Aquel año descubrimos nuestra
marca.
Mi familia era una de tantas y, sin embargo, era como pocas: de las que se
cosen con ternura a través de los años, sin sangre compartida pero con muchas
experiencias a las espaldas. Un lazo silencioso nos unía. Nunca hablábamos
demasiado alto, pero había un algo en nuestro modo de mirar que nos delataba
como pertenecientes al mismo grupo.
Los gatos callejeros tienen una
historia triste detrás. Antes, esos gatos no existían. Estaban bebiendo agua en
el rellano de alguna vivienda o jugando en el jardín de un desconocido. Y un buen día,
la indiferencia, el desprecio. Sin más. Las dos hostias que más duelen en la
vida en un solo día, concentradas. Ser abandonado en un parque a unas buenas,
en la carretera a unas malas. Y esos, quienes no aparecían ahorcados en el
patio trasero familiar un día en el que los niños no estaban en casa.
Entonces los gatos despreciados
de los parques se organizaban, se apadrinaban entre ellos, forjaban enlaces de
amistad o parentesco porque ¿no es así como el individuo resiste, a través de
la comunidad? El amor como único escudo ante la indiferencia con la que los
transeúntes caminaban al lado de colonias florecientes de maullidos y colores.
Y un buen día, algunos desaparecían. Quién sabe sin bajo el abrigo de alguna excéntrica amante de los animales o de un sádico que deseaba torturarlos en su
sórdido sótano. Las familias maullaban con desesperación ante las
desapariciones súbitas, alguno perecía bajo las ruedas de un coche buscando
a su cría o se descubría envenenado semanas después, al lado de la casa de
aquella vecina a la que poco gustaban los gatos extraviados porque le
estropeaban las plantas. Daba igual en cualquier caso. Las colonias florecían
en ciudades repletas de humo, desaprensión y soledad como última metáfora
del amor y la vida, capaces de continuar adelante en un terreno hostil, que incluso de forma puntual no tenía reparos en masacrarlos. Pero siempre renacían.
En algunas de esas colonias
conocí a mi familia. No puedo decir que yo tuviera algo que ver: fueron ellos
quienes me eligieron. A su forma y manera, uno a uno se arrojaron a mis brazos
y yo sólo pude recibirlos con la comprensión de quien sabe bien lo que es el
desarraigo y el posterior descubrimiento de que tienes seres a los que
pertenecer. Yo los amaba como quien ama cualquier parte de su ser.
Después varios años de risas;
nunca los suficientes, pero sí bastantes. Las mudanzas, el traqueteo,
compañeros de piso que se sucedían ajenos a nosotros cinco porque éramos un
núcleo, una piña, el verdadero corazón inicial. Muchos años de golpearnos la vida
hasta el día en que nos golpeó la muerte y no supimos cómo recomponernos.
Porque nos debíamos los unos a los otros. Y ya nada sería igual.
Y aun así continuábamos hacia
delante. Por los que morían en las autovías. Por quienes terminaban siendo el
blanco de psicópatas sin escrúpulos. Por los que iban a una clínica pero nunca
salían.
Como la lucha de clases que se
resiste a desaparecer por más que la soga ahogue o el fuego queme, así salíamos
adelante con convicción y vista al frente. Nos debíamos al amor, y la muerte era
mero trámite.
Nosotros, gatos callejeros que
crecíamos en los parques rodeados de disidencia y botellas vacías, hijos de
nadie a los ojos de todos. Y sin embargo, mirándonos nos descubríamos. Incluso
tras ojos y rostros humanos. Repudiados, proscritos, soñadores, migrantes, incomprendidos. Quienes no eran de nadie, eran de los nuestros. Siempre, de los nuestros.
Aquel año lo aprendimos todo.
Aquel año descubrimos nuestra marca.
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