Cuando te conocí tenías
el corazón a medio estrenar y los ojos brillantes. Solías cogerme
de los pies cuando estaba leyendo descalza, como de costumbre, para
pintarme las uñas a modo de juego o de venganza por no estar
prestándote atención en ese preciso instante. Estaba tan
acostumbrada a tus mimos que siempre me preguntaba qué sería de mí
el día que me faltasen y, cuando tú me decías que no me tenían
que faltar, yo esbozaba una media sonrisa entre el desencanto y el
deseo y cambiaba de tema, porque cómo explicarte la sospecha de que
tenía un destino aciago en donde precipitarme, y que nada tenía
que ver con esa sensación que a muchos nos acompaña de que
moriremos jóvenes. No, era más bien algo desde las entrañas que me
decía hacia dónde ir y que a veces se contradecía y me confundía,
pero pensaba en ti y me tranquilizaba porque cómo iba a ser malo un
mundo donde existieses tú. Y cuando volvía a casa una vez más
destrozada por los nervios, me cogías de las muñecas y me
arrastrabas al sofá a pesar de mis protestas, abrazándome tan
fuerte que sentía tu respiración como si fuese mía y me calmaba, y
ya todo estaba en su lugar. Quizá fuiste el único que llegó a
comprender de verdad lo que significaba para mí tener un espíritu
tan fuerte y un corazón tan frágil, un sinsentido que me llevaba a
huir de situaciones complejas pero también de las demasiado
sencillas, y me hacía vivir en la constante diatriba de que en
ocasiones se me quejase el alma y en otras la mente; me resultaba tan
difícil callarlas a las dos y que hubiera suficiente silencio para
dormir bien por la noche. Y en realidad a veces sólo quería poner
el dolor en alquiler unos momentos, porque cómo va a ser alguien a
un mismo tiempo roca y fuente. Tan sólo me endurecía y me hacía
cargo de realidades más extrañas que la mía que me superaban
ampliamente. Sin embargo, cada vez que soplaba el viento demasiado
fuerte me arropaba en tu mirada y en unas manos que me protegían
mejor que mis propias costillas y así al final, por más cataclismos
y desventuras que viviese, lo que me quedaba era mirarte a los ojos y
que desde ellos me tendieras esos lazos invisibles que rodeaban mi
cintura y me hacían comprender que tú y yo siempre seríamos
aliados en un permanente período entreguerras.
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