13.12.13

Accidentes

Caminaba por la calle y tropecé contigo.
Discúlpeme, señor,
a veces voy distraída cuando viajo sin dirección,
y tú sonreíste resplandeciente y me dijiste:
descuida, es lo que tienen los accidentes.

Venía de haber perdido el corazón en una apuesta
jugando con un poeta, un músico y un pintor,
para luego descubrirme al final de la noche sin lienzo,
en blanco, en silencio y sin respuestas.

Quizá te sorprendas al escuchar esto: te engañé
con mi carita de niña buena
o el disfraz que llevaba aquella tarde, de mujer
que pasea por los bares besando a desconocidos
para que la conozcan muy bien.

Me enamoré demasiadas veces y, ya ves,
regresé a la calle donde tropecé contigo
sólo para saber a qué saben los principios
de lo que nunca pudo ser.
Al girar en la esquina ni te despediste.

El resto de los hombres de mi vida me aburrieron demasiado,
tal vez es mi culpa por querer vivir algo más interesante.
Perdóname por querer, de lo bueno, lo mejor
a sabiendas de que son incompatibles;
como tú y como yo.

7.12.13

In my darkest hour

Necesitaba estar lejos. Lejos de todo.

La vida se había vuelto insípida y había comenzado a no soportar muchas cosas.

Estaban aquellos anuncios estúpidos cuando salía a dar una vuelta que te bombardeaban como si fueras una máquina que consumía sin importar el qué. Luces brillantes en los escaparates, carteles de colores, imágenes de seis metros de largo en las autopistas, caras gigantes y sonrientes, casi grotescas, que pretendían venderte cualquier cosa a cualquier precio hablándote como si tuvieras cinco años. Todo aquello acosándote sin compasión desde los periódicos, las páginas web, la televisión. Todo revestido con una pretendida calidez tan sobrecogedora que se me helaban las entrañas y me hacía sentir cada vez más y más insignificante.
Todavía no estás muerta, así que consume.

Estaban aquellas salidas en las que se conversaba sobre nada. Entendedme bien, salían un montón de palabras de sus bocas durante minutos que se convertían en medias horas interminables. Las sílabas giraban en torno a mí, me rodeaban y conformaban un muro que me separaba de ellos aún más. Podrían haberse pasado la existencia comentando el último video de Youtube que habían visto, un programa de prime time, lo que fuera. Y me sentía tan extraña, tan alienígena, tan confusa por que fueran incapaces de hablar de ninguna otra cosa, que se me hacía un nudo en la garganta y era incapaz de hablar. Estás muy seria y callada, decían, mientras lo único que deseaba era salir de allí. Casi podía extender la mano y tocarlos, quizás abrazarme a ellos con fuerza y estallar en un llanto denso y profundo pidiendo a gritos algo de comprensión. Pero mis mejores amigos, los de verdad, estaban muertos. Algunos llevaban siglos bajo tierra. ¿Qué podrían entender aquellos seres que se carcajeaban viendo cómo un skater se caía de bruces por las escaleras? ¿Entender el qué?
El mar, la luz, el aire.
A ellos.
A mí.

Estaban las conversaciones de las que no te querías enterar. Ahí estaba una chica igual que tú hablando de su novio con otra amiga. Juntos desde el instituto, diez años después. Y hablaba de él con tan poca pasión y respeto, que en lugar de estar comentando su relación parecía que estuviese escupiendo sobre una ameba. Y aquello me entristecía. Imaginarlos. Cogidos de la mano porque se supone que hay que caminar cogidos de la mano. Una mueca fingida pretendiendo ser sonrisa. Yendo al cine todos los fines de semana porque se les había terminado la conversación, y al menos así podían hablar la media hora que duraba el trayecto de vuelta a casa. Pidiendo con despreocupación la sal al otro lado de la mesa, procurando comer sin mirarse a los ojos. Durmiendo en la misma cama pero separados por una columna de aire y cada uno hacia un lado, como si no pudiesen soportar el aire que exhalaba el otro al respirar. Una vida tan vacía, tan llena de soledad y de silencio.
Me daba pena aquella chica.
Yo era aquella chica.

Estaban esas mujeres, esos hombres, que caminaban contagiados por la prisa a lo largo del vagón. Sus portátiles. Las corbatas esperpénticas de ellos a juego con los calcetines y sus apestosas colonias. El colorete mal puesto de ellas y el tinte que permitía ver sus raíces morenas contrastando con el rubio oxigenado de pega. Todos llenos de ojeras, de arrugas de preocupación por un trabajo frenético que aportaba dinero e insatisfacción a sus vidas a partes iguales. Las máquinas a las que destinaban esos anuncios tan asquerosos de los que hablaba al principio. Escuchando cómo cerraban tratos por su nuevo teléfono de última generación. Oyendo las carcajadas de machitos al comentar que el viejo tunante del jefe se había pinchado -¿hay expresión más horrible y misógina?- a la ingenua de la secretaria. Y por lo visto a ella se le estaban cayendo las tetas, no era de extrañar que aspirase a un amante de tan bajo nivel. Qué risas. Y ellas, trabajadoras y madres abnegadas, haciendo como el que oye llover a pesar de que sus maridos eran exactamente igual de infieles que sus compañeros de trabajo, enzarzadas en poner verdes a las que no estaban presentes en aquel momento. Que si una no sabía vestir a su hijo. Que la idiota de cual decía que ella no era menos mujer por no parir, la infeliz, apostillaban. Y entonces mi asiento se convertía en un abismo aislado que me separaba de todo aquello. Algo que me saque de aquí, pero me mareaban sus colonias y sus risotadas y sólo podía desear que el tren llegase cuanto antes a su destino.

Estaban las reuniones de intelectuales. Una competición absurda en el atuendo físico y mental -se parecen tanto- por ver quién destacaba más. Debían de pasarse horas en el baño para tener el aspecto de alguien que lleva tres días durmiendo debajo de un puente. Otros pretendiendo fingir miopía delante del médico para poder lucir unas gafas. Goddard y brandy, y no sé quién había recibido clases de piano de un músico prestigioso. Charlas eternas que sólo recitaban de memoria una lista interminable de títulos de libros y autores. Y cuando me preguntaban... ¿te has leído...? Joyce, Proust, Chesterton... contestaba con un impertinente: ¿y vosotros, os habéis detenido al leerlo?


Quise resistirme a todo aquello, pero estaba sola. Hacía como en la infancia y me encerraba en los libros. Pero pronto los libros se convirtieron en una dolorosa ventana al mundo. Era incapaz de encender el televisor o leer las noticias del día. No quería saber nada de ellos. No quería pertenecer a un mundo plagado de escoria. Mi precario piso de alquiler daba pena, pero me resistía a salir de él. No quería estar con los demás. Cuando terminé con todas las existencias de alcohol que guardaba desde hacía meses, empecé a pensar que necesitaba salir desesperadamente. Desesperadamente. Y salí, claro que salí. Como una estampida furiosa. Arrastrando mis cadenas. Manchándome las manos de sangre.
Boicoteé toda relación que tuve con un ser humano, a veces consciente, a veces inconscientemente. Amaba y odiaba indistintamente, era una vorágine y en cuestión de semanas lo que tanto deseaba lo detestaba con igual intensidad. La historia del ser humano caprichoso, rueda, rueda, rueda... Y no vino santa Inés Zorrilla ni su redención, por más que la esperé.


¿Esto era madurar? ¿Era una crisis? ¿Se habían ido los niveles de serotonina de mi cerebro a la mierda? O todo a la vez. Aún así no fantaseaba con la muerte. Ya pasé por aquel peaje, que casi me costó unas buenas cicatrices. Y era ese hastío, ese hueco, esa nada. Esa nada que lo engullía todo y me hacía tiritar de frío por la noche durante el verano. Pero las personas no esperan, las personas no descansan. Y cada día me despertaba con las expectativas, los sueños, las esperanzas que otros depositaban en mí, en las manos. Y yo les metía fuego junto con los míos propios. Si toleraban tanta injusticia, no tendrían paz. Yo no tenía paz, ¿por qué iba a permitir que ellos la tuvieran? Me había vuelto un ser egoísta y ya no sabía distinguir, al contrario que Sartre, si el infierno eran los otros o lo era yo.