11.1.18

La juventud dispersa


¿Cómo sienta Londres en enero?
Me comentas lo frío que es aquello,
que la noche trae la niebla
que llueve sin parar.

Tú estás bien; es mi deseo, y lo confirmas
bebiendo pintas junto al fuego
en tu piso de alquiler:
estrenas trabajo nuevo
y siento una sonrisa que no puedo ver
al otro lado del teléfono.
Aunque sufras injusticias
para ti todo es un sueño:
Algo que en la tierra en que nacimos
no podríamos creer.

Me preguntas: ¿Cómo estás?
Por aquí todo va bien.
Ya sabes, soy caña fuerte
que se dobla astutamente
cuando ruge tempestad,
esperando agazapada
una oportunidad.
En mi línea permanente.
Algo más vieja, la verdad.
Ya no estamos los de siempre.
Algunos se fueron al norte,
pero muchos han cruzado el mar
hacia oriente u occidente.


¿El futuro? Inobservable.
Lucho por que la primavera
traiga al menos un poco de paz.
Ya no sé cuánto debe preocuparme,
la verdad,
esta incertidumbre intransigente.

Sabes como yo lo que cuesta
que cada día
no se parezca al siguiente.

Tú echas de menos los lugares comunes,
yo echo de menos a mi gente diaria
(esa de la que formas parte,
esa tan extraordinaria).

Tú haces el exilio en Londres
y yo,
yo hago el exilio en casa.

Sobrevivimos a la novedad acostumbrada.
Tú intentas crear un rincón de siempre
que te arrope en tu nueva ciudad;
yo intento crear otra ciudad
en nuestra ciudad de siempre.
En conjunto, una que nos recuerde
a quienes ya no están.

No es nada fácil, sé cómo te sientes
reinventando un mundo que nos pintaron dulcemente,
cuando en realidad
cada opción se dibujó
de la mayor temeridad.

Marcharse o quedarse, qué más da.
Siempre recogiendo migas
de las generaciones precedentes
que nos miran impacientes
diciéndonos qué hemos de hacer
con nuestra vida.

Si el amor se entierra en vida,
la amistad ¿cómo se olvida?,
escribí una vez que las aceras, envejecidas,
fueron asoladas y marchitas.

¿Eres desarraigada por marcharte?
¿Soy yo una cobarde por quedarme?
Los mayores que todo saben
siempre quieren opinar.
(Pero el terror es sólo nuestro)

Nos mandaron a una guerra
sin armas ni resistencia
bajo la promesa vacía
de que lo bueno 
estaba por llegar.

¿Y hemos de competir entre nosotros
por el sueño neoliberal?
¿Por medirnos en cuentas corrientes el éxito
y la felicidad?

Todos sufrimos el destierro de esperanzas
aunque nunca nos lleguemos a cruzar.
Tú, desde el exilio en Londres;
y yo, desde el exilio en casa.










2.1.18

De Gata a Gata


(De esta Gata de Zinc que deambula por tejados ardientes intentando mantenerse siempre en pie a la Gran Gata Cattana)

Llevo mucho tiempo pensando en escribir esto y nunca termino de saber cómo. Creo que soy capaz ahora por el impuso del año nuevo, por la reflexión casi inevitable del año que ha terminado y las cosas que he vivido y más me han impactado de él. Tú has sido una de ellas.

Supe de ti hace un año y un mes. Viniste a mi ciudad a presentar tu primer libro. Me gustó el título nada más oírlo porque de pequeña me obsesioné levemente con ella “La escala de Mohs”. No llegué a tiempo a la presentación no recuerdo por qué. Supongo que por esas cosas triviales del día a día que te retrasan más de lo debido y hacen que te pierdas cosas importantes. Tengo que aprender a administrar mejor el tiempo. Apenas sabía de ti y ya me diste una lección. Recuerdo que investigué sobre ti, escuché algunas de tus canciones y me sorprendieron. Y mira que el rap nunca ha sido un estilo que haya estado entre mis preferencias, pero ahí estabas tú con canciones que se asemejaban a poemas cuyos nombres me son tan familiares como Lisístrata. ¿Quién hacía ese tipo de cosas? Sólo la Gata. Eras una pionera, una perla brillando en el océano del escaso futuro que tenemos en este país para que la cultura sobreviva.

Recuerdo la tarde en la que me enteré de tu fallecimiento. No nos conocíamos en persona, pero no sé por qué me golpeó como si de algún modo lo hiciéramos. No nos conocíamos, pero no podía dejar de ver ciertas semejanzas entre las dos. La primera, la más obvia, nuestra edad. Las dos teníamos veintiséis años y yo aquí estaba y tú, sin embargo, no. Siempre hay algo de injusticia en algunas muertes, pero en algunas más que en otras. Y la tuya era especialmente injusta. No sólo por tu edad, sino por quien eras y por lo que prometías llegar a ser. Cuando morimos, a todas por igual nos roban el presente; a ti, sin embargo, también te robaron el futuro –porque sólo algunas vidas esconden el rumor, a lo lejos, del Futuro-. Se hace inevitable no sacar a colación ese verso tuyo: Merecerte la vida/ hasta tal punto/ que tu muerte/ parezca una injusticia. Hablabas del oficio del poeta en ese poema, así se llama: “Tu oficio, poeta”. Creo que ha sido tu obra que más me ha impactado, junto con “La Satine”. Me dieron tal puñetazo cuando las leí que casi me caigo de espaldas. En la primera, decías: Tu oficio, poeta, es dignificar la especie/ Hacer que quepa la duda/ decir: “Algunos eran buenos. /Algunos no eran prescindibles”. Si me oyeras a los dieciocho años cavilar sobre ese mismo dilema, devanándome la cabeza acerca de para qué servía todo lo que escribía. Cuando me dio mi primera crisis real con esto de escribir y estuve meses sin hacerlo (yo, que a veces no podía dejar pasar ni un solo día sin sacar la libreta de emergencia que siempre llevaba en el bolso). Y me daba miedo que el tiempo me volviera insensible, que me convirtiera en científica o psicoanalista, que no fuera capaz de escribir relatos o poemas. Aunque no fueran buenos. Era la incapacidad para sacar lo que tenía dentro lo que me daba miedo de verdad. Volverme opaca y ahogarme con todas esas palabras dentro. Porque lo que no dices y se queda en el interior, te devora. Y quizá para mí escribir no sé si era una contribución a dignificar mi especie, pero sí que era una forma de salvarme, de no rendirme… ¿se puede considerar eso dignificar? En “La Satine” lo que reconozco es parte de mi esencia en general, pero sobre todo cuando dices: Venían los días estándar en que lloraba/ como una niña que apenas piensa en imágenes/ y pataleaba como intentando apartar semejante carga/ la nada, el sinsentido que es todo/ y la responsabilidad de andar con la cabeza erguida. En ocasiones es eso lo que me cuesta, andar con la cabeza erguida… y escribir. Con la certeza de que si dejo de hacer cualquiera de las dos me perderé a mí misma. Tendré que retomar esa primera lección que me diste sobre no dejar pasar las cosas importantes por otras más triviales que al final son una trampa.

En tu libro, en otro de los poemas, te reconoces sabionda y repelente. Eso también me suena porque me lo han llamado varias veces a lo largo de mi vida (aunque conforme pasan los años intento disimular ambas, a pesar de saber que a veces es necesario repeler a cierta gente y que ser sabionda es casi un halago y salvavidas en esta realidad donde día sí y día también se le hace un monumento a la ignorancia). Y me reconozco en tantas otras palabras que me hacen sonreír. Y en tu afición de plasmar la cultura grecorromana en tus versos y que te salga tan natural (cosa que a mí no me pasa). Y que hables de Baudelaire. Y que arda el feminismo en tus letras.

No caeré en la trampa de pensar que nos llevaríamos bien. No porque tenga la impresión de que no me fueras a caer bien –que intuyo que sí- , sino porque hablar desde el desconocimiento (y desde lo imposible ahora), nunca es justo. Es como cuando alguien cercano te dice “Tienes que conocer a X, os vais a llevar genial”, y luego resulta que os conocéis y no es para nada así. Pero sí que creo que, de coincidir, podríamos haber tenido debates interesantes y que habría aprendido mucho contigo. Y que te hubiera envidiado desde la admiración (de esto sí que tengo pleno conocimiento, porque creo que envidiarte desde la admiración es algo que he hecho desde que supe de tu existencia).

Resultó que, por una rarísima concatenación de circunstancias, me acerqué a algunas de las personas que formaban parte de tu vida. Conocí donde creciste, conocí a tus padres, a parte de tu familia, a personas con las que tuviste algo, a amigas y amigos tuyos. Leí tus poemas allí, delante de todos ellos. Y fue tan hermoso como extraño, porque no podía evitar preguntarme: ¿qué ocurriría si de pronto una persona que tan sólo me conociese de oídas o desde una vaga intuición de pronto se viera inmersa en mi vida? Que conociera mis aficiones, mis lugares, mis personas queridas, parte de mi forma de estar en el mundo. Sólo puedo desear que, si bien no llegué a tiempo a la presentación de tu libro –lo que me hizo sentir que había fallado en estar donde tenía que estar-, sí que hice bien estando en todo aquello que surgió en torno a ti. Me llevé cosas muy bonitas de aquella experiencia y jamás lo olvidaré.

Quiero ser guerra como tú, renacer en este nuevo año como guerra que seguir dando en este mundo, también hasta el fin de mis días y a pesar de todo. Usar estos veintisiete que no pudiste cumplir para dejar atadas una serie de cosas que tú sí supiste atajar a los veintiséis. Ser Gata en definitiva, aunque tú lo fueras a la ofensiva y yo lo sea a la defensiva.


O simplemente aprender que, a veces, la mejor defensa es un buen ataque.