Podría llorar,
pero me voy a reír.
-N. Vegas-
Las flores llevaban años
secas en el jarrón de la repisa. No podía apartar la mirada de
ellas en los silencios que precedían a las palabras que nos rasgaban como un cuchillo. No sabía cómo salvarle de mi propia furia, de mi
propio dolor, que, a su vez, me corroían a mí hasta el tuétano de
los huesos.
Me gustaba pasear con Tom
por Central Park, como en las películas. Descubrir a los mapaches
que se dejaban ver por la noche si uno era lo suficientemente
silencioso. Por aquel entonces él no torcía su bigote en una mueca compungida y
confiaba en mis palabras cuando le decía que mis escasas energías
eran algo pasajero. Estaban ahí, pero aprendía a convivir con ellas
y junto a él se me hacía relativamente fácil.
Enfermé por primera vez
con once años. No sabía qué me ocurría, simplemente un día en el
recreo me empezó a faltar el aire, me sentí muy débil y mi visión
pasó a ser en blanco y negro. Me acerqué a la docente que estaba de
guardia para tratar de explicarle que no sabía qué me ocurría,
pero que me encontraba muy mal. Sin embargo, en lugar de
tranquilizarme, ella le restó importancia al asunto. No sé si pensó
que fingía o que estaba siendo exagerada, el caso es que hasta que
no me vio tendida en el suelo con el rostro de una palidez mortecina
no me tomó en serio. Fue mi primer ataque. Bajada de tensión
provocada por algo desconocido. Luego vinieron las pruebas.
Tan sólo un mes antes,
mi casa se había convertido en un infierno. Mi padre parecía sufrir
una especie de locura violenta. Empezó a tratarme como si yo nada
importase. Y poco después sufrí el accidente en la escuela. Los
médicos me diagnosticaron anemia, pero yo sabía que no era
solamente eso. Hice el tratamiento que me recomendaron: dieta,
suplementos de hierro... y aunque los niveles se restablecieron, no
llegaron a estar nunca más completamente perfectos. Tus hematíes
son demasiado pequeños, tu corazón demasiado grande y tu cerebro
devora información y energía por encima de la media, probablemente
tengas anemia latente de por vida, me dijo un doctor poniendo una
mano en mi hombro para tranquilizarme. Yo sabía lo que había pasado
en mi fuero interno: mi padre me había partido el corazón con su
actitud y yo lo había somatizado de una manera extraña. Sentía que
me desangraba sin verter una gota de sangre. Desde aquel entonces, se
instaló dentro de mí un pequeño vampiro imperceptible que recorría
mis arterias y me dejaba sin fuerzas en momentos puntuales. Aprendí
a dominar los ataques: no perder la conciencia, no caer al suelo,
luchar por respirar. Pero cada vez que me hacían daño ocurría:
mareos, bajadas de tensión, taquicardia. Sólo que esta vez los
análisis estaban bien -aunque nunca perfectos-, era aquel vampiro
que me dejaba seca de fuerza y alegría.
Al comienzo de la
primavera, cuando Tom y yo habíamos recompuesto nuestra pareja pero
él arrastraba una tristeza que no sabía explicar muy bien, comencé
a tener ideas suicidas. A menudo, mientras él estaba plácidamente
dormido fantaseaba con la idea de subir sigilosamente a la azotea,
apuntar con mi cuerpo a cualquiera de los borrachos que solían
apostarse bajo nuestro balcón y lanzarme al vacío. Bum. Adiós a
uno de los imbéciles que perturbaban nuestro descanso nocturno.
Adiós a la confusión y al sufrimiento. Dos pájaros de un tiro.
Como todavía quedaba
algo de raciocinio en mí, comencé a tomarme esas fantasías en
serio. Me di cuenta de que empezaba a tenerlas con demasiada
frecuencia. Empecé a anotar las fechas en el cuaderno. Seis de
abril, ocho de abril, veinte de abril, veinticuatro de abril, uno de
mayo, seis de mayo... Tuve miedo. No quería hacer un cuadro
depresivo como en otras ocasiones. No. Ahora no. Ahora que Tom me
necesitaba más que nunca. Vencería al vampiro. Podría con él. Y
volvería a ver flores crecer entre tantas cenizas.
Hay un relato de Carver
que se llama Belvedere, que según la publicación también aparece
bajo el nombre de Gazebo. En él hay una mujer completamente
destrozada llamada Holly, que amenaza a su marido, Duane, con tirarse
por la ventana. En él explica a su marido que debido a su engaño es
una mujer que ha perdido el orgullo. Le dice: Has matado algo; es
como si lo hubieras cortado con un hacha. Ahora es todo una porquería.
Descubría boquiabierta cómo
a veces podía comprender muy
bien las palabras de Holly.
Tom,
que era poeta a tiempo completo, una vez me hizo un soneto en el que
decía que ante las dificultades yo elegía correr. Entonces me
acordaba de otra Holly, de la Holly de Capote, y esa famosa cita que
dice: No entregues nunca tu corazón a un ser salvaje,
porque si lo haces, más fuerte se vuelve. Hasta que tiene la
suficiente fuerza para volver al bosque o para volar sobre un árbol.
Y luego a otro más alto hasta que desaparece.
Pero entender la esencia de Holly en Breakfast at Tiffany's no era
tan sencillo. Holly no prefería correr. Huía porque, a pesar de su sueño de llegar a echar raíces, no le dejaban
otra salida.
Debatiéndome
entre Holly y Holly, traté de explicarle una noche a Tom mi dolor.
Le conté las cosas que me separaban de él. Y su respuesta fue: ¿Y
qué quieres que le haga? Ya no se puede hacer nada. Es
como si lo hubieras cortado con un hacha.
Ya
no se puede hacer nada. ¿Habrá frase más triste y menos cierta? El
pasado ya sólo tiene un único sentido, pero el presente ofrece
múltiples posibilidades. Creo
que lo que peor llevaba era ese lavarse las manos. Que ya
no se puede hacer nada fuera el
eufemismo de no quiero hacer nada.
Y todo por honor a la verdad. La verdad como valor universal, por
encima de todo. También por encima de mí.
Pero
la verdad es siempre relativa y tiene muchas caras. Yo también podía
utilizar la verdad como un arma cortante, tirar la piedra y esconder
la mano. Y susurrar la triste verdad de que el motivo por el que le
retiré la palabra antes de recomponer nuestra pareja fue que
descubrí que se había ido corriendo a los brazos de una antigua
compañera mía de trabajo, a la que dijo al poco de separarnos que
quería mucho -sin siquiera conocerla en persona- cuando unas semanas
antes me lo decía a mí, y a sabiendas que habíamos tenido
problemas con ella durante la relación. Y que por eso estuve semanas
sin hablar con él. Hasta le dio a ella el apodo que le dí a él yo
a propósito de sus rizos. Me sentí engañada. Así que me alejé. Y
fui a curar mi desengaño en
los brazos de una mujer y
varios hombres. No me detuve hasta que en una ocasión casi me
enamoro y en otra casi no escapo de un embarazo no deseado. Cuando
por fin descubrió que mi ex compañera era la loca que yo le
advertí en cierta ocasión, se desinteresó de ella, pero entonces se fue a por otra. Y yo arrojé
la toalla con él
definitivamente.
Las
ciudades son pastos de las llamas cuando alguien deja una cerilla
encendida cerca de la cortina. Y en este caso yo no prefería correr.
Me fui malherida y terminaron por echarme a patadas. Nerón cambiaba
de cara. Así he aprendido de él, de Tom, que se puede poner una
bomba con premeditación y luego silbar, hacer como si nada. Verdad
por encima de la persona amada.
Yo
era creyente de Nacho Vegas, creía que Nadie a quien amar
es nadie a quién dañar, pero
una vez más parecía equivocarme. Y ya no sabía a qué aferrarme.
El egoísmo es una enfermedad contagiosa que
te hace mirar con recelo a los demás.
Miraba
a Tom mientras se quedaba dormido. Le susurré al oído: Necesito
que la delicadeza de tus ojos vele por mi alma maltrecha.
Él se levantó asustado minutos después. Murmuró no sé qué de
una pesadilla.
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