Cuando tenía diez años mis padres me abandonaron. Habían intentado hacer de mí una niña
talentosa, trabajadora en el colegio y estudiosa en todo lo demás. A
mí, sin embargo, el colegio me aburría, y cuando vi que podía
sacar buenas notas sin dificultad, dejé de esforzarme por hacerlo.
La vida dio entonces un giro inesperado, a mi padre lo echaron del
trabajo y pronto nos vimos sumidos en una terrible pobreza. Empezaron
a pensar que tener una niña brillante pero sin ganas de
adaptarse a la escuela no era una buena baza de futuro. Por mucho que
me esforcé en ese momento, ya me había demorado mucho estudiando
otras cosas que no venían en los libros. Había repetido curso y, de
continuar estudiando, claramente saldría demasiado tarde de la
escuela para dedicarme a un oficio que les sirviera en los próximos
meses; por otro lado, era demasiado joven para que alguien me
aceptase como empleada, de modo que pensaron en dejarme con la
primera persona que quisiera hacerse cargo de mí.
El camino que separa la
excelencia de la mediocridad es muy corto, y pronto me vi catapultada
a un circo local. Yo no sabía hacer nada, pero pensaron que al ser
bastante joven y tener flexibilidad, podría cultivar ciertas habilidades para terminar
siendo equilibrista. Y así fue como pasé de ser la favorita/vilipendiada de los
profesores a ejercitarme todos los días en muy duras condiciones y
dedicarme a limpiar los deshechos de los animales del circo. Nada que
ver con leer novelas de piratas ni observar el comportamiento de las
hormigas a orillas de un lago.
Durante mi adolescencia
veía a los trabajadores del circo ir y venir. Siempre había un
director al mando y algunos empleados fijos, como las bailarinas, los
payasos, los domadores de fieras, el forzudo, la mujer lanzallamas y
el mago. No sabéis la de amoríos que desfilaron ante mis ojos: una
bailarina con el forzudo, la mujer lanzallamas con el mago y un largo
etcétera. Era realmente penoso contemplar ese panorama, alguna vez
tuvimos altercados por los celos de unos y de otras, incluso heridas
por arma blanca a medianoche que me tocó curar a mí. Lo cierto es que entendía más bien
poco de las relaciones entre personas. Para mí el circo de amantes
era más grotesco que el verdadero circo. Entre que mis padres no
estaban y que desde niña se me había obligado a trabajar en
condiciones de semi-esclavitud, estaba acostumbrada a que si alguien
se acercaba fuese solamente para gritarme que utilizase una cuerda
menos gruesa, o que cogiera objetos más pesados mientras caminaba
sobre el fino hilo que pendía entre dos postes. Y en todo este percal, trataba yo de mantener el equilibrio.
Una vez uno de los
payasos se acercó a mí y trató de forzarme, pero conseguí zafarme
de él y lo echaron del circo. Mi vida era triste, pero no lo
suficiente por fortuna como para acabar entre los brazos de un payaso
o de un domador de leones.
Entonces llegó el día
que lo trajeron. Mis ojos no podían creerlo: un magnífico elefante. Era de un tamaño colosal,
tenía unas orejas que parecían velas de barco, una trompa robusta y
unas patas que podrían machacar piedras. Estaba recién traído
desde África. Y estaba mucho más triste que yo. No tenía
colmillos, porque así el animal era más barato. El marfil entraba y
salía por distintas rutas marítimas, y la codicia del hombre había
hecho de aquella criatura maravillosa un ser que vagamente se parecía
a lo que fue en otro tiempo, a pesar de conservar gran parte de su
belleza. El animal presentaba diversas heridas, tenía desgarros por
toda la piel y un aire de derrota en la mirada. A saber lo que había
padecido para llegar a mi circo de pacotilla. Desde luego el director
estaba dispuesto a aumentar su negocio, aunque fuese a costa de
verter sangre. Y, como no podía ser de
otro modo, me encargaron adecentar al
elefante para que un domador contratado exclusivamente para ese
cometido se encargase de domarlo.
La
primera vez que me acerqué al elefante, se retiró al fondo de la jaula
con pavor. La situación
resultaría cómica,
teniendo en cuenta que yo pesaba cincuenta kilos
y aquel animal cinco
toneladas por lo menos, pero podía infinitamente más mi inquietud
interior sobre qué le habrían hecho. La aflicción de aquel
momento, su grandeza contra
mi mediocridad, me dejaba sin
respiración. Como
pude, me acerqué a él poco a poco y traté de tranquilizarlo. El
elefante no intentó defenderse. Se quedó inmóvil en el fondo de la
jaula, moviendo tácitamente la trompa con nerviosismo. Uno de los
payasos que pasaba por delante de nosotros se rió del espectáculo y
me dijo que me tranquilizase, que se habían asegurado de que aquella
bestia cooperase. Finalmente
tomé aire y me acerqué hasta el animal. Empecé
a acariciarle el lomo con suavidad, para después coger un paño
húmedo y comenzar a lavar sus heridas. Tardé por lo menos siete
horas en conseguir limpiarlas, desinfectarlas y coserlas todas. El
elefante no emitió ningún sonido. Cuando salí de su habitáculo,
cayó rendido de puro miedo y agotamiento.
Alimenté,
desparasité y di de beber a aquel animal. Poco a poco fue
comprendiendo que yo no representaba una amenaza y, a veces, cuando
sabía que era la hora de desayunar, hasta me esperaba con cierta
impaciencia. Tuvo que enfrentarse al domador, lo cual fue otro duro
golpe en el ánimo de aquel ser maravilloso al que cuidaba, y que
terminó por convertirse en mi único amigo.
Comencé a irme por las noches con él. Le hablaba en susurros, le contaba mis
problemas, los maltratos en el circo, las caídas desde varios metros
de altura, mis ganas de huir de aquel sitio y de
volver a coger un libro. El
día que me partí un brazo sólo me consolaba su proximidad: la
prefería incluso a los analgésicos, y juro que la muñeca me dolía
como un demonio. Entonces, el elefante empezó a dar muestras de querer
comunicarse conmigo. Se había establecido un extraño lazo entre
nosotros. Quizá nos reconocíamos en nuestra mutua indefensión
aprendida.
Entonces
comencé a divagar. Tal vez el circo no tenía que ser para siempre.
Quizá no tenía que aguantar los gritos diarios, ni los latigazos,
ni ser el correveidile de los domadores más intimidatorios. Pero, si
decidía irme, no quería hacerlo sola. Sin embargo, ¿cómo podía
escapar con un animal de cuatro metros de altura que quizá al verse
fuera de la jaula se pondría
a barruntar y a
correr despavorido? Durante la función circense, veía a un bruto que no sabía ni leer dar chasquidos con un látigo en el suelo, y mi amigo de orejas grandes levantaba la trompa o subía por una rampa. Aquello era realmente denigrante.
Un día no
pude aguantar más la situación, y una noche lo solté. No
sabía qué iba a pasar, aunque
lo intuía. Sólo abrí la
puerta de la jaula, le quité las cadenas y me encaramé a su lomo.
El elefante pareció entenderme y comenzó a caminar por los
alrededores del circo muy despacio. Así nos fuimos alejando, y
cuanto más nos alejábamos, más aumentaba la marcha el elefante. No
sé cuántos kilómetros recorrimos. Procuré guiarlo por el campo,
para así llamar menos atención. Aquella
tarea no era fácil, doy fe. Cuando
llegó el amanecer, alguien debió vernos y avisó
a la policía, y ésta empezó a perseguirnos. Al principio no sabían
si que yo estuviese sobre él era accidental o estaba allí a
propósito, pero al final dedujeron lo segundo al ver que renunciaba
a sus continuas ofertas de ayuda y que mi actitud no era la de
alguien que tuviera miedo yendo a lomos de un elefante, por
increíble que pareciese.
Dispararon
a las patas de mi amigo, hasta que éste empezó a reducir la marcha.
Entonces sobre nosotros llovieron dardos tranquilizantes. Varios me
alcanzaron y sentí cómo iba perdiendo poco a poco la consciencia.
Mi amigo aguantó y aguantó. Yo me abracé a él con fuerza.
Llegamos a un precipicio escarpado y el elefante se detuvo. La
policía nos seguía desde muy cerca. Bajé de mi amigo tambaleándome
y lo miré a los ojos. Íbamos a morir ahí. Los dos lo sabíamos.
Cuando observé el paisaje, me di cuenta de que él no me había llevado a
ningún sitio de forma azarosa. Estábamos ante un cementerio de
elefantes. Un cementerio de elefantes creado por los distintos
animales cautivos en los circos cercanos al lugar.
Volví
a mirar al elefante. Él sabía que íbamos a morir, como yo también
presentía desde el principio, y aún así había iniciado aquella marcha conmigo. Había
tenido el valor de salir de la jaula y de acompañarme en nuestro primer y último
viaje.
Cuando
nos deslizamos por el precipicio, yo lo hice con una sonrisa y aquel
elefante sin colmillos, con
su orgullosa trompa en alto.
Mi
vida, al fin y al cabo, no fue tan triste. Valió
la pena, aunque sólo fuera esos
instantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario