5.6.13

Doble o nada

En los últimos cinco años de mi vida he repartido mi tiempo entre estaciones, como todos los demás, sólo que las mías además tienen raíles y un camino apenas perturbable.

Desde los primeros días en el inicio de ese lustro, entonces bañados por la nostálgica luz otoñal y el frío glaciar que se desprende de las paredes grises de una residencia de estudiantes, empecé a ser consciente de la catástrofe que se cernía sobre mi futuro: la tragedia del alma dividida.

Así, viví todos esos años a caballo entre dos ciudades. Ni aquí, ni allí. Tener dos casas era como no tener ninguna. Conocí a los viajeros habituales que compartían conmigo el trayecto entre estaciones de tren mejor que a muchos de mis amigos; me cargué con pesadas maletas deseando, con todas mis fuerzas, que cada una de ellas consiguiera llenar bajo su peso, a veces muy similar al mío, el vacío que siempre sentía al irme de cada lugar; casi podía llamar padre al revisor o decirle sin mostrarle el billete ya sabes, lo de siempre, y él asentiría y se marcharía con la confianza que sólo puede darle una nómada habitual. Quiero decir que conocí a muchos desconocidos y desconocí a los que me eran conocidos, incluso a los muy familiares. Y este giro de ciento ochenta grados en mi vida consiguió que lo que antes había sido mi suelo se convirtiera en aire, y a la inversa. 

Tuve miedo. Comencé a sentir mi corazón dividido, consciente de que siempre dejaba algo que amaba tras de mí constantemente. Los errantes siempre sabemos que nos falta algo, pero es una realidad mucho más palpable cuando lo que te falta es alguien al otro lado de la cama, un botella de licor junto al escritorio que compartir junto a un amigo, o una palabra familiar que te despierte por la mañana.

Y caes en la cuenta cada día de tu carencia y, contra todo pronóstico, cuando crees que no puedes más y te vas a echar a llorar en mitad de la noche por la insatisfacción recurrente que deja en ti huella tras cinco años de desconsuelo, de pronto te haces fuerte y sonríes.

Tu soledad se transforma en amiga y en coraza, te aferras al cambio como única realidad permanente y los fantasmas se desvanecen porque, sencillamente, ya los has dejado muy atrás. No puedes abrazar a los fantasmas ni ellos pueden abrazarte, porque hace mucho que dejaron el mundo, el tuyo, el único que importa.


Un corazón roto por la mitad es el compañero que necesitas para amar realidades diferentes. Gritarle sólo por no estar recompuesto, ni por tener siquiera la capacidad de recomponerse... sería inútil. Así que dejas de gritar, te escuchas en silencio y aceptas que el cerebro se divide en dos hemisferios, el corazón en aurículas y ventrículos, y tus pasos entre dos ciudades. Y dejando de luchar por aunarlo siempre todo, por tener siempre una respuesta clara, respetas tu doble naturaleza y, tras cinco años luchando contra ti misma, te das un respiro sonriéndote al espejo: éstas ruinas soy yo.


1 comentario:

  1. ¡Pero qué ruinas ni ruinas! En lo mejor de la edad y con lo bien que escribes. ¡Anda ya y mírate en un espejo mejor!

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