En los últimos cinco años de mi vida
he repartido mi tiempo entre estaciones, como todos los demás, sólo
que las mías además tienen raíles y un camino apenas perturbable.
Desde los primeros días en el inicio
de ese lustro, entonces bañados por la nostálgica luz otoñal y el
frío glaciar que se desprende de las paredes grises de una
residencia de estudiantes, empecé a ser consciente de la catástrofe
que se cernía sobre mi futuro: la tragedia del alma dividida.
Así, viví todos esos años a caballo
entre dos ciudades. Ni aquí, ni allí. Tener dos casas era como no
tener ninguna. Conocí a los viajeros habituales que compartían
conmigo el trayecto entre estaciones de tren mejor que a muchos de
mis amigos; me cargué con pesadas maletas deseando, con todas mis
fuerzas, que cada una de ellas consiguiera llenar bajo su peso, a
veces muy similar al mío, el vacío que siempre sentía al irme de
cada lugar; casi podía llamar padre al revisor o decirle sin
mostrarle el billete ya sabes, lo de siempre, y él asentiría
y se marcharía con la confianza que sólo puede darle una nómada
habitual. Quiero decir que conocí a muchos desconocidos y desconocí a los que me eran conocidos, incluso a los muy familiares. Y este giro de ciento ochenta grados en mi vida consiguió que lo que antes había sido mi suelo se convirtiera en aire, y a la inversa.
Tuve miedo. Comencé a sentir mi corazón
dividido, consciente de que siempre dejaba algo que amaba tras de mí constantemente.
Los errantes siempre sabemos que nos falta algo, pero es
una realidad mucho más palpable cuando lo que te falta es alguien al
otro lado de la cama, un botella de licor junto al escritorio que compartir junto a un amigo, o una
palabra familiar que te despierte por la mañana.
Y caes en la cuenta cada día de tu
carencia y, contra todo pronóstico, cuando crees que no puedes más
y te vas a echar a llorar en mitad de la noche por la insatisfacción
recurrente que deja en ti huella tras cinco años de desconsuelo, de
pronto te haces fuerte y sonríes.
Tu soledad se transforma en amiga y en
coraza, te aferras al cambio como única realidad permanente y los
fantasmas se desvanecen porque, sencillamente, ya los has dejado muy
atrás. No puedes abrazar a los fantasmas ni ellos pueden abrazarte, porque hace mucho que dejaron el mundo, el tuyo, el único que importa.
Un corazón roto por la mitad es el
compañero que necesitas para amar realidades diferentes. Gritarle
sólo por no estar recompuesto, ni por tener siquiera la capacidad de
recomponerse... sería inútil. Así que dejas de gritar, te escuchas en silencio y aceptas que el cerebro se
divide en dos hemisferios, el corazón en aurículas y ventrículos, y
tus pasos entre dos ciudades. Y dejando de luchar por aunarlo siempre
todo, por tener siempre una respuesta clara, respetas tu doble
naturaleza y, tras cinco años luchando contra ti misma, te das un
respiro sonriéndote al espejo: éstas ruinas soy yo.
¡Pero qué ruinas ni ruinas! En lo mejor de la edad y con lo bien que escribes. ¡Anda ya y mírate en un espejo mejor!
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