DANIEL
A sus cincuenta años
estaba tumbado en la cama completamente desnudo, tan sólo tapado con
una sábana blanca que lo cubría de cintura para abajo. Le conocía
desde hacía muchos años, le había visto crecer y jugar, tener
varias novias y acabar dos carreras, aunque a quien realmente había
visto de cerca era a sus padres. Podría ser cierto eso de que yo era
una mujer anticuada que comulgaba bien con gente madura.
Daniel estaba con los
ojos fijos en el techo cuando entré en su habitación. Era el hombre
más atractivo que había visto en mucho tiempo. No se percató de mi
presencia y vi cómo una de sus manos se deslizaba
bajo la sábana y comenzaba a acariciarse despacio. Ver cómo
iniciaba aquel ritual hizo que el corazón se me disparase y se me
humedeciesen los labios. Sentí la quemazón entre mis piernas. Me
aproximé poco a poco a su cama, pero él había cerrado los ojos y no me vio. Yo era tan silenciosa como un gato. Estaba tan
cerca de él que sentía cómo su respiración se volvía más
agitada y eso agitaba la mía. Quise besarlo dulcemente en ese
instante y sentir su orgasmo salpicar en mi pecho, pero algo me
detuvo. Me alejé unos pasos y pude ver cómo se arqueaba su espalda
entre espasmos de placer.
NACHO
Tenía veinte años y los
ojos verdes. Se había enganchado a la heroína muy pronto. Entré en
el mismo ascensor que él en aquel edificio en ruinas, como dos niños
traviesos, y vi cómo se metía el último pico. Lo agarré
fuertemente por la cintura y dejé que mi lengua recorriese su cuello
despacio. Él se estremecía entre mis brazos y parecía estar en
medio de algún éxtasis sexual muy intenso. Se dio la vuelta y se
aferró con sus manos a mi espalda. Nuestros ojos se encontraron. Su mirada era una esmeralda envuelta en llamas. De pronto se
quedó sin energía y empezó a escurrirse entre mis dedos, hasta
quedar sentado en el suelo del ascensor. Le miré, alargué la mano
hasta su rostro y le acaricié suavemente. Su cuerpo musculado bien
marcado, el pelo negro cayéndole en cascada hasta los hombros. Tan
frágil y tan solo, como el edificio en el que nos encontrábamos.
Encañonando su juventud, pero ahí estaba sonriéndome desde el
suelo. Triunfante.
JAVIER
Estaba muy asustado y
perdido en aquella azotea. No dejaba de llorar. Llevaba ahí como dos
horas, mientras su cabeza no dejaba de dar vueltas. Me recordó a un
perro encerrado en una jaula. Desesperado, el pelo rubio
encrespándose en su nuca, apenas pudiendo murmurar que su vida era
un desastre. Me había llamado en el último momento y cuando tardé
en aparecer se aproximó amenazante al filo de la azotea, haciendo
amago de saltar. Le agarré de la mano y vi sus ojos suplicantes.
Treinta y cinco años y una hipoteca sin pagar. Cómo iba a seguir
viviendo, su mujer le había dejado y sólo me tenía a mí, una
amante a quien llamaba cada noche para aplacar su soledad. Quise
abrazarlo y que dejase de sufrir, había estado mucho tiempo
aguantando el dolor sin decírselo a nadie, soltando esputos cargados
de amargura cuando alguien le dirigía la palabra. Yo le conocía
mejor que su mujer y eso él lo sabía. Me sonrió estúpidamente y
me preguntó que qué estaba haciendo. Yo nada le dije. Le devolví
la sonrisa. Un golpe de viento hizo que su chaqueta ondease unos
segundos antes de calmarse.
Pude llevarme a Daniel de
un infarto, a Nacho de sobredosis y al suicida convencido de Javier.
Yo estaba allí, había impreso mis huellas en su piel, les había
mirado a los ojos y sentido su aliento en mis labios. Es curioso cómo
las leyes vitales al final sólo dependen de una balanza, que las
miles de variables y situaciones confluyen en el ser humano de la
forma más sencilla. Ahora estás vivo, ahora estás muerto. A mí no
me toca elegir, sólo hago lo que me corresponde. He segado vidas
preciosas, en la cumbre que, de haber dejado de lado, se hubieran
destruído y se habrían visto despojadas de su esplendor. He acudido
a llamadas desesperadas, las más tristes, porque la angustia es un
estado transitorio que puede terminar desapareciendo. He tomado a
niños en mis brazos, a mujeres tísicas y a ancianos malolientes. Yo
los acojo a todos, sin distinción, con el amor infinito de una
madre. Pero a veces hay quien en el último momento se revuelve y
agita, me acepta y me da otra oportunidad. Yo sólo puedo sonreír y
decirle: hasta la próxima, amigo.
Chica es genial, estoy viendo como te superas día a día, sigue así, no dejes nunca de escribir es una gozada leerte.
ResponderEliminarUn besozote guapísima.