5.11.14

Libélula VII


Cuando te conocí tenías el corazón a medio estrenar y los ojos brillantes. Solías cogerme de los pies cuando estaba leyendo descalza, como de costumbre, para pintarme las uñas a modo de juego o de venganza por no estar prestándote atención en ese preciso instante. Estaba tan acostumbrada a tus mimos que siempre me preguntaba qué sería de mí el día que me faltasen y, cuando tú me decías que no me tenían que faltar, yo esbozaba una media sonrisa entre el desencanto y el deseo y cambiaba de tema, porque cómo explicarte la sospecha de que tenía un destino aciago en donde precipitarme, y que nada tenía que ver con esa sensación que a muchos nos acompaña de que moriremos jóvenes. No, era más bien algo desde las entrañas que me decía hacia dónde ir y que a veces se contradecía y me confundía, pero pensaba en ti y me tranquilizaba porque cómo iba a ser malo un mundo donde existieses tú. Y cuando volvía a casa una vez más destrozada por los nervios, me cogías de las muñecas y me arrastrabas al sofá a pesar de mis protestas, abrazándome tan fuerte que sentía tu respiración como si fuese mía y me calmaba, y ya todo estaba en su lugar. Quizá fuiste el único que llegó a comprender de verdad lo que significaba para mí tener un espíritu tan fuerte y un corazón tan frágil, un sinsentido que me llevaba a huir de situaciones complejas pero también de las demasiado sencillas, y me hacía vivir en la constante diatriba de que en ocasiones se me quejase el alma y en otras la mente; me resultaba tan difícil callarlas a las dos y que hubiera suficiente silencio para dormir bien por la noche. Y en realidad a veces sólo quería poner el dolor en alquiler unos momentos, porque cómo va a ser alguien a un mismo tiempo roca y fuente. Tan sólo me endurecía y me hacía cargo de realidades más extrañas que la mía que me superaban ampliamente. Sin embargo, cada vez que soplaba el viento demasiado fuerte me arropaba en tu mirada y en unas manos que me protegían mejor que mis propias costillas y así al final, por más cataclismos y desventuras que viviese, lo que me quedaba era mirarte a los ojos y que desde ellos me tendieras esos lazos invisibles que rodeaban mi cintura y me hacían comprender que tú y yo siempre seríamos aliados en un permanente período entreguerras.

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