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2.1.20

Fantasmas que llaman a vivir



Edimburgo es una de las ciudades con más fantasmas del mundo, tal vez por eso la elegí (me eligió) para enfrentar a los míos. 

Los antiguos espíritus de la ciudad se aparecen en los callejones estrechos, en las calles empinadas, en pasajes subterráneos de acceso restringido, bajo los puentes, tras las tapias del cementerio de Greyfriars donde ni siquiera la estatua de Bobby, el perro fiel, consigue endulzar la historia triste y oscura que tiene esta ciudad. Historia que aún susurra, para quien sepa escuchar, la piedra húmeda y gris que aísla los múltiples edificios centenarios que componen la Old Town. Sin embargo, tal vez por esa habituación a la tragedia, Edimburgo se alza también victoriosa frente a su pasado. Tomada en su conjunto, nadie podría decir que se trata de una ciudad triste. Quizá algo melancólica, pero no triste. Edimburgo está llena de muerte, pero también de vida. Y es su luz desde donde quiero renacer.

Es curioso, a pesar de que he pisado cuatro veces esta ciudad en momentos muy distintos de mi vida y acompañada por distintas personas, nunca la he dejado de sentir mía. No me ocurre como con otras ciudades, más marcadas por terceros, por buenas o malas impresiones, por acontecimientos determinantes en mi modo de conformar los recuerdos que me hicieron querer volver o no acordarme de ellas nunca más. Ha tenido que llegar la cuarta visita, sola por primera vez, para hacer consciente un sentimiento inconsciente que siempre fue palpable, pero del que no me daba cuenta: nada más entrar en la periferia de la ciudad, me dio la impresión de estar llegando a casa. No podría explicar por qué, aunque tenga algunas ideas al respecto, pero Edimburgo es mi hogar. Nada ni nadie puede arrebatarme esta verdad tangible que me abrumó nada más alcanzar a ver las casas de piedra y que se hacía más evidente cuando el viento que arremolinaba las hojas en el pavimento también se entretenía en jugar con mi pelo. Edimburgo no es mi hogar porque tenga personas (o gatos) a quienes volver. Hay algo aquí que me hace sentir extrañamente cómoda, como si la ciudad fuera un ente completo que me acoge entre su frío y su gris. Nunca me siento sola caminando esta ciudad, de noche o de día. Tal vez no es que Edimburgo sea mi ciudad, sino simplemente que yo, por alguna razón, pertenezco a ella.

La vida fluye por sus calles con naturalidad y los locales se muestran siempre cálidos, como su gente. Mi modo ermitaño me ha impedido socializar más, pero he encontrado tres mujeres en mi camino que me han hecho la estancia más amena, así como hacerme pensar en lo pequeño que es este mundo.

Dos de ellas, amigas, una danesa y otra escocesa, me han hecho pensar en lo atrasado que van las sociedades por mucho que una quiera correr (y eso que considero que Escocia y Dinamarca nos sacan ventaja en algunos asuntos de forma  aplastante). Me relataban que, ahora que tenían 25 años, se sentían muy presionadas por el hecho de tener conformar una pareja y formar pronto su propia familia, justo cuando se estaban lanzando al mercado laboral. Me costaba pensar en una familia o sociedad danesa, concretamente, presionando a una chica de 25 años para que cumpliera con la familia tradicional. Sé que eso ocurre en España, claro, yo misma he podido vivir algo así, pero es una necesidad que nunca fue propia, con la que no me siento identificada y que no he sufrido desde dentro al verla tan ajena. Sé que algunas de mis compañeras de clase están a día de hoy casadas, con hijos o con planes de alguna de estas cosas (porque lo han deseado también, no creo que esas decisiones sean fruto de la presión social por más que no se pueda obviar). Pero como nunca me ha tocado realmente en mi entorno cercano, nunca ha venido de la decisión interna de amigas o amigos de mi círculo, ha sido una realidad que he visto desde la barrera. Eso es algo que hacen los demás, pero ni yo, ni las mías, ni los míos (a sabiendas de que “los míos” en masculino están exentos totalmente de estas presiones). Por eso me llamó tan fuertemente la atención que la tradición tenga tanto peso en dos mujeres que están en países que considero más desarrollados que el propio. Si será circunstancial, si habré dado con dos amigas que lo son precisamente por nacer en familias con ciertas ideas conservadoras o será algo más globalizado en sus sitios de origen a pesar de la modernidad que proyectan. En cualquier caso, lo que está claro y esto no hace más que confirmarlo, es que da igual donde nazcas:  si eres mujer estarás atrapada o al menos habrás sido rozada por la misma opresión patriarcal.

Con la otra mujer que encontré al día siguiente, argentina, tuve una conversación interesante y bastante más profunda que con las jóvenes del pub. La argentina tenía algo de etéreo, era mayor que yo sin duda pero se ve que también había hecho un pacto de eterna juventud. Conectamos al instante y me ayudó a aterrizar algunas impresiones que había tenido sobre experiencias propias. Es de esas personas que parece que encuentras porque tienen algo que decirte y sólo tú puedes entender. Y aunque estoy relativamente acostumbrada a estas situaciones, nunca dejan de sorprenderme.

Hoy, que es mi último día en esta ciudad, creo que he cumplido con los objetivos con los que hice este viaje: alejarme de todo, en una fecha en que además se tiende a justo lo contrario y no sentirme sola; tener tiempo para mí, para disfrutar y para coger mi calavera y ver que mis demonios son mucho más pequeños de lo que pensaba; descansar, pues arrastraba muchísimo agotamiento; entender cada situación triste del año pasado como algo de lo que aprender y no sentirme derrotada por ello; volver a recuperar la ecuanimidad y ser totalmente consciente de todo lo bueno que tengo, del potencial que sigue residiendo en mi vida, de todas las situaciones ilusionantes y hermosas que me ha dejado 2019 aunque haya sido un duro maestro. Empecé desde muy abajo este año y he conseguido subir hasta aquí. 

Edimburgo quizá sea para mí un símbolo interiorizado: la ciudad oscura que a pesar de todo consigue brillar y por ende, ser cálida. Y está claro que no puedo escapar, ni quiero, de mi/su naturaleza simbólica.

Ahora ya sé cuál es el Camino: sólo tengo que seguirlo.







24.11.19

Largo domingo de noviembre


Llevo caminando todo el día. En parte de modo consciente, en parte de modo inconsciente. Sólo me he detenido en un par de momentos para recobrar fuerzas. Cuando sales del centro de la ciudad empiezas a encontrarte la realidad del 90%, como señoras con mala cara fregando los escalones del portal o parejas adolescentes vistiendo de chándal que se cogen de la mano y se ponen ojitos mientras mastican chicle. También está la típica familia que no pertenece al barrio, sólo venimos a visitar a la familia, y que se esmera en reflejar su foraneidad con cashmere y perfumes penetrantes mientras los hijos se pelean y muerden en la acera bajo la atenta negligencia de los padres.

La verdad es que llevo tanto tiempo sin pasear la ciudad que se supone que habito, que se me había olvidado que aún la gente dominguea. Que desenfundan los tacones de Carolina Herrera, las camisas de marca planchadas con jerseys encima de tonos oscuros y, ahora que el otoño ofrece con descaro temperaturas bajas, se animan a acercarse a la carpa de Navidad. La perenne carpa de Navidad de finales de noviembre. La verdad es que hay cierta magia en esos puestos que huelen a gofre, incienso, palomitas y sudor infantil, así todo junto. Las tiendas habituales están cerradas, pero los puestecillos navideños ofrecen algo que ver. Yo, en un alarde de normalidad, camino entre las personas que ven los puestos y me detengo para comprobar que, otro año más, ofrecen lo mismo. Hay un puesto que vende relojes de bolsillo, uno de esos objetos que me encantaría poseer pero que racionalmente sé que nunca jamás utilizaría, y entonces un chaval me aborda porque me confunde con su hermana, que está justo a mi lado. El chico, de unos quince años, tiene una pulserita de España que acaba de comprar y le dice a la hermana que le ayude a ponérsela. A mí me entra una pena profunda al ver que la gente joven cada vez es más rancia y me acuerdo de las palabras que un ex-sindicalista me dijo esta misma mañana sobre que él invita a la gente joven a no desanimarse porque nosotros siempre estuvimos en minoría. No sé qué tiene la minoría que últimamente me toca mucho la moral. Será que estoy cansada, será que se aproxima la Navidad o que hace frío y me harta bastante el delicado equilibrio entre la disputa y la monotonía en la que suelo estar inmersa. Me viene a la mente un pequeño párrafo que leí en un artículo que decía “Las libertades, si no son compartidas, no son libertades, son privilegios que nos subyugan”, y que esa simple frase, que tenía un contexto muy concreto, me ha dado mucho que pensar esta semana en un sentido amplio.

Al salir de la carpa me enfrento a la típica escena de pastelería tradicional donde queda por la tarde la gente que no precisa de renta mínima de inserción. He de confesar que siento una debilidad costumbrista y antiestética por las señoras de entre sesenta y setenta y cinco años que quedan con las amigas, muchas de ellas viudas, a tomar café descafeinado con sacarina a las cinco de la tarde (pero que se lían y terminan de carajillos hasta las ocho). Digo lo de antiestética porque me resulta paradójico: forman una candorosa escena que me produce sincero horror y a la vez me cautiva. Se esmeran tanto en arreglarse que se convierten en caricaturas. Ellas, que tienen pasta porque hicieron buenos matrimonios, visten de forma idéntica variando colores y todas llevan abrigos de visón (Neovison vison), lucen perlas o joyas de oro, y se maquillan de un modo que no comprendo pero que me fascina (mucha sombra de ojos alrededor de los ídem que las asemejan a lechuzas libertinas y tonos intensos de labios que van del fucsia al marrón, pero nunca es rojo). Rematan el conjunto, eso sí, con pañuelos de seda al cuello, muestra de impoluta decencia. Estoy segura de que si me acercase a ellas desprenderían un aroma a esencia de rosas, jazmín y violetas algo polvorientas mezclado con tabaco rubio, contraste que me recuerda a las maestras que tenía en preescolar a punto de jubilarse. Me da seguridad y nostalgia a un mismo tiempo el no llegar a ser como esas señoras, con la misma nostalgia con la que mi madre imaginaba que yo cumpliría mi rol de mujer a la perfección mientras la cruda realidad era que me esmeraba en tirar el más mínimo acercamiento a mi género retrete abajo. Y es que en mi casa, como en cualquier hogar español cuyos integrantes pisaron la universidad y que se fraguó en los ochenta tras la consecución de la ansiada estabilidad laboral (animal mitológico favorito de mi generación), pecaban mucho de eso de creerse clase media. Y la clase media intenta abarrotar las terrazas de las pastelerías tradicionales de la ciudad para confundirse con esas señoras, que son la verdadera gente bien.

Y mientras paseo entre personas vestidas con elegancia, sonrío al comprobar que yo sigo vistiendo de forma insultantemente práctica, como si en cualquier momento pudiera pasar algo y tuviera que salir corriendo (algo que forma parte de mi cotidianeidad y de mi íntimo deseo de que el apocalipsis nos sorprenda, a poder ser zombie, y que me permita morir de forma épica disparando una AK-47 contra descerebrados; cosa a la que también me dedico en mi día a día, de forma metafórica. Los deseos conscientes y subconscientes supongo que no se alejan mucho de la realidad tangible).

Observo también que hay muchas parejas por la calle. Imagino que el frío llama a eso, a arrejuntarse. Hay un chico y una chica con gorros de lana, pelados de frío, que se besan sin pudor bajo la agresiva iluminación de una tienda de lencería y parecen muy enamorados. Creo que la última vez que hice algo así tenía diecisiete años. Hasta los más informales se vuelven formales cuando llega el otoño e invierno y parece que la ciudad se paraliza; es mejor entonces pasear de la mano con tu novia de cinco meses en lugar de comer sopa de sobre individual viendo películas de Antena 3 en el sofá. Y no los culpo.

Paso por delante de una zapatería donde venden botas de color mostaza. Yo nunca he tenido unas botas de color mostaza, salvo unas que me regaló por Navidad mi ex de hace ya varios años atrás. Al principio me las ponía mucho, pero pronto se les hizo un agujero en las plantillas y empezaron a clavárseme en la piel. Meses después dejé a mi ex. Mientras caminaba por la ciudad con esas botas que me producían heridas (y yo soportaba porque me daba pereza comprarme otras) comprendí lo mucho que se parecen las relaciones de pareja a las botas (de color mostaza).




15.6.19

Escapistas



Somos escapistas. Aquellas que sólo quieren huir de una realidad, de un mundo, que las encierra, las encorseta y, finalmente, las hace rebelarse. El burbujeo de la sangre es una sensación muy explícita. Es difícil vivir siempre en rebelión con una misma, contra los hechos… en rebelión continua.

Quienes somos escapistas nos reconocemos en nuestra propia tribu. Yo he conocido a varias, a varios, siempre el mismo brillo de travesura íntima en la mirada, cristalina para quien sabe mirar.

Escapistas de vidas familiares asfixiantes. Nos reconocíamos en los campus, en las heridas, en las azoteas de principios de verano, en las tardes en el río, en los nuevos hogares por habitar.

Escapistas de ciudades. Siempre nos descubríamos en los bares, en las clases de idiomas, en estaciones de transporte. Hola qué tal, cómo alguien como tú en un sitio como éste. ¿Me siento a tu lado? Espero no te importe.

Escapistas de relaciones tormentosas o difíciles de olvidar. Nos reecontrábamos entre las sábanas, pieles con texturas y colores diferentes para desdibujar otras mentes. Y sobre todo el sabor, la melodía y los aromas. Y dime tú si aquello no era ternura o amor... aunque fuera fugaz.

Escapistas del sistema. Nos saludábamos en las manis, en la trinchera, en cualquier antro de tertulia físico o virtual. En las aulas de Filosofía. Y en qué último libro te has refugiado; dime qué haces cuando huyes de las melancolía; háblame de ti desde dentro, desde lo colectivo y desde lo individual.

Escapistas de la vida. Nos besábamos los errores. Enséñame tus cicatrices. Seis canciones y todas me recuerdan a ti. Las nostalgias que te son ácidas al borrar. Y los atardeceres e inicios. Los finales y amaneceres. Existencialismo puro en el comienzo de una copa o en el cierre de un bar.

Yo no huyo por cobardía o falta de entereza. Aunque sepa que si me quedo me destrozarán. Huyo porque en la huida está la garantía de vivir. Y vivir en un mundo que sobrevive se sobrepone a cualquier otra victoria.


"Scratch ran out along the way
 think I got one more word left to say"




22.5.19

Los ángulos de las escaleras



Hoy me paré frente a las escaleras de la estación. Esas escaleras que me han visto ilusionada, soñadora, fuerte, enérgica, diseñando y trazando futuros; pero también abatida, apática, sin estar en mí y con el corazón partido por la mitad sin saber dónde enterrarlo.

Cada vez que pasaba junto a ellas, y por eso las evitaba, asomaba a mi pecho una punzada de dolor y pérdida. De querer recoger el pasado y a esa niña y abrazarlos.

Ahora he vuelto para recoger esa punzada, por nostalgia, a tomarla entre mis manos y me he descubierto a mí misma mirando esas escaleras como si no recordara nada, como si en esas escaleras hubieran estando acogiendo a otra riendo y llorando.

Me he visto entera, diferente, extraña; como si mirase por primera vez las escaleras.

¿Habría muerto definitivamente esa persona que vine a recoger, y que fui en otro tiempo, en la cima de las escaleras? ¿Crecer era ésto?

Aunque un par de cosas siguen siendo ciertas: odio las estaciones de tren y sigo fumando la misma marca de cigarrillos (cuando nadie me ve).

Quizá es esa la moraleja: lo que amas siempre se va y sólo queda lo que te mata o lo que detestas.






4.9.17

¿Quién se atreve a amar al Caos?


Se encuentra leyendo un libro que la ayude a configurar su realidad. Debe de haber perdido varios peines por la casa porque tiene todo el pelo enmarañado. Las ojeras le delatan varias noches en vela. Ajena al exterior que sucede tras la ventana acierta a dar sorbos de té frío en tardes veraniegas que ya empiezan a desprender aroma a otoño. Suele ser olvidadiza y deja de vez en cuando las luces de la casa encendidas, pero por fortuna la factura de la luz apenas sube porque el resto de sus días transcurren en absoluta oscuridad. Ha terminado haciendo todo lo que dijo un día que no iba a hacer. Es experta en ponerse sus propias trampas, como si al decir “yo nunca” estuviera ya prediseñando y delimitando la próxima fatalidad a acontecer. Qué galimatías de contradicciones en tan poco espacio. Por la noche sueña con enredaderas y con gatos que le transmiten mensajes que por la mañana nunca recuerda. En la escuela nunca te enseñan con firmeza lo importantes que son las matemáticas en realidad, que una vez salgas de allí la vida se tornará en sumas, restas, multiplicaciones y divisiones. Sumarás conflictos, restarás amigos, multiplicarás experiencias y dividirás tus ganancias. Sumarás decepciones, restarás ilusiones, multiplicarás caricias y dividirás tinieblas. Sumarás besos, restarás problemas, multiplicarás misterios y dividirás penas. No; nunca nadie te prepara para las matemáticas fuera de la escuela. Y después de estudiar tanta Lógica y tanta Ética descubrirás que no servirá para nada porque la vida es irracional y lo ético un acuerdo social y, por lo tanto, subjetivo. Y quién eres tú para decirme lo que debo sentir. Los ensayos ficticios no valen en una existencia que viene siempre sin garantías. Y qué decir si ella, mirando por la ventana con su té frío en la mano, sabe todo ésto. Ahora que está concentrada mirando el infinito, prueba. Si te acercas con cautela verás cómo su mente burbujea y suena igual que las tormentas de Júpiter o Saturno. Si te acercas con cuidado y ella no se percata podrás ver que en su corazón hay un vórtice que gira sin parar, vórtice que en algún momento dejó olvidado dentro algún dios del Caos.

28.3.17

Gatos callejeros


Aquel año descubrimos nuestra marca. 

Mi familia era una de tantas y, sin embargo, era como pocas: de las que se cosen con ternura a través de los años, sin sangre compartida pero con muchas experiencias a las espaldas. Un lazo silencioso nos unía. Nunca hablábamos demasiado alto, pero había un algo en nuestro modo de mirar que nos delataba como pertenecientes al mismo grupo.

Los gatos callejeros tienen una historia triste detrás. Antes, esos gatos no existían. Estaban bebiendo agua en el rellano de alguna vivienda o jugando en el jardín de un desconocido. Y un buen día, la indiferencia, el desprecio. Sin más. Las dos hostias que más duelen en la vida en un solo día, concentradas. Ser abandonado en un parque a unas buenas, en la carretera a unas malas. Y esos, quienes no aparecían ahorcados en el patio trasero familiar un día en el que los niños no estaban en casa.

Entonces los gatos despreciados de los parques se organizaban, se apadrinaban entre ellos, forjaban enlaces de amistad o parentesco porque ¿no es así como el individuo resiste, a través de la comunidad? El amor como único escudo ante la indiferencia con la que los transeúntes caminaban al lado de colonias florecientes de maullidos y colores. Y un buen día, algunos desaparecían. Quién sabe sin bajo el abrigo de alguna excéntrica amante de los animales o de un sádico que deseaba torturarlos en su sórdido sótano. Las familias maullaban con desesperación ante las desapariciones súbitas, alguno perecía bajo las ruedas de un coche buscando a su cría o se descubría envenenado semanas después, al lado de la casa de aquella vecina a la que poco gustaban los gatos extraviados porque le estropeaban las plantas. Daba igual en cualquier caso. Las colonias florecían en ciudades repletas de humo, desaprensión y soledad como última metáfora del amor y la vida, capaces de continuar adelante en un terreno hostil, que incluso de forma puntual no tenía reparos en masacrarlos. Pero siempre renacían.

En algunas de esas colonias conocí a mi familia. No puedo decir que yo tuviera algo que ver: fueron ellos quienes me eligieron. A su forma y manera, uno a uno se arrojaron a mis brazos y yo sólo pude recibirlos con la comprensión de quien sabe bien lo que es el desarraigo y el posterior descubrimiento de que tienes seres a los que pertenecer. Yo los amaba como quien ama cualquier parte de su ser.

Después varios años de risas; nunca los suficientes, pero sí bastantes. Las mudanzas, el traqueteo, compañeros de piso que se sucedían ajenos a nosotros cinco porque éramos un núcleo, una piña, el verdadero corazón inicial. Muchos años de golpearnos la vida hasta el día en que nos golpeó la muerte y no supimos cómo recomponernos. Porque nos debíamos los unos a los otros. Y ya nada sería igual.

Y aun así continuábamos hacia delante. Por los que morían en las autovías. Por quienes terminaban siendo el blanco de psicópatas sin escrúpulos. Por los que iban a una clínica pero nunca salían.

Como la lucha de clases que se resiste a desaparecer por más que la soga ahogue o el fuego queme, así salíamos adelante con convicción y vista al frente. Nos debíamos al amor, y la muerte era mero trámite.

Nosotros, gatos callejeros que crecíamos en los parques rodeados de disidencia y botellas vacías, hijos de nadie a los ojos de todos. Y sin embargo, mirándonos nos descubríamos. Incluso tras ojos y rostros humanos. Repudiados, proscritos, soñadores, migrantes, incomprendidos. Quienes no eran de nadie, eran de los nuestros. Siempre, de los nuestros.


Aquel año lo aprendimos todo. 
Aquel año descubrimos nuestra marca.




1.3.17

Mirar más allá


Recuerdo esa mirada. Tu mirada de desprecio. Desprecio hacia mis ideas, mis sentimientos. Ya había visto una muy parecida. Las personas egoístas parecéis todas hechas con el mismo molde. Todas alabáis la libertad ajena hasta que ésta empieza a discordar con vosotras y a poneros contra las cuerdas. No tenéis secretos para mí. Las que conozco tienen en común una cosa: muestran prejuicios por todo lo que yo soy capaz de amar en un golpe de vista. Esa es mi medida. Siento lástima por vuestro mundo tosco, gris y limitado; por vuestro espíritu y conciencia aún más pequeños y sesgados. Por tener el corazón tan estrecho. Trabajo cada día por ser lo opuesto a vosotras. Abrir tanto mi pecho que pueda ignorar vuestra pobreza en humanidad y hasta contemplaros con ternura, sabiendo que somos de especies diferentes y nuestro tiempo habla de cada cual. Hay quien malgasta su tiempo en odiar; hay quien invierte su tiempo en amar.

25.1.17

In the waiting line


Cuántos días lleva desentrañar el mapa de tu propio rumbo. Parecen siempre demasiados. A veces son demasiados. Quizá sean siempre demasiados. O no son nunca suficientes. Sin embargo, ahora, al contemplar el puzzle, puedo ver una figura emergiendo de él. Las figuras nunca prometen nada pero delimitan el camino, delimitan la visión. No quise mirar las cartas cuando presentía vientos de cambio y ahora veo crecer las certezas como flores en mi jardín. Tal vez sea el momento de cortarlas y aceptarlas en mi regazo. ¿He perdido? ¿He ganado? Es difícil de decir. El tiempo está en pausa y noto todas las miradas sobre mí, esperando mi próxima jugada. Observo el tablero de reojo y recuerdo los miedos que inmovilizan mis dedos. Al final la vida es para los valientes. Por eso estoy en pausa. Pero no por mucho tiempo, pues la vida precisa de respuestas. Y las respuestas que un día escuchas saliendo de tu boca son justo las que nunca habrías pensado que darías. Y a pesar de eso ahí estás, anunciando tu próxima jugada. Y aun así las reservas, las dudas. No se puede renunciar a la vida eternamente. Me quedan demasiadas cosas que aprender. Y he olvidado muchas de las que aprendí. Soy la eterna aprendiz esperando a ser sorprendida por mí misma. El reloj de arena que aparece en mis sueños agota los últimos granos de tierra.


¿Podré creer en lo que veo?





15.12.16

Astronauta


Soy líquida, sabes, como la cerveza. Fluyo como fluyen los ríos, creando senderos, sorteando diques y trazando caminos que se alejan del cauce que pensaron para mí. Sin embargo, a veces me vuelvo sólida y mi cuerpo –mis piernas, mis brazos, mi cuello- se queda rígido y no sé si sabes que quedarse rígida significa estar un poco más cerca de la muerte. Mi propia trayectoria a veces me lleva contra las rocas y entonces, rígida como estoy, me golpeo contra ellas y me astillo –aunque sin llegar a romperme-, me astillo y las astillas aparecen en los dedos de mis manos; y cuando intento quitarme con la boca las astillas de mis manos se me clavan en los labios; y al tratar de quitarme las astillas de los labios, se me clavan en el dorso de la mano y entonces todo duele y mi piel se transforma en diminutas gotas de sangre apenas perceptibles para el ojo humano. Últimamente hago saltos dimensionales a través de mis sueños y aparezco en realidades nunca vistas. Hay algo que tira de mí y me aparta de la cotidianeidad y en ocasiones me miras y te piensas que soy yo, pero te equivocas, porque yo ya no estoy y no sé si me suple otra yo o en cambio soy una cáscara vacía. Es cuestión de un segundo: notas el brillo en mis ojos y de pronto yo ya no soy yo, soy otra criatura, más lejana, más fría, que toca tu mano pero ya no es verdad. Yo estoy lejos, muy lejos, y cuanto más intentas atraerme hacia ti, más me alejo porque oigo el rumor de las estrellas y tengo que salir de mí para contemplarlas y ver que todo funciona con normalidad. Y entonces vuelvo y no te percatas de que no he estado ahí y tengo que preguntarme de forma obligada si de algo servirá mi presencia cuando no sientes mi ausencia y le pregunto a las estrellas sobre ti y éstas nunca me responden.

30.10.16

Relato de un error


Aún no ha comenzado la noche, pero presiento que voy a cometer un error. No podría decir por qué ni cómo, pero tengo un ligero temblor en las rodillas, un crujido sutil que, sin embargo, me hace instigar a mis piernas para mitigar su cadencia in crescendo. Mis amigas me esperan donde siempre, en la cafetería que hay al lado del parque donde crecí. Ríen, conversan y revolotean como mariposas excitadas por las flores. Me toman por el brazo y yo me dejo conducir a una de esas horribles discotecas inundadas de gente con la que odiaría conversar. La noche, ahora sí, comienza, y varias parejas se entrechocan en la pista de baile. Algunos murmuran con nuestra llegada, yo me aproximo a la barra para pedir un gintonic, que es la perfecta bebida anodina para acompañar una noche anodina. Mis amigas están animadas y ponen ojitos a un grupo de chicos que acaba de entrar por la puerta. Son altos, musculados y arrogantes: de su estilo. Mientras conversan, yo hago un par de apariciones por allí, las justas y necesarias que presupone la cortersía; pero cuando empiezan a intercambiarse los números de teléfono yo me pierdo al fondo de la barra. La música es tan impersonal que casi no puedo escucharla a pesar de que retumba en mis oídos. De pronto, la camarera me pone otro gintonic delante de mis ojos y me comenta divertida “de parte del chico de allí”. Le sonrío y le doy las gracias. Joder. Pensaba que ésto ya sólo pasaba en las películas. Levanto la vista para ver quién es el que me invita. Mi vista tropieza con un chico alto de facciones agraciadas pero que difícilmente podría considerar guapo; ojos claros, pelo rubio largo rematado con dos rastas. La pinta de extranjero es innegable. Entonces me doy cuenta: ahí está mi error de la noche.

Me aproximo a él y hablamos de naderías: él es un estudiante Erasmus sueco que busca algo de diversión. Yo soy residente española que no busca nada, pero sin saber por qué termina encontrando muchas cosas. Le hago reír, porque a pesar de que no comprende mi idioma al cien por cien sí entiende la astucia bajo mis palabras. “Eres muy bonita”, me dice con su extraño acento. Acierto a agradecérselo y terminar mi gintonic.

Mis amigas no pueden dar crédito a lo que están viendo. Saben que no me gustan los chicos altos porque no puedo mirarles bien a los ojos. Saben que no me gustan los rubios llamativamente rubios, sino, si acaso, los rubios camuflados como yo: esos cuyos mechones no sabes a ciencia cierta si son de un rubio oscuro o de un castaño claro. Y sin embargo ahí estoy, con un rubio casi albino de metro noventa. El sueco, con una mala excusa, me invita a su casa. A veces los hombres pueden ser tan predecibles como el agua a punto de hervir. En cualquier otro momento, en cualquier otra situación le diría que no. No tengo motivos para decirle que sí. También me doy cuenta de que no tengo motivos para decirle que no. O no se me ocurren. Él me sonríe esperanzado y yo estoy demasiado lúcida para saber que tengo que cometer un error. Y así es. Le acompaño a su casa.

Su apartamento es espacioso, cuidado y sobrio. Me dice que lo comparte con una portuguesa y un italiano. La conversación sigue versando sobre nada. Mañana no sabré de qué hablaba. Finalmente me dice que es tarde, que me puedo quedar a dormir. Así, como si fuera un accidente fortuito en lugar de la intención final de todo este baile absurdo, este intercambio de palabras que sólo lleva a la acción siguiente. Asiento, sabiendo que es un error. Realmente no sé si me gusta. Realmente no sé qué hago allí, salvo tener la firme certeza de que todo aquello es un error y de que lo voy a cometer lúcidamente, sin remordimiento, pero también sin deseo.

El sueco me enseña su cuarto. Un escritorio, un ordenador, dos sillas, un armario, una cama, fotografías de sus amigos suecos llenando la pared. Me ofrece sentarme en su cama y acepto. A los cinco minutos ya me está besando. No sé si besa bien o mal. No sé cómo iniciar el ritual que viene a continuación. Él me sigue besando y apaga la luz. Pienso que así es mejor. Es más fácil cometer errores siendo incapaz de ver con claridad.

Cuando me penetra no siento nada. Soy consciente de que está encima de mí, pero estoy completamente anestesiada. Ni siquiera soy capaz de gemir. Él se mueve y me besa. Yo sigo sin saber muy bien qué hago allí. No sé si él culmina o no, me da la impresión de que no. Al poco cae a mi lado y me abraza. Parece tan necesitado de cariño que lo abrazo a mi vez. Pero no entiendo por qué no evoca mi compasión. Debe de ser terrible acostarse con una mujer androide. Es como cuando me acostaba con mi ex marido pero no me acostaba yo: se acostaba esa parte escindida de mí que lo amaba. La otra parte nunca lo amó. Puede que fuera algo parecido.

A la mañana siguiente despierto y al girarme lo descubro durmiendo a mi lado. A mi mente me vienen todos los pasos dados para haber acabado allí. Qué surrealista es todo esto, pienso. Sin hacer ruido me levanto y empiezo a vestirme. Él entreabre los ojos: ¿ya vas a salir corriendo? Le respondo que tengo mucho que hacer, trabajo atrasado de oficina. Él asiente poco convencido, pero me deja vestirme por completo sin oponer resistencia. No siento remordimiento. No siento miedo. No siento nada. La anestesia sigue haciendo su trabajo. Él hace un amago de levantarse, pero le digo que debe de estar cansado y lo invito a seguir durmiendo. Qué decepción llevarse a una chica española a la cama y encontrarse conmigo: no he sido cariñosa, no he sido ardiente, no he sido dulce, no he sido apasionada, no he sido nada de esas cosas que sí pueden decir convencidos, sobre mí, mis amantes y no he dado pábulo a los clichés que suelen decirse sobre mis paisanas. Soy una replicante que ha cometido un error y que ha incurrido en decepción para con otro. El chico se levanta y me pregunta si me volverá a ver. No sé si lo hace por cortesía o porque realmente espera algo más de mí que mi desabrida actuación nocturna. Me dice que aún le quedan cinco meses en España y que eso da para mucho. Tenso las comisuras en un intento de sonrisa. Le beso como besaría una madre a su hijo demasiado pequeño como para entender: con paternalismo y suficiencia. No sé qué le digo, pero desaparezco por la puerta. La luz del sol me hace daño y no tengo gafas tras las que ocultarme.

Camino por la calle y parece que han cambiado todo de sitio. Casi consigo perderme por aceras que conozco muy bien. He cometido un error de forma perfectamente lúcida y no sé qué pensar o sentir. No se me ha acelerado el corazón ni una sola vez a lo largo de la noche. No he sentido la adrenalina que conlleva el abrazar un placer prohibido. ¿Los errores no saben más dulces? Esos deben ser los que se comenten sin saber que son errores. Pero yo lo sabía. Quizá por eso no me siento estúpida, no siento que me haya traicionado a mí misma, no tengo el sabor de la culpabilidad en la boca. Una mano negra, un pensamiento anómalo se ha apoderado de mí y me ha hecho ser como cualquier otra chica en la noche. Mis amigas dicen que se acuestan con desconocidos para sentirse deseadas, especiales, como las diosas. En cambio, yo tengo la percepción de que me he acostado con el sueco sólo por sentirme humana. Y ya ves el resultado: me siento más inhumana que nunca. O más bien, deshumanizada. Las copas, el cortejo, el consentimiento, el baile, el sueño, la luz de la mañana, mi insípida despedida. Soy un animal cumpliendo el ritual como se acercaría a una charca a beber: sólo que yo no tengo ni sed. Lo he hecho porque sí. Ni siquiera he sudado durante el acto sexual. Cuando llego a casa no tengo la imperiosa necesidad de ducharme. Quizá es porque ha jugado con mi cuerpo, pero mi alma permanece intacta. Me he despertado con la misma inapetencia que si lo hubiera hecho en mi cama.

Cuando me siento en el sofá noto, ahora sí, que algo me araña el corazón. Es dolor. Noto la sangre brotar despacio. Me llevo las manos heladas al pecho. Éstas se manchan con la sangre que mana. Quizá el invierno no termina de romper porque lo tengo atrapado en mi pecho. Es escarcha lo que tengo por dentro. Por eso no siento nada.

Salgo a por el pan en un intento de aparentar normalidad. A los trece pasos tropiezo y me caigo. Noto el dolor físico en la sien y las rodillas. Permanezco impasible. Oigo el revuelo de los comentarios de una cafetería cercana por mi caída y decido levantarme. Supongo que hacer lo que me apetece, esto es, dejarme en el suelo, permitir que me apague como un televisor viejo sería motivo de alarma para el resto.


Tal vez debo enfrentarme a una realidad que no estoy dispuesta a admitir: estoy triste… y el mundo, sin embargo, vuelve a girar otra vez más.

25.9.16

Vislumbré Ítaca a lo lejos


1. 

No había roto el verano, pero ahí estaba yo recolectando palos y piedras. Aterida y en los huesos, una parte de mí quería apostar por ver qué había más allá de los mares de fuego. Saber si todo lo que quedaba era conformarse con cenizas y un corazón muerto. Me preparé como se preparan quienes nada tienen que perder: sin miedo. Construí una balsa ignífuga y subí a ella esperando a que el monstruo despertase para poder salir corriendo. Cuando vio mis intenciones me miró a los ojos y rugió enfurecido. No esperé ni un segundo más. Huí.

2.

No tardé demasiado en disfrutar de la victoria. Una vez llegada a tierra firme descansé sobre la hierba y permití que el rocío de la mañana humedeciese mis manos. Cerré los ojos. No había nadie a mi alrededor. Del bolsillo izquierdo saqué una manzana y la mordí. Como Eva, hice del fruto el símbolo del triunfo de la libertad. Y, por supuesto, me maldijeron por ello. Estaba completamente sola. Sin embargo, me sentí más acompañada que nunca.

3. 

De mi boca comenzó a manar agua y se acercaron los sedientos. Les di de beber, pero luego quisieron quedarse prendidos a mis labios y no sólo beber mi agua, sino agotar también mi savia y arañar mi tiempo. A eso lo llamaron amor. A cortar árboles, envenenar fuentes, secar ríos y llevarse mis joyas producidas con tanto mimo a sus cuevas oscuras para autoproclamarse reyes de la nada, lo llamaron amor. Yo retrocedí asustada. Si de mis labios brotaba agua era porque estaba haciendo al fin las cosas bien. Recién había comenzado y ya querían arrebatarme mi magia. Hay quien mucho entiende de avaricia y poco de admiración y permitir el espacio necesario para crear y crecer. Tras tropezar varias veces, dejé que el silencio desplegase las velas de mi barco y me dirigí hacia aires más limpios.

4. 

Llamaron a la puerta. Las sombras me cerraron el paso, pero ya había enfrentado demasiados peligros por el camino y amedrentarse no era opción. Planté cara y les prendí fuego una a una. Me crecieron un par de alas y pude alzar la vista al cielo. El barco ya no me hacía falta, quedó reducido a nada junto a las sombras que aún aullaban de dolor. Ascendí y ascendí hasta encontrar el lugar donde debían habitar los ángeles. Knocking on Heaven's Door.

5.

El extraño baile entre asteroides nos mantiene ágiles para no caer. A veces, siempre, dura sólo un instante. El tiempo se pliega, nosotros permanecemos. Tu azul brillante me salvó aquella noche. Como todas las demás. Hasta hoy. Cuando te pierdas, correré a buscarte.

6.

Hay trenes que pasan por tu cama y no se detienen hasta que las perseidas aparecen en el firmamento. El calendario siempre se equivoca. Fuimos nosotros quienes invocamos a la lluvia. Si era el universo corriéndose de emoción o llorando de placer, ya es cosa suya.

7.

Al aterrizar hice un agujero enorme en el suelo debido a la fuerza del impacto. Hubo múltiples heridos. La energía se escapaba de mis manos. Cosí, vendé, curé almas fragmentadas con la paciencia de un sastre experto. Volvieron a aparecer otros sedientos. Esta vez guardé la savia y el tiempo.

8.

La vida volvió a llamarme al orden. Un foco me iluminaba desde el techo. Hice todo lo mejor que pude. Aún así algo se revolvía en mi interior. Me avisaron para acudir al campo de batalla. Cogí las armas y me defendí con todas mis fuerzas. Los caballos echaron a correr, impertinentes. Fueron benévolos, pasó la tormenta y retornó la calma.

9.

La bestia rugió entre mis brazos y luego se aplacó. No sabía bien qué necesitaba. No parecía tomarme en serio. Dudaba y yo la acariciaba con mis ojos serenos. Tiré mis manuales de zoología. Ya no entendía nada.

10.

Me tomó de la mano y parecía feliz. Feliz con mi mera existencia. Cuánto sufre el hombre tras la máscara. Destrocé su máscara. No retrocedió. Y yo, por fin, le vi.

11.

Ítaca es un principio al que siempre volver, porque nunca se termina de llegar. Ítaca se me escapa de las manos cuando intento alcanzarla. Y sin embargo, Ítaca está en mí. Y, quizás, yo en ella.


25.6.16

Jung prefiere follar con la luz apagada

Estoy sentada en el fondo del bar. Casi como las sirenas. Podría decir que estoy sentada en la barra del bar, pero cualquiera que me conozca aunque sólo sea de una noche sabe que a mí no me gustan las barras de los bares. Demasiada exposición a la luz, a la gente, a las conversaciones forzadas. De modo que estoy en el fondo del bar y desde allí observo todo con mis ojos negros.

No quiero que nadie me moleste. Cuando una mujer se sienta en el último lugar de la noche es porque envía un claro mensaje a quienes están a su alrededor: no desea ser encontrada. Por nada, por nadie. No desea siquiera un mero tropezón fortuito. Sólo ella y el bourbon. Aun así siempre está el típico torpe que no entiende de indirectas ni sutilezas. Y se lo localiza rápido. Está a tres mesas de mí, se levanta con seguridad fingida y se va acercando tambaleante. Me lee como lo que soy para alguien que sale de caza: una mujer sola en un bar. Cualquiera sabe que las mujeres solas en los bares no buscan nada bueno, ¿no es eso lo que les enseñan a creer a los niños desde pequeños? Sólo soy objetivo y presa. Soy un tesoro esperando a ser encontrado sin expectativas de noche, sin sueños ni deseos propios. Soy tierra por conquistar, mercancía sin marcar caída en aguas internacionales. Cualquier pirata puede venir a reclamarme.

El tipo sigue avanzando hacia mi mesa y se detiene. Sin ningún alarde de originalidad me suelta aquello de: ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste? No digo nada. Le miro. Le miro largamente y le obligo a escuchar el silencio que queda suspendido en el aire después de su última frase. Cuando hablo de verdad, empleo muchos tipos de silencio. Este es un silencio reflexivo especialmente dedicado a él. Quiero que la estupidez que acaba de decir sea ampliamente reflexionada para que se dé cuenta de lo absurdo de la situación. Ha bajado al fondo del mar para buscarme. En el fondo del bar sólo hay oscuridad. Oscuridad que no desea ser encontrada. Soy oscuridad y él me ha encontrado.

Lo sigo mirando sin decir una palabra. Lo quemo con las pupilas. Es la mirada intensa de quien está encendiendo una cerilla contra su cara. La expresión de él es de desconcierto. No entiende por qué me niego a reaccionar ante su insinuación. Actúo como si no hubiera nadie. Actúo como si sólo hubiese oscuridad. Él parece empezar a comprender. Se asusta. Veo el miedo en sus ojos. Vacila. No sabe si añadir otra idiotez para tratar de excusar o enmascarar la primera o retirarse con dignidad. Y le quedan pocos segundos para hacer esto último. Una gota de sudor le baja por la frente. Carraspea. Traga saliva y se retira. No volverá a intentarlo conmigo esta noche. Me doy cuenta mientras se aleja de no sé ni siquiera si se trataba o no de un hombre atractivo. Así de inmensa es mi oscuridad, que todo lo envuelve y lo nubla.

Respiro.

Respiro tranquila.

La tensión da paso a conseguir relajar mis manos sobre la mesa. No sé qué pensar sobre el hecho de que soy ese tipo de chica que asusta a los hombres. Es más: los aterro. Hago que se enfrenten a sus demonios, a sus miedos más profundos, a esas cosas que prefieren dar por sentadas y no plantearse. A la hora de la verdad salen siempre corriendo. Esos, los que pueden. Los que no se enganchan al embrujo de tal modo que ya no sé si soy yo o lo que ellos proyectan en mí. Suelen mirarme con ojos tiernos: para ellos soy el arquetipo de la Madre. La Madre bella y compasiva, la Madre paciente y servicial que siempre escucha con una sonrisa, la Madre que algún día criará a sus hijos y a ellos mismos en la niñez invertida que representa la vejez. Cuánto se confunden.  Yo no soy la Madre, soy la Sombra. Nunca he sido –no podría ser- la Madre, pero ellos me revisten con sus fantasías masculinas. En mi garganta se me atascan todos los sueños rotos de los hombres, y luego me miran acusadores como si sus sueños los hubiese roto yo. Cómo decirles que yo no tengo la culpa. Sólo quiero extenderme sobre sus cuerpos y hacerlos volar. Confundirme entre las sábanas y que a la mañana siguiente no puedan jurar sin temor a equivocarse si estuve alguna vez allí.

Cuando mi oscuridad se extiende, ya no recuerdan si ellos tuvieron Sombra alguna vez. Y piensan que siempre fueron libres, que siempre fueron seres cargados de luz. Y yo me convierto en Ánima por arte de magia. Pero cuando toman mi mano y caminan a mi lado, termino siendo la Sombra que crece en sus bolsillos. Sombra que llega hasta los bares y guarda las noches de los borrachos tambaleantes que vuelven en mí a proyectar sus sueños.

¿Qué más quieren por esta noche?
Pago el bourbon y me pierdo.