19.6.13

Retazos perpendiculares a la tristeza


Aquel día se levantó tan frío como ella. Frío en mitad de junio, en pleno centro del huracán de las ideas. Frío al comienzo y al final de la jornada, frío en las entrañas, en el corazón, en la mirada.

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Te tenías que marchar así, sabiéndome solitaria, dejándome con tu vacío en las manos un día tan gris y repleto de nubes que amenazaban llover... tal vez para que pudiesen llorar conmigo.

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Tengo una imagen grabada en la mente: el ocaso de esta tarde, la luz naranja de un sol extinguiéndose tras los edificios y el cielo de un gris plomizo absoluto, sólo recortado por tres enormes cipreses. Siempre que veo un ciprés me acuerdo de Delibes. Es un dato sin importancia, pero siempre te sentiste orgullosa de mí porque me gustaba leer desde pequeña.

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Hace varios años, solía colarme en los cementerios por la noche porque era un lugar en el que estaba tranquila y me sentía en paz. Me parecía un lugar interesante, porque era como visitar una gran biblioteca de vidas humanas, de las que apenas conocía unos cuantos datos y, con suerte, un rostro impreso en fotografías. No podía evitar sentir congoja ante las lápidas que sólo tenían un nombre y una fecha, o sólo una fecha; así como los nichos de niños. Cuando encontraba a alguien que había muerto con mi misma edad, me sentía impresionada; y cuando encontraba a alguien algo más joven que yo, no podía evitar pensar que tenía suerte de haber sobrevivido un año más que aquel niño que intuía tras el bloque de cemento.

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Hablando de cementerios, el de hoy me resultó muy bonito. Fue reconfortante ver que estaba lleno de flores frescas, no sólo porque con su color parecían restar -en parte- importancia al por qué estaba yo allí, sino porque cada flor era una clara demostración de afecto. Por un momento el cementerio no se me antojó triste, sino un lugar hermoso, lleno de amor. Es bonito ver que cuando la gente escribe “no te olvidamos” lo sigue cumpliendo año tras año, a pesar de que hubiera restos muy antiguos.

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En esa época en que visitaba el cementerio me gustaba poner flores a los desconocidos que parecían abandonados, ya fuera porque no las tuvieran, por ser enterramientos demasiado viejos como para que alguien les recordase, o porque no tenían inscripciones cariñosas en su placa de ninguna clase. Me gustaba hacerlo porque era como decir: no sé quién eres, pero ya que nadie te recuerda, voy a hacerlo yo. Y repetía mentalmente el nombre de la persona tres veces en forma de pequeño homenaje y, cuando podía, les dejaba una flor con un beso entre sus pétalos. Es otra manera de seguir siendo inmortal.

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Sólo hay un momento en el que envidio de todo corazón a los cristianos, y es en la misa exequial. Me gustaría creer que efectivamente hay un dios, que hay una gloria y que después de esta vida hay algo más. Pero eso tampoco debería evitar que creyese en el Ratón Pérez o similar y no estoy para creer en más cuentos. Me cabrea de sobremanera que, cuando alguien muere, se diga que está en un lugar mejor, como si fuera posible estar mejor que con la gente que te quiere. Además, qué narices, si yo me fuera a un lugar mejor, al menos tendría el detalle de traeros unos tequila sunrise.

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Ahora tú y yo nos parecemos y nos diferenciamos más que nunca. Has llegado a tu lugar de destino, como tantas veces hago yo cuando cambio de ciudad. Sin embargo, tu estación es permanente, las mías seguirán cambiando hasta que también llegue a mi destino definitivo. Ya que las dos viajamos solas, me imagino que no te importará que te lleve como compañera de camino.



Te echaré de menos, abuela.


12.6.13

Llavero


Llaves maestras, llaves inglesas, llaves magnéticas.

Probablemente, como dice la canción, una de las preguntas que más nos autodirigimos los desastres manifiestos es ¿dónde están las llaves?

Existen llaves que guardan los secretos más íntimos de una persona dentro de un diario. Hay llaves que abren cajones llenos de documentos vitales. Otras llaves, en cambio, sirven para encerrar un montón de cachivaches polvorientos en un trastero a la espera de que nadie los encuentre.

Existen llaves para mantener las bicicletas a salvo de posibles ladrones. Hay llaves que guardan celosas la correspondencia que llega al buzón. Otras llaves, en cambio, sirven para esconder tesoros en baúles y arcones con el paso de los años.

Después están las otras llaves, las metafóricas. Las llaves que nos conducirán a un ascenso laboral. Las llaves de la persistencia que con tesón abren cualquier puerta. Las llaves capaces de abrir un corazón frío y solitario.


Y finalmente, hay llaves tan metafóricas como tangibles, que abren tanto la puerta de una casa como la puerta hacia una nueva vida.







5.6.13

Doble o nada

En los últimos cinco años de mi vida he repartido mi tiempo entre estaciones, como todos los demás, sólo que las mías además tienen raíles y un camino apenas perturbable.

Desde los primeros días en el inicio de ese lustro, entonces bañados por la nostálgica luz otoñal y el frío glaciar que se desprende de las paredes grises de una residencia de estudiantes, empecé a ser consciente de la catástrofe que se cernía sobre mi futuro: la tragedia del alma dividida.

Así, viví todos esos años a caballo entre dos ciudades. Ni aquí, ni allí. Tener dos casas era como no tener ninguna. Conocí a los viajeros habituales que compartían conmigo el trayecto entre estaciones de tren mejor que a muchos de mis amigos; me cargué con pesadas maletas deseando, con todas mis fuerzas, que cada una de ellas consiguiera llenar bajo su peso, a veces muy similar al mío, el vacío que siempre sentía al irme de cada lugar; casi podía llamar padre al revisor o decirle sin mostrarle el billete ya sabes, lo de siempre, y él asentiría y se marcharía con la confianza que sólo puede darle una nómada habitual. Quiero decir que conocí a muchos desconocidos y desconocí a los que me eran conocidos, incluso a los muy familiares. Y este giro de ciento ochenta grados en mi vida consiguió que lo que antes había sido mi suelo se convirtiera en aire, y a la inversa. 

Tuve miedo. Comencé a sentir mi corazón dividido, consciente de que siempre dejaba algo que amaba tras de mí constantemente. Los errantes siempre sabemos que nos falta algo, pero es una realidad mucho más palpable cuando lo que te falta es alguien al otro lado de la cama, un botella de licor junto al escritorio que compartir junto a un amigo, o una palabra familiar que te despierte por la mañana.

Y caes en la cuenta cada día de tu carencia y, contra todo pronóstico, cuando crees que no puedes más y te vas a echar a llorar en mitad de la noche por la insatisfacción recurrente que deja en ti huella tras cinco años de desconsuelo, de pronto te haces fuerte y sonríes.

Tu soledad se transforma en amiga y en coraza, te aferras al cambio como única realidad permanente y los fantasmas se desvanecen porque, sencillamente, ya los has dejado muy atrás. No puedes abrazar a los fantasmas ni ellos pueden abrazarte, porque hace mucho que dejaron el mundo, el tuyo, el único que importa.


Un corazón roto por la mitad es el compañero que necesitas para amar realidades diferentes. Gritarle sólo por no estar recompuesto, ni por tener siquiera la capacidad de recomponerse... sería inútil. Así que dejas de gritar, te escuchas en silencio y aceptas que el cerebro se divide en dos hemisferios, el corazón en aurículas y ventrículos, y tus pasos entre dos ciudades. Y dejando de luchar por aunarlo siempre todo, por tener siempre una respuesta clara, respetas tu doble naturaleza y, tras cinco años luchando contra ti misma, te das un respiro sonriéndote al espejo: éstas ruinas soy yo.