29.11.14

Errando


A veces me pregunto
si tan sólo unos pasos nos separan,
cómo será la distancia que nos una.

Si podré abrazarme a ti
como los árboles al cielo
se agarran con sus ramas.

Si podrás ser esa mancha de tinta
dispersa en mi océano:
concentrada en ninguna parte,
pero estando en todas ellas.


21.11.14

Eros en tus ojos


Se miraron y se vieron. El animal que hay en ti, el animal que hay en mí. No sé si a ti te suele pasar... a mí no me había ocurrido nunca. Supe que las palabras sólo nos entorpecerían, nos distanciarían y que todo serían obstáculos, porque es lo que sucede cuando dos miradas conectan de ese modo: que falla todo lo demás. Supe que no habría preguntas, ni cuestiones y que caminar a tu lado ya lo aclararía todo. Apenas podía contener la emoción de tenerte delante, por eso estaba tan callada. Tuve miedo. Miedo porque lograste que me temblase la voz, porque pensé que podría quedarme encerrada en tu mirada y que no haría nada para querer salir de allí. Tú, que eres el más sabio de los dos... ¿cómo se silencian las miradas que hacen tanto ruido?

Sé que cometo errores sólo con respirar. Soy tan impaciente. Últimamente me sentía muerta si no saltaba al ruedo, a sabiendas de que siempre vuelvo con cicatrices y los pies llenos de barro. Me busco demasiados problemas por ser tan escapista, como si la vida de por sí ya no fuera bastante.

Hace mucho que no vivo de certezas y ya no sé cómo conducir todo ésto. Soy una apuesta continua, lo que siempre quise para escribir, porque seguí el consejo de un viejo amigo que me dijo que para escribir primero había que vivir... pero te confesaré que en ocasiones me duele tanto imaginar.


Me canso de historias, de canciones y utopías... y sólo querría descubrirte en un colchón todo lo que te haría.

8.11.14

Los hombres que me dejaron escapar


DANIEL

A sus cincuenta años estaba tumbado en la cama completamente desnudo, tan sólo tapado con una sábana blanca que lo cubría de cintura para abajo. Le conocía desde hacía muchos años, le había visto crecer y jugar, tener varias novias y acabar dos carreras, aunque a quien realmente había visto de cerca era a sus padres. Podría ser cierto eso de que yo era una mujer anticuada que comulgaba bien con gente madura.

Daniel estaba con los ojos fijos en el techo cuando entré en su habitación. Era el hombre más atractivo que había visto en mucho tiempo. No se percató de mi presencia y vi cómo una de sus manos se deslizaba bajo la sábana y comenzaba a acariciarse despacio. Ver cómo iniciaba aquel ritual hizo que el corazón se me disparase y se me humedeciesen los labios. Sentí la quemazón entre mis piernas. Me aproximé poco a poco a su cama, pero él había cerrado los ojos y no me vio. Yo era tan silenciosa como un gato. Estaba tan cerca de él que sentía cómo su respiración se volvía más agitada y eso agitaba la mía. Quise besarlo dulcemente en ese instante y sentir su orgasmo salpicar en mi pecho, pero algo me detuvo. Me alejé unos pasos y pude ver cómo se arqueaba su espalda entre espasmos de placer.

NACHO

Tenía veinte años y los ojos verdes. Se había enganchado a la heroína muy pronto. Entré en el mismo ascensor que él en aquel edificio en ruinas, como dos niños traviesos, y vi cómo se metía el último pico. Lo agarré fuertemente por la cintura y dejé que mi lengua recorriese su cuello despacio. Él se estremecía entre mis brazos y parecía estar en medio de algún éxtasis sexual muy intenso. Se dio la vuelta y se aferró con sus manos a mi espalda. Nuestros ojos se encontraron. Su mirada era una esmeralda envuelta en llamas. De pronto se quedó sin energía y empezó a escurrirse entre mis dedos, hasta quedar sentado en el suelo del ascensor. Le miré, alargué la mano hasta su rostro y le acaricié suavemente. Su cuerpo musculado bien marcado, el pelo negro cayéndole en cascada hasta los hombros. Tan frágil y tan solo, como el edificio en el que nos encontrábamos. Encañonando su juventud, pero ahí estaba sonriéndome desde el suelo. Triunfante.

JAVIER

Estaba muy asustado y perdido en aquella azotea. No dejaba de llorar. Llevaba ahí como dos horas, mientras su cabeza no dejaba de dar vueltas. Me recordó a un perro encerrado en una jaula. Desesperado, el pelo rubio encrespándose en su nuca, apenas pudiendo murmurar que su vida era un desastre. Me había llamado en el último momento y cuando tardé en aparecer se aproximó amenazante al filo de la azotea, haciendo amago de saltar. Le agarré de la mano y vi sus ojos suplicantes. Treinta y cinco años y una hipoteca sin pagar. Cómo iba a seguir viviendo, su mujer le había dejado y sólo me tenía a mí, una amante a quien llamaba cada noche para aplacar su soledad. Quise abrazarlo y que dejase de sufrir, había estado mucho tiempo aguantando el dolor sin decírselo a nadie, soltando esputos cargados de amargura cuando alguien le dirigía la palabra. Yo le conocía mejor que su mujer y eso él lo sabía. Me sonrió estúpidamente y me preguntó que qué estaba haciendo. Yo nada le dije. Le devolví la sonrisa. Un golpe de viento hizo que su chaqueta ondease unos segundos antes de calmarse.





Pude llevarme a Daniel de un infarto, a Nacho de sobredosis y al suicida convencido de Javier. Yo estaba allí, había impreso mis huellas en su piel, les había mirado a los ojos y sentido su aliento en mis labios. Es curioso cómo las leyes vitales al final sólo dependen de una balanza, que las miles de variables y situaciones confluyen en el ser humano de la forma más sencilla. Ahora estás vivo, ahora estás muerto. A mí no me toca elegir, sólo hago lo que me corresponde. He segado vidas preciosas, en la cumbre que, de haber dejado de lado, se hubieran destruído y se habrían visto despojadas de su esplendor. He acudido a llamadas desesperadas, las más tristes, porque la angustia es un estado transitorio que puede terminar desapareciendo. He tomado a niños en mis brazos, a mujeres tísicas y a ancianos malolientes. Yo los acojo a todos, sin distinción, con el amor infinito de una madre. Pero a veces hay quien en el último momento se revuelve y agita, me acepta y me da otra oportunidad. Yo sólo puedo sonreír y decirle: hasta la próxima, amigo.








5.11.14

Libélula VII


Cuando te conocí tenías el corazón a medio estrenar y los ojos brillantes. Solías cogerme de los pies cuando estaba leyendo descalza, como de costumbre, para pintarme las uñas a modo de juego o de venganza por no estar prestándote atención en ese preciso instante. Estaba tan acostumbrada a tus mimos que siempre me preguntaba qué sería de mí el día que me faltasen y, cuando tú me decías que no me tenían que faltar, yo esbozaba una media sonrisa entre el desencanto y el deseo y cambiaba de tema, porque cómo explicarte la sospecha de que tenía un destino aciago en donde precipitarme, y que nada tenía que ver con esa sensación que a muchos nos acompaña de que moriremos jóvenes. No, era más bien algo desde las entrañas que me decía hacia dónde ir y que a veces se contradecía y me confundía, pero pensaba en ti y me tranquilizaba porque cómo iba a ser malo un mundo donde existieses tú. Y cuando volvía a casa una vez más destrozada por los nervios, me cogías de las muñecas y me arrastrabas al sofá a pesar de mis protestas, abrazándome tan fuerte que sentía tu respiración como si fuese mía y me calmaba, y ya todo estaba en su lugar. Quizá fuiste el único que llegó a comprender de verdad lo que significaba para mí tener un espíritu tan fuerte y un corazón tan frágil, un sinsentido que me llevaba a huir de situaciones complejas pero también de las demasiado sencillas, y me hacía vivir en la constante diatriba de que en ocasiones se me quejase el alma y en otras la mente; me resultaba tan difícil callarlas a las dos y que hubiera suficiente silencio para dormir bien por la noche. Y en realidad a veces sólo quería poner el dolor en alquiler unos momentos, porque cómo va a ser alguien a un mismo tiempo roca y fuente. Tan sólo me endurecía y me hacía cargo de realidades más extrañas que la mía que me superaban ampliamente. Sin embargo, cada vez que soplaba el viento demasiado fuerte me arropaba en tu mirada y en unas manos que me protegían mejor que mis propias costillas y así al final, por más cataclismos y desventuras que viviese, lo que me quedaba era mirarte a los ojos y que desde ellos me tendieras esos lazos invisibles que rodeaban mi cintura y me hacían comprender que tú y yo siempre seríamos aliados en un permanente período entreguerras.

3.11.14

La arcada


¿Sabes por qué te elegí a ti? Porque eras la puta de aspecto más frágil de todo el bar.

Ese fue nuestro primer intercambio de palabras. Yo acababa de alquilar una habitación en la pensión más barata que había encontrado. La recepcionista apenas me miró cuando me enseñó la pequeña estancia con cama doble y cuarto de baño, se limitó a pedir mis datos y darme la llave. Entonces sí, al retirarse me dirigió una mirada breve con cierto poso de tristeza. No sé si le daba más pena porque era guapa, porque era puta o porque era joven. En todo caso el cliente me esperaba en la cafetería dos calles más abajo.

Cuando me senté y se dirigió a mí no supe qué contestar. Entendía que la fragilidad fuera algo que los hombres buscaban porque les generaba cierto sentimiento de protección hacia mí, pero el modo en que lo dijo me hizo pensar que lo último que deseaba él era protegerme. Si os digo la verdad, realmente no me había elegido él aunque así lo creyera -y me convenía que lo creyese-. Le estaba haciendo el favor a una amiga del gremio porque prefería que en caso de que otra le levantase al cliente fuera yo. No era tal mi intención, pero ya se sabe que hay hombres muy caprichosos. De hecho éste ni siquiera me gustaba. Era tosco en su forma de hablar y de moverse. Cada vez que decía cualquier cosa ponía una mano en mi rodilla y me la acariciaba. Me trataba con una arrogancia y familiaridad excesivas, por más que yo fuera puta.

Nunca había salido de mi Huelva natal, pero había leído lo suficiente como para conocer lugares muy alejados de mi tierra de origen y hablaba de querer visitar el Congo, China o Australia como si hubiese vivido décadas allí. Me conocía cientos de rincones al dedillo. Él jamás había leído nada, pero se jactaba de sus viajes a la India y a Canadá, como dándome a entender que por hacerlos valía más que yo, pobre puta disminuida. Sin embargo no hablaba de ellos con fascinación -incluso yo parecía más emocionada con lugares con los que tan sólo había podido soñar, supongo que porque la pasión no se puede fingir-. Me lo imaginaba como el típico turista que nunca se sale de la ruta y va a los sitios recomendados por las guías y hace su foto en los carteles de “haga aquí su foto” que hay junto a algunos monumentos. Alguien con todo bien planificado, sin dejar nada al azar, a la aventura, a la improvisación. Seguro que hasta guardaba una lista debajo de su almohada con 100 cosas que hacer antes de morir y las iba tachando como quien lo hace con los productos de la lista de la compra.

Para eliminar su sentimiento de culpa por contratar a una puta, lo disfrazó de cita y me invitó a cenar. Apenas sí sabía manejar los cubiertos y bebía las cervezas de importación más caras que había visto en la vida como si fueran agua. No se detenía ni un momento a paladear las exquisiteces, llevaba el desenfreno en las venas y consumía por consumir, no por placer. Todo en él era acorchado, desde la lengua hasta el corazón. Y mientras la cena proseguía, yo me iba dando cuenta de que jamás podría llegar a empatizar, por primera vez en mi vida, con una persona. No era sensible ni entrañable. No se translucía la más mínima emoción en sus palabras. Parecía increíble que alguien tan despreocupado por la vida pudiera estar, efectivamente, vivo. Y toda esa afectación tenía que salir por algún lado. Y así fue.

Cuando llegamos a la pensión me arrancó la ropa con cierta violencia y me ordenó que me tumbase boca arriba sobre la cama.

Soy muy dominante, déjate hacer.

Como prefieras.

Alabó mis ojos azules y que las venas se me marcasen perfectamente en la piel.

Eres una muñequita. Mi puta, mi nena… Tan frágil, tan preciosa... voy a beberme tu belleza de un trago. 

Y entonces se subvirtieron los roles. Él de pronto se transformó en una bestia y yo quedé reducida a una mera autómata.

Se ensañó con mi clítoris como si fuera el botón de un ordenador que se niega a encenderse. Cuando fui a protestar me tapó la boca y me dijo que estuviera callada. Se ensalivó los dedos y me los introdujo. No era el juego de dos amantes, era la conquista de un cuerpo sobre otro. No quería sondearme, descubrir cómo reaccionaba mi piel, hacer que me brillaran los ojos. Me sentí invadida y destrozada como Sudamérica con los españoles en 1492. Me agarró del pelo mientras se ponía sobre mí y me introducía la polla hasta la garganta. Sentí una arcada en ese primer momento y entonces se detuvo. Me abrió las piernas y me penetró sin miramientos mientras me tiraba del pelo y yo empezaba a llorar en silencio. Al ver mis lágrimas noté cómo se endurecía en mi interior hasta correrse sin emitir ningún sonido. Ni siquiera se le aceleró la respiración. Se quedó quieto unos minutos y me dijo que esperase. Me mordió el cuello y me arañó repetidamente la espalda hasta que noté cómo brotaba sangre. Iban a quedarme cicatrices. Mientras la sábana se volvía roja se alzó para mirarme, sometida, herida y llena de lágrimas. Había triunfado, había conseguido su jodida foto para añadirla a la del Coliseo, a la del Taj Mahal, a la del cerezo en flor de Kyoto. Entonces volvió a embestirme con su cintura y volvió a correrse. Estaba dentro de un círculo macabro de sexo y violencia. Sólo era la cereza de su tarta.


Cuando por fin pude incorporarme noté el tirón de las plaquetas desgarrándose sobre la sábana, el escozor de después, la sangre de nuevo corriendo por mi espalda.

Espero que te haya gustado me dijo tumbado junto a mí, acariciándome las piernas.

Volvió a agarrarme del pelo y me lamió los labios como el animal que era. Los tenía al rojo vivo porque se había pasado horas pellizcándomelos con los dedos. Su sudor me taladraba la nariz y me daba ganas de vomitar.

¿En qué piensas, princesa?

En nada sonreí mientras fantaseaba con la idea de arrojarlo por las escaleras del hostal.

—Ya he notado que te has corrido varias veces.

—Sí — mentí.

Para ser un hombre de mundo tan cínico, ni siquiera sabía distinguir un orgasmo fingido de uno real.