzas y que esa era la clave de todo. Romperle el juego a la inercia. Cultivar los momentos que querías vivir y regarlos con mimo. Esa era la vida.

¿Qué será de mi vida?
Desde luego nunca soporté bien el frío.
Ni por dentro, ni por fuera.