24.11.19

Largo domingo de noviembre


Llevo caminando todo el día. En parte de modo consciente, en parte de modo inconsciente. Sólo me he detenido en un par de momentos para recobrar fuerzas. Cuando sales del centro de la ciudad empiezas a encontrarte la realidad del 90%, como señoras con mala cara fregando los escalones del portal o parejas adolescentes vistiendo de chándal que se cogen de la mano y se ponen ojitos mientras mastican chicle. También está la típica familia que no pertenece al barrio, sólo venimos a visitar a la familia, y que se esmera en reflejar su foraneidad con cashmere y perfumes penetrantes mientras los hijos se pelean y muerden en la acera bajo la atenta negligencia de los padres.

La verdad es que llevo tanto tiempo sin pasear la ciudad que se supone que habito, que se me había olvidado que aún la gente dominguea. Que desenfundan los tacones de Carolina Herrera, las camisas de marca planchadas con jerseys encima de tonos oscuros y, ahora que el otoño ofrece con descaro temperaturas bajas, se animan a acercarse a la carpa de Navidad. La perenne carpa de Navidad de finales de noviembre. La verdad es que hay cierta magia en esos puestos que huelen a gofre, incienso, palomitas y sudor infantil, así todo junto. Las tiendas habituales están cerradas, pero los puestecillos navideños ofrecen algo que ver. Yo, en un alarde de normalidad, camino entre las personas que ven los puestos y me detengo para comprobar que, otro año más, ofrecen lo mismo. Hay un puesto que vende relojes de bolsillo, uno de esos objetos que me encantaría poseer pero que racionalmente sé que nunca jamás utilizaría, y entonces un chaval me aborda porque me confunde con su hermana, que está justo a mi lado. El chico, de unos quince años, tiene una pulserita de España que acaba de comprar y le dice a la hermana que le ayude a ponérsela. A mí me entra una pena profunda al ver que la gente joven cada vez es más rancia y me acuerdo de las palabras que un ex-sindicalista me dijo esta misma mañana sobre que él invita a la gente joven a no desanimarse porque nosotros siempre estuvimos en minoría. No sé qué tiene la minoría que últimamente me toca mucho la moral. Será que estoy cansada, será que se aproxima la Navidad o que hace frío y me harta bastante el delicado equilibrio entre la disputa y la monotonía en la que suelo estar inmersa. Me viene a la mente un pequeño párrafo que leí en un artículo que decía “Las libertades, si no son compartidas, no son libertades, son privilegios que nos subyugan”, y que esa simple frase, que tenía un contexto muy concreto, me ha dado mucho que pensar esta semana en un sentido amplio.

Al salir de la carpa me enfrento a la típica escena de pastelería tradicional donde queda por la tarde la gente que no precisa de renta mínima de inserción. He de confesar que siento una debilidad costumbrista y antiestética por las señoras de entre sesenta y setenta y cinco años que quedan con las amigas, muchas de ellas viudas, a tomar café descafeinado con sacarina a las cinco de la tarde (pero que se lían y terminan de carajillos hasta las ocho). Digo lo de antiestética porque me resulta paradójico: forman una candorosa escena que me produce sincero horror y a la vez me cautiva. Se esmeran tanto en arreglarse que se convierten en caricaturas. Ellas, que tienen pasta porque hicieron buenos matrimonios, visten de forma idéntica variando colores y todas llevan abrigos de visón (Neovison vison), lucen perlas o joyas de oro, y se maquillan de un modo que no comprendo pero que me fascina (mucha sombra de ojos alrededor de los ídem que las asemejan a lechuzas libertinas y tonos intensos de labios que van del fucsia al marrón, pero nunca es rojo). Rematan el conjunto, eso sí, con pañuelos de seda al cuello, muestra de impoluta decencia. Estoy segura de que si me acercase a ellas desprenderían un aroma a esencia de rosas, jazmín y violetas algo polvorientas mezclado con tabaco rubio, contraste que me recuerda a las maestras que tenía en preescolar a punto de jubilarse. Me da seguridad y nostalgia a un mismo tiempo el no llegar a ser como esas señoras, con la misma nostalgia con la que mi madre imaginaba que yo cumpliría mi rol de mujer a la perfección mientras la cruda realidad era que me esmeraba en tirar el más mínimo acercamiento a mi género retrete abajo. Y es que en mi casa, como en cualquier hogar español cuyos integrantes pisaron la universidad y que se fraguó en los ochenta tras la consecución de la ansiada estabilidad laboral (animal mitológico favorito de mi generación), pecaban mucho de eso de creerse clase media. Y la clase media intenta abarrotar las terrazas de las pastelerías tradicionales de la ciudad para confundirse con esas señoras, que son la verdadera gente bien.

Y mientras paseo entre personas vestidas con elegancia, sonrío al comprobar que yo sigo vistiendo de forma insultantemente práctica, como si en cualquier momento pudiera pasar algo y tuviera que salir corriendo (algo que forma parte de mi cotidianeidad y de mi íntimo deseo de que el apocalipsis nos sorprenda, a poder ser zombie, y que me permita morir de forma épica disparando una AK-47 contra descerebrados; cosa a la que también me dedico en mi día a día, de forma metafórica. Los deseos conscientes y subconscientes supongo que no se alejan mucho de la realidad tangible).

Observo también que hay muchas parejas por la calle. Imagino que el frío llama a eso, a arrejuntarse. Hay un chico y una chica con gorros de lana, pelados de frío, que se besan sin pudor bajo la agresiva iluminación de una tienda de lencería y parecen muy enamorados. Creo que la última vez que hice algo así tenía diecisiete años. Hasta los más informales se vuelven formales cuando llega el otoño e invierno y parece que la ciudad se paraliza; es mejor entonces pasear de la mano con tu novia de cinco meses en lugar de comer sopa de sobre individual viendo películas de Antena 3 en el sofá. Y no los culpo.

Paso por delante de una zapatería donde venden botas de color mostaza. Yo nunca he tenido unas botas de color mostaza, salvo unas que me regaló por Navidad mi ex de hace ya varios años atrás. Al principio me las ponía mucho, pero pronto se les hizo un agujero en las plantillas y empezaron a clavárseme en la piel. Meses después dejé a mi ex. Mientras caminaba por la ciudad con esas botas que me producían heridas (y yo soportaba porque me daba pereza comprarme otras) comprendí lo mucho que se parecen las relaciones de pareja a las botas (de color mostaza).




10.11.19

El continente roto



Estoy cansada de ver el descaro con el que a menudo las personas depositan, unas sobre otras, como si de un contenedor de basura se tratase, las responsabilidades que bien debieran de tener para con uno mismo en los demás.

Las personas no saben amar. Dicen que aman, pero no saben. Es un verbo que le viene grande a la mayoría y que emplean con demasiada ligereza.

Estamos convirtiendo a las personas en máquinas. No las apreciamos por quienes son, sino por lo que pueden hacer (por y para nosotrxs).

Así tenemos una lista de funciones, una lista de funciones para cada una de las personas que nos rodean según el estatus social que gocen en su relación para con nosotrxs (pareja, familia, amistades, amantes, compañerxs de trabajo… ya sabemos que la pareja y la familia ocupan escalones especiales y todo lo demás pues… le sigue con desgana en esta sociedad de vínculos jerarquizados y perfectamente delimitados) en las que descargamos ese saco de funciones sin que nos tiemble  el pulso lo más mínimo.

Lo de lxs compañerxs de trabajo puede ser lo que más sentido tenga ver desde una perspectiva neoliberal. Al fin y al cabo somos solamente piezas, engranajes, dentro de una empresa o institución. Una colmena que no funciona en base, por lo general, al bien común, sino a la mejora de la productividad que repercuta en la cúspide de la pirámide. Lo único que hacemos es repetir de manera más o menos consciente todo lo que nos enseñó el capitalismo en estas relaciones. Es más, tenemos contratos donde se definen todas y cada una de esas funciones. La relación con jefes y subalternos. Es explícito. Lo puedes leer y firmar, o no.

Pero esta forma sucia de intercambio pactado, lo hemos llevado a los rincones más íntimos de nuestra existencia. Como siempre, lo más puro es y será la amistad, aunque no está exenta de riesgos. La falta de comunicación puede herirla de gravedad, aunque no suele pasar, porque es precisamente con las amistades con quienes no solemos tener filtro. Con quienes podemos SER de verdad.

Sin embargo, cuando se ¿estrecha? el cerco vienen los problemas. Pongo lo de estrechar entre interrogaciones porque hay amistades con las que he tenido una relación más estrecha que con familia o parejas.

La familia. ¿Quién no ha escuchado alguna vez eso de “si no tienes hijos, ¿quién te cuidará cuando envejezcas”? No se tienen hijos por deseo. Se tienen hijos por su función. Por costumbre. O por tradición. Más allá de plantearse nadie el dilema filosófico de traer al mundo a alguien que no sabes si desea o no vivir, pues el acto de hacer nacer es una imposición en sí misma. Adjudicamos funciones sobre personas que ni siquiera están aquí. Tenemos hijos por egoísmo, porque nos dan estatus social cuando llega cierta edad, por tener a alguien que lleve “nuestros genes”, porque los abuelos quieren tener nietos, porque nos hacen descuentos en la declaración de la renta. Pocas personas escapan a las motivaciones puramente egoístas a la hora de embarcar a alguien en la difícil misión de nacer (y crecer) en este mundo. Y así no se deberían traer criaturas al planeta, como si fueran fotocopias que vomita una impresora. La familia y su función de proveer, de protección… pero también como institución de autoridad, de obligada multiplicación, de única forma de entender los lazos de afecto más cercanos. Probablemente las familias con personas adultas más sanas sean las que adopten, pero no como último recurso cuando tener un mini-yo les ha salido mal. Sino aquellas que lo hacen por auténtica convicción, por el altruismo de saber que una familia no debería tener derecho a tener hijos, sino que son si acaso las personas menores quienes tienen derecho a tener una familia.

Y no me hagáis hablar de amantes o parejas. Del kit de funciones cuidadosamente detalladas que les entregamos (aunque sólo sea desde la imaginación). Y cuando las funciones empiezan a decaer o ni siquiera llegan a cumplirse, apartamos a esas personas. Porque eran sólo eso, ejecutores, ejecutoras de nuestros deseos. Y cuando revelan su autonomía frente a las funciones o tratamos de someterlas o las tiramos a la basura. Aquellas personas que decíamos amar. Porque no las queríamos por quienes eran, sino por la función que ejercían para nosotrxs. No las amábamos realmente. Y todo esto encadenado una y otra vez, una y otra vez hasta el hastío, el aburrimiento.

Cómo no caer en el descreimiento.

Personalmente me he cansado de ser un continente de basura de otras personas y ahora soy un continente roto por elección, roto por mis propias manos, que se vacía de aquellas formas de ser que no se corresponden con mi esencia misma; las deposite quien las deposite.

No estamos aquí para complacer a nadie y hay que entender esto en su máxima crudeza. Porque el ser humano, y sobre todo las mujeres, buscamos complacer para que nos quieran. Porque si no complacemos al pie de la letra, ya empiezan las malas caras, los silencios, las distancias.

Nadie es un robot para cumplir funciones ni expectativas. Y sólo renunciando a esto de forma consciente se puede alcanzar algo de autenticidad en el modo de relacionarnos con otras personas.



Las parejas construidas sobre los moldes del amor romántico se resumen todas en una canción de NV: