30.7.15

Broken flowers


Podría llorar,
pero me voy a reír.

-N. Vegas-


Las flores llevaban años secas en el jarrón de la repisa. No podía apartar la mirada de ellas en los silencios que precedían a las palabras que nos rasgaban como un cuchillo. No sabía cómo salvarle de mi propia furia, de mi propio dolor, que, a su vez, me corroían a mí hasta el tuétano de los huesos.


Me gustaba pasear con Tom por Central Park, como en las películas. Descubrir a los mapaches que se dejaban ver por la noche si uno era lo suficientemente silencioso. Por aquel entonces él no torcía su bigote en una mueca compungida y confiaba en mis palabras cuando le decía que mis escasas energías eran algo pasajero. Estaban ahí, pero aprendía a convivir con ellas y junto a él se me hacía relativamente fácil.



Enfermé por primera vez con once años. No sabía qué me ocurría, simplemente un día en el recreo me empezó a faltar el aire, me sentí muy débil y mi visión pasó a ser en blanco y negro. Me acerqué a la docente que estaba de guardia para tratar de explicarle que no sabía qué me ocurría, pero que me encontraba muy mal. Sin embargo, en lugar de tranquilizarme, ella le restó importancia al asunto. No sé si pensó que fingía o que estaba siendo exagerada, el caso es que hasta que no me vio tendida en el suelo con el rostro de una palidez mortecina no me tomó en serio. Fue mi primer ataque. Bajada de tensión provocada por algo desconocido. Luego vinieron las pruebas.

Tan sólo un mes antes, mi casa se había convertido en un infierno. Mi padre parecía sufrir una especie de locura violenta. Empezó a tratarme como si yo nada importase. Y poco después sufrí el accidente en la escuela. Los médicos me diagnosticaron anemia, pero yo sabía que no era solamente eso. Hice el tratamiento que me recomendaron: dieta, suplementos de hierro... y aunque los niveles se restablecieron, no llegaron a estar nunca más completamente perfectos. Tus hematíes son demasiado pequeños, tu corazón demasiado grande y tu cerebro devora información y energía por encima de la media, probablemente tengas anemia latente de por vida, me dijo un doctor poniendo una mano en mi hombro para tranquilizarme. Yo sabía lo que había pasado en mi fuero interno: mi padre me había partido el corazón con su actitud y yo lo había somatizado de una manera extraña. Sentía que me desangraba sin verter una gota de sangre. Desde aquel entonces, se instaló dentro de mí un pequeño vampiro imperceptible que recorría mis arterias y me dejaba sin fuerzas en momentos puntuales. Aprendí a dominar los ataques: no perder la conciencia, no caer al suelo, luchar por respirar. Pero cada vez que me hacían daño ocurría: mareos, bajadas de tensión, taquicardia. Sólo que esta vez los análisis estaban bien -aunque nunca perfectos-, era aquel vampiro que me dejaba seca de fuerza y alegría.


Al comienzo de la primavera, cuando Tom y yo habíamos recompuesto nuestra pareja pero él arrastraba una tristeza que no sabía explicar muy bien, comencé a tener ideas suicidas. A menudo, mientras él estaba plácidamente dormido fantaseaba con la idea de subir sigilosamente a la azotea, apuntar con mi cuerpo a cualquiera de los borrachos que solían apostarse bajo nuestro balcón y lanzarme al vacío. Bum. Adiós a uno de los imbéciles que perturbaban nuestro descanso nocturno. Adiós a la confusión y al sufrimiento. Dos pájaros de un tiro.
Como todavía quedaba algo de raciocinio en mí, comencé a tomarme esas fantasías en serio. Me di cuenta de que empezaba a tenerlas con demasiada frecuencia. Empecé a anotar las fechas en el cuaderno. Seis de abril, ocho de abril, veinte de abril, veinticuatro de abril, uno de mayo, seis de mayo... Tuve miedo. No quería hacer un cuadro depresivo como en otras ocasiones. No. Ahora no. Ahora que Tom me necesitaba más que nunca. Vencería al vampiro. Podría con él. Y volvería a ver flores crecer entre tantas cenizas.




Hay un relato de Carver que se llama Belvedere, que según la publicación también aparece bajo el nombre de Gazebo. En él hay una mujer completamente destrozada llamada Holly, que amenaza a su marido, Duane, con tirarse por la ventana. En él explica a su marido que debido a su engaño es una mujer que ha perdido el orgullo. Le dice: Has matado algo; es como si lo hubieras cortado con un hacha. Ahora es todo una porquería. Descubría boquiabierta cómo a veces podía comprender muy bien las palabras de Holly.

Tom, que era poeta a tiempo completo, una vez me hizo un soneto en el que decía que ante las dificultades yo elegía correr. Entonces me acordaba de otra Holly, de la Holly de Capote, y esa famosa cita que dice: No entregues nunca tu corazón a un ser salvaje, porque si lo haces, más fuerte se vuelve. Hasta que tiene la suficiente fuerza para volver al bosque o para volar sobre un árbol. Y luego a otro más alto hasta que desaparece. Pero entender la esencia de Holly en Breakfast at Tiffany's no era tan sencillo. Holly no prefería correr. Huía porque, a pesar de su sueño de llegar a echar raíces, no le dejaban otra salida.

Debatiéndome entre Holly y Holly, traté de explicarle una noche a Tom mi dolor. Le conté las cosas que me separaban de él. Y su respuesta fue: ¿Y qué quieres que le haga? Ya no se puede hacer nada. Es como si lo hubieras cortado con un hacha.

Ya no se puede hacer nada. ¿Habrá frase más triste y menos cierta? El pasado ya sólo tiene un único sentido, pero el presente ofrece múltiples posibilidades. Creo que lo que peor llevaba era ese lavarse las manos. Que ya no se puede hacer nada fuera el eufemismo de no quiero hacer nada. Y todo por honor a la verdad. La verdad como valor universal, por encima de todo. También por encima de mí.




Pero la verdad es siempre relativa y tiene muchas caras. Yo también podía utilizar la verdad como un arma cortante, tirar la piedra y esconder la mano. Y susurrar la triste verdad de que el motivo por el que le retiré la palabra antes de recomponer nuestra pareja fue que descubrí que se había ido corriendo a los brazos de una antigua compañera mía de trabajo, a la que dijo al poco de separarnos que quería mucho -sin siquiera conocerla en persona- cuando unas semanas antes me lo decía a mí, y a sabiendas que habíamos tenido problemas con ella durante la relación. Y que por eso estuve semanas sin hablar con él. Hasta le dio a ella el apodo que le dí a él yo a propósito de sus rizos. Me sentí engañada. Así que me alejé. Y fui a curar mi desengaño en los brazos de una mujer y varios hombres. No me detuve hasta que en una ocasión casi me enamoro y en otra casi no escapo de un embarazo no deseado. Cuando por fin descubrió que mi ex compañera era la loca que yo le advertí en cierta ocasión, se desinteresó de ella, pero entonces se fue a por otra. Y yo arrojé la toalla con él definitivamente.

Las ciudades son pastos de las llamas cuando alguien deja una cerilla encendida cerca de la cortina. Y en este caso yo no prefería correr. Me fui malherida y terminaron por echarme a patadas. Nerón cambiaba de cara. Así he aprendido de él, de Tom, que se puede poner una bomba con premeditación y luego silbar, hacer como si nada. Verdad por encima de la persona amada.

Yo era creyente de Nacho Vegas, creía que Nadie a quien amar es nadie a quién dañar, pero una vez más parecía equivocarme. Y ya no sabía a qué aferrarme. El egoísmo es una enfermedad contagiosa que te hace mirar con recelo a los demás.

Miraba a Tom mientras se quedaba dormido. Le susurré al oído: Necesito que la delicadeza de tus ojos vele por mi alma maltrecha. Él se levantó asustado minutos después. Murmuró no sé qué de una pesadilla.








13.7.15

El circo de la vida


Cuando tenía diez años mis padres me abandonaron. Habían intentado hacer de mí una niña talentosa, trabajadora en el colegio y estudiosa en todo lo demás. A mí, sin embargo, el colegio me aburría, y cuando vi que podía sacar buenas notas sin dificultad, dejé de esforzarme por hacerlo. La vida dio entonces un giro inesperado, a mi padre lo echaron del trabajo y pronto nos vimos sumidos en una terrible pobreza. Empezaron a pensar que tener una niña brillante pero sin ganas de adaptarse a la escuela no era una buena baza de futuro. Por mucho que me esforcé en ese momento, ya me había demorado mucho estudiando otras cosas que no venían en los libros. Había repetido curso y, de continuar estudiando, claramente saldría demasiado tarde de la escuela para dedicarme a un oficio que les sirviera en los próximos meses; por otro lado, era demasiado joven para que alguien me aceptase como empleada, de modo que pensaron en dejarme con la primera persona que quisiera hacerse cargo de mí.

El camino que separa la excelencia de la mediocridad es muy corto, y pronto me vi catapultada a un circo local. Yo no sabía hacer nada, pero pensaron que al ser bastante joven y tener flexibilidad, podría cultivar ciertas habilidades para terminar siendo equilibrista. Y así fue como pasé de ser la favorita/vilipendiada de los profesores a ejercitarme todos los días en muy duras condiciones y dedicarme a limpiar los deshechos de los animales del circo. Nada que ver con leer novelas de piratas ni observar el comportamiento de las hormigas a orillas de un lago.

Durante mi adolescencia veía a los trabajadores del circo ir y venir. Siempre había un director al mando y algunos empleados fijos, como las bailarinas, los payasos, los domadores de fieras, el forzudo, la mujer lanzallamas y el mago. No sabéis la de amoríos que desfilaron ante mis ojos: una bailarina con el forzudo, la mujer lanzallamas con el mago y un largo etcétera. Era realmente penoso contemplar ese panorama, alguna vez tuvimos altercados por los celos de unos y de otras, incluso heridas por arma blanca a medianoche que me tocó curar a mí. Lo cierto es que entendía más bien poco de las relaciones entre personas. Para mí el circo de amantes era más grotesco que el verdadero circo. Entre que mis padres no estaban y que desde niña se me había obligado a trabajar en condiciones de semi-esclavitud, estaba acostumbrada a que si alguien se acercaba fuese solamente para gritarme que utilizase una cuerda menos gruesa, o que cogiera objetos más pesados mientras caminaba sobre el fino hilo que pendía entre dos postes. Y en todo este percal, trataba yo de mantener el equilibrio.

Una vez uno de los payasos se acercó a mí y trató de forzarme, pero conseguí zafarme de él y lo echaron del circo. Mi vida era triste, pero no lo suficiente por fortuna como para acabar entre los brazos de un payaso o de un domador de leones.

Entonces llegó el día que lo trajeron. Mis ojos no podían creerlo: un magnífico elefante. Era de un tamaño colosal, tenía unas orejas que parecían velas de barco, una trompa robusta y unas patas que podrían machacar piedras. Estaba recién traído desde África. Y estaba mucho más triste que yo. No tenía colmillos, porque así el animal era más barato. El marfil entraba y salía por distintas rutas marítimas, y la codicia del hombre había hecho de aquella criatura maravillosa un ser que vagamente se parecía a lo que fue en otro tiempo, a pesar de conservar gran parte de su belleza. El animal presentaba diversas heridas, tenía desgarros por toda la piel y un aire de derrota en la mirada. A saber lo que había padecido para llegar a mi circo de pacotilla. Desde luego el director estaba dispuesto a aumentar su negocio, aunque fuese a costa de verter sangre. Y, como no podía ser de otro modo, me encargaron adecentar al elefante para que un domador contratado exclusivamente para ese cometido se encargase de domarlo.

La primera vez que me acerqué al elefante, se retiró al fondo de la jaula con pavor. La situación resultaría cómica, teniendo en cuenta que yo pesaba cincuenta kilos y aquel animal cinco toneladas por lo menos, pero podía infinitamente más mi inquietud interior sobre qué le habrían hecho. La aflicción de aquel momento, su grandeza contra mi mediocridad, me dejaba sin respiración. Como pude, me acerqué a él poco a poco y traté de tranquilizarlo. El elefante no intentó defenderse. Se quedó inmóvil en el fondo de la jaula, moviendo tácitamente la trompa con nerviosismo. Uno de los payasos que pasaba por delante de nosotros se rió del espectáculo y me dijo que me tranquilizase, que se habían asegurado de que aquella bestia cooperase. Finalmente tomé aire y me acerqué hasta el animal. Empecé a acariciarle el lomo con suavidad, para después coger un paño húmedo y comenzar a lavar sus heridas. Tardé por lo menos siete horas en conseguir limpiarlas, desinfectarlas y coserlas todas. El elefante no emitió ningún sonido. Cuando salí de su habitáculo, cayó rendido de puro  miedo y agotamiento.

Alimenté, desparasité y di de beber a aquel animal. Poco a poco fue comprendiendo que yo no representaba una amenaza y, a veces, cuando sabía que era la hora de desayunar, hasta me esperaba con cierta impaciencia. Tuvo que enfrentarse al domador, lo cual fue otro duro golpe en el ánimo de aquel ser maravilloso al que cuidaba, y que terminó por convertirse en mi único amigo.

Comencé a irme por las noches con él. Le hablaba en susurros, le contaba mis problemas, los maltratos en el circo, las caídas desde varios metros de altura, mis ganas de huir de aquel sitio y de volver a coger un libro. El día que me partí un brazo sólo me consolaba su proximidad: la prefería incluso a los analgésicos, y juro que la muñeca me dolía como un demonio. Entonces, el elefante empezó a dar muestras de querer comunicarse conmigo. Se había establecido un extraño lazo entre nosotros. Quizá nos reconocíamos en nuestra mutua indefensión aprendida.

Entonces comencé a divagar. Tal vez el circo no tenía que ser para siempre. Quizá no tenía que aguantar los gritos diarios, ni los latigazos, ni ser el correveidile de los domadores más intimidatorios. Pero, si decidía irme, no quería hacerlo sola. Sin embargo, ¿cómo podía escapar con un animal de cuatro metros de altura que quizá al verse fuera de la jaula se pondría a barruntar y a correr despavorido? Durante la función circense, veía a un bruto que no sabía ni leer dar chasquidos con un látigo en el suelo, y mi amigo de orejas grandes levantaba la trompa o subía por una rampa. Aquello era realmente denigrante. 

Un día no pude aguantar más la situación, y una noche lo solté. No sabía qué iba a pasar, aunque lo intuía. Sólo abrí la puerta de la jaula, le quité las cadenas y me encaramé a su lomo. El elefante pareció entenderme y comenzó a caminar por los alrededores del circo muy despacio. Así nos fuimos alejando, y cuanto más nos alejábamos, más aumentaba la marcha el elefante. No sé cuántos kilómetros recorrimos. Procuré guiarlo por el campo, para así llamar menos atención. Aquella tarea no era fácil, doy fe. Cuando llegó el amanecer, alguien debió vernos y avisó a la policía, y ésta empezó a perseguirnos. Al principio no sabían si que yo estuviese sobre él era accidental o estaba allí a propósito, pero al final dedujeron lo segundo al ver que renunciaba a sus continuas ofertas de ayuda y que mi actitud no era la de alguien que tuviera miedo yendo a lomos de un elefante, por increíble que pareciese.

Dispararon a las patas de mi amigo, hasta que éste empezó a reducir la marcha. Entonces sobre nosotros llovieron dardos tranquilizantes. Varios me alcanzaron y sentí cómo iba perdiendo poco a poco la consciencia. Mi amigo aguantó y aguantó. Yo me abracé a él con fuerza. Llegamos a un precipicio escarpado y el elefante se detuvo. La policía nos seguía desde muy cerca. Bajé de mi amigo tambaleándome y lo miré a los ojos. Íbamos a morir ahí. Los dos lo sabíamos. Cuando observé el paisaje, me di cuenta de que él no me había llevado a ningún sitio de forma azarosa. Estábamos ante un cementerio de elefantes. Un cementerio de elefantes creado por los distintos animales cautivos en los circos cercanos al lugar.

Volví a mirar al elefante. Él sabía que íbamos a morir, como yo también presentía desde el principio, y aún así había iniciado aquella marcha conmigo. Había tenido el valor de salir de la jaula y de acompañarme en nuestro primer y último viaje.

Cuando nos deslizamos por el precipicio, yo lo hice con una sonrisa y aquel elefante sin colmillos, con su orgullosa trompa en alto.

Mi vida, al fin y al cabo, no fue tan triste. Valió la pena, aunque sólo fuera esos instantes.





2.7.15

Diente de león





Érase una vez un corazón tan destrozado
que temía que el viento, de un soplo,
se llevase sus piezas volando.