Hace unos días estaba pensando en
el paso del tiempo y en cómo cambia la vida. Recibí una noticia que me sumergió
en una profunda introspección y por algún motivo estaba más sensible de la
cuenta, así que me puse a pasear y pensar, dos actividades que cada vez se
hacen menos por el puro placer de hacerlas.
Dándole vueltas a varios asuntos,
me di cuenta de que 2019 ha marcado tanto mi vida porque ha sido un año de
bienvenidas y despedidas. Pero creo que la mayor lección que vino a enseñarme
fue la de aprender a dejar marchar. Cómo se dice adiós a lo que no quieres
decir adiós, ya sea por cuestión de pragmatismo o por amor.
No es sencillo, claro.
A veces, porque a quienes tienes
que decir adiós son personas en las que tenías depositadas cierta confianza y
te traicionaron; pero era más cómodo vivir ajena y a esta realidad a pesar de
la sospecha.
A veces, porque a quienes tienes
que decir adiós te dañan y lastiman, queriendo o sin querer, pero el hecho es
que te restan y te minan; pero la rutina a veces se plantea como lo único seguro
en esta existencia permanentemente cambiante del siglo XXI.
A veces, porque a lo que tienes
que decir adiós es a una vida conocida y todo lo que se antoja más allá es lo
desconocido; y lo desconocido suele dar miedo y es un reto.
A veces, porque a quien tienes
que decir adiós es a un gran amor pero la muerte se cruza en el camino.
A veces, porque tienes todas tus
virtudes y defectos encima de la mesa y tienes que aprender a elegir qué llevas
contigo y qué quieres dejar atrás. Preguntarte en serio quién quieres llegar a
ser.
A veces, porque incluso quienes
dicen quererte no te comprenden y lo mejor es separar caminos porque las
evoluciones en la vida a veces nos acercan y otras nos alejan.
Que el año pasado haya querido darme
una lección no significa sin embargo que la haya aprendido del todo. Aún me
quedan cosas que limar. Aún me quedan pérdidas que enfrentar o ganancias que no
quiero conmigo.
Y al final del todo, el apego.
Yo lo intento y a veces hasta
casi lo consigo. Superar el apego, digo. Consigo horas, días, de crecimiento en
soledad, de aprender de mí misma, de silencios que me aportan pensamientos o
sensaciones que necesito sin precisar de nada ni nadie. Antes, que era la eterna nostálgica que sentía apego
incluso por situaciones no vividas creo que, aquella persona que era, convendrá
conmigo que ahora soy una persona más libre. Que sufre menos.
En ocasiones me siento aliviada y
en otras me asusto. Es una contraprogramación y reprogramación brutal, porque
en esta vida te enseñan a apegarte a todo desde que naces. En psicología, el
modo en el que te trata tu familia se supone que enmarca tus relaciones adultas
y eso se llama directamente, estilos de apego.
Me repito que lo malo no es “tener”
cosas, “vivir” situaciones, sino dejar que eso te domine. ¿Se trata de eso, no?
Tampoco debería encerrarme entre cuatro paredes porque me inquiete lo que puede
suceder.
En cualquier caso, ahí estaba yo
dando vueltas en círculos a un cuadrado (la circunvalación del cuadrado en
lugar de la cuadratura del círculo, mucho más flexible, dónde va a parar) y me percataba,
por un lado, de lo mucho que he aprendido y por otro lo mucho que me queda por
aprender.
Cómo se casa que necesitemos
anclajes básicos (agua, alimento, oxígeno) pero también otras circunstancias
sociales que te ayuden a florecer, además de que haya anclajes deseables pero
no necesarios. Y si bien no podemos decir que sintamos apego por el agua, sino
que la necesitamos directamente; cómo se puede distinguir el apego de la
necesidad a un nivel muy básico, a pesar de las toneladas de explicaciones
racionales que intentamos aportar al respecto.
Reconozco, por otro lado, que
cuando me siento débil en algunas situaciones hago barbaridades. Y busco
experiencias que me sacudan de arriba abajo sólo para comprender que puedo
vivirlas, que es bueno vivirlas y que saldré fortalecida de ella. Que no pasa
nada para no ser un poquito kamikaze y liarse la manta a la cabeza. Y de comportamientos
kamikazes y más en situaciones de terror, tengo algo de bagaje. Exposición a la fobia, que también dirían los terapeutas.
Total, que después de tantas
vueltas me quité los pensamientos y sensaciones sombrías de encima y traté de
quedarme con el pellizquito de quien se sabe aprendiz y le da reparo que le
pregunten la lección demasiado pronto porque no se la sabe del todo bien. Y
tengo tendencia al perfeccionismo, por más que a algunas personas les cueste
creérselo porque choca diametralmente con mi otra naturaleza de estoica o de “paso
de todo”.
Creo que a veces me gustaría ser
la perfecta cínica. Cínica en el sentido de seguidora de la escuela filosófica
cínica; el otro cinismo lo dejo para el humor ácido, pero no para la cotianeidad.
Y aunque no haya llegado a muchas
conclusiones en este escrito (creo que nunca lo hago de todas formas, como decía
Oscar Wilde, ya no soy tan joven como para saberlo todo) , gracias por leerme,
quien quiera que seas.
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