Aún no ha comenzado la noche,
pero presiento que voy a cometer un error. No podría decir por qué ni cómo,
pero tengo un ligero temblor en las rodillas, un crujido sutil que, sin
embargo, me hace instigar a mis piernas para mitigar su cadencia in crescendo. Mis amigas me esperan
donde siempre, en la cafetería que hay al lado del parque donde crecí. Ríen,
conversan y revolotean como mariposas excitadas por las flores. Me toman por el
brazo y yo me dejo conducir a una de esas horribles discotecas inundadas de
gente con la que odiaría conversar. La noche, ahora sí, comienza, y varias
parejas se entrechocan en la pista de baile. Algunos murmuran con nuestra
llegada, yo me aproximo a la barra para pedir un gintonic, que es la perfecta
bebida anodina para acompañar una noche anodina. Mis amigas están animadas y
ponen ojitos a un grupo de chicos que acaba de entrar por la puerta. Son altos,
musculados y arrogantes: de su estilo. Mientras conversan, yo hago un par de
apariciones por allí, las justas y necesarias que presupone la cortersía; pero
cuando empiezan a intercambiarse los números de teléfono yo me pierdo al fondo
de la barra. La música es tan impersonal que casi no puedo escucharla a pesar
de que retumba en mis oídos. De pronto, la camarera me pone otro gintonic
delante de mis ojos y me comenta divertida “de parte del chico de allí”. Le
sonrío y le doy las gracias. Joder. Pensaba que ésto ya sólo pasaba en las
películas. Levanto la vista para ver quién es el que me invita. Mi vista
tropieza con un chico alto de facciones agraciadas pero que difícilmente podría
considerar guapo; ojos claros, pelo rubio largo rematado con dos rastas. La
pinta de extranjero es innegable. Entonces me doy cuenta: ahí está mi error de
la noche.
Me aproximo a él y hablamos de
naderías: él es un estudiante Erasmus sueco que busca algo de diversión. Yo soy
residente española que no busca nada, pero sin saber por qué termina
encontrando muchas cosas. Le hago reír, porque a pesar de que no comprende mi
idioma al cien por cien sí entiende la astucia bajo mis palabras. “Eres muy
bonita”, me dice con su extraño acento. Acierto a agradecérselo y terminar mi
gintonic.
Mis amigas no pueden dar crédito
a lo que están viendo. Saben que no me gustan los chicos altos porque no puedo
mirarles bien a los ojos. Saben que no me gustan los rubios llamativamente
rubios, sino, si acaso, los rubios camuflados como yo: esos cuyos mechones no
sabes a ciencia cierta si son de un rubio oscuro o de un castaño claro. Y sin
embargo ahí estoy, con un rubio casi albino de metro noventa. El sueco, con una
mala excusa, me invita a su casa. A veces los hombres pueden ser tan
predecibles como el agua a punto de hervir. En cualquier otro momento, en
cualquier otra situación le diría que no. No tengo motivos para decirle que sí.
También me doy cuenta de que no tengo motivos para decirle que no. O no se me
ocurren. Él me sonríe esperanzado y yo estoy demasiado lúcida para saber que
tengo que cometer un error. Y así es. Le acompaño a su casa.
Su apartamento es espacioso,
cuidado y sobrio. Me dice que lo comparte con una portuguesa y un italiano. La
conversación sigue versando sobre nada. Mañana no sabré de qué hablaba.
Finalmente me dice que es tarde, que me puedo quedar a dormir. Así, como si
fuera un accidente fortuito en lugar de la intención final de todo este baile
absurdo, este intercambio de palabras que sólo lleva a la acción siguiente.
Asiento, sabiendo que es un error. Realmente no sé si me gusta. Realmente no sé
qué hago allí, salvo tener la firme certeza de que todo aquello es un error y
de que lo voy a cometer lúcidamente, sin remordimiento, pero también sin deseo.
El sueco me enseña su cuarto. Un
escritorio, un ordenador, dos sillas, un armario, una cama, fotografías de sus
amigos suecos llenando la pared. Me ofrece sentarme en su cama y acepto. A los
cinco minutos ya me está besando. No sé si besa bien o mal. No sé cómo iniciar
el ritual que viene a continuación. Él me sigue besando y apaga la luz. Pienso
que así es mejor. Es más fácil cometer errores siendo incapaz de ver con
claridad.
Cuando me penetra no siento nada.
Soy consciente de que está encima de mí, pero estoy completamente anestesiada.
Ni siquiera soy capaz de gemir. Él se mueve y me besa. Yo sigo sin saber muy
bien qué hago allí. No sé si él culmina o no, me da la impresión de que no. Al
poco cae a mi lado y me abraza. Parece tan necesitado de cariño que lo abrazo a
mi vez. Pero no entiendo por qué no evoca mi compasión. Debe de ser terrible
acostarse con una mujer androide. Es como cuando me acostaba con mi ex marido
pero no me acostaba yo: se acostaba esa parte escindida de mí que lo amaba. La
otra parte nunca lo amó. Puede que fuera algo parecido.
A la mañana siguiente despierto y
al girarme lo descubro durmiendo a mi lado. A mi mente me vienen todos los
pasos dados para haber acabado allí. Qué surrealista es todo esto, pienso. Sin
hacer ruido me levanto y empiezo a vestirme. Él entreabre los ojos: ¿ya vas a
salir corriendo? Le respondo que tengo mucho que hacer, trabajo atrasado de
oficina. Él asiente poco convencido, pero me deja vestirme por completo sin
oponer resistencia. No siento remordimiento. No siento miedo. No siento nada.
La anestesia sigue haciendo su trabajo. Él hace un amago de levantarse, pero le
digo que debe de estar cansado y lo invito a seguir durmiendo. Qué decepción
llevarse a una chica española a la cama y encontrarse conmigo: no he sido
cariñosa, no he sido ardiente, no he sido dulce, no he sido apasionada, no he
sido nada de esas cosas que sí pueden decir convencidos, sobre mí, mis amantes
y no he dado pábulo a los clichés que suelen decirse sobre mis paisanas. Soy
una replicante que ha cometido un error y que ha incurrido en decepción para
con otro. El chico se levanta y me pregunta si me volverá a ver. No sé si lo
hace por cortesía o porque realmente espera algo más de mí que mi desabrida
actuación nocturna. Me dice que aún le quedan cinco meses en España y que eso
da para mucho. Tenso las comisuras en un intento de sonrisa. Le beso como
besaría una madre a su hijo demasiado pequeño como para entender: con
paternalismo y suficiencia. No sé qué le digo, pero desaparezco por la puerta.
La luz del sol me hace daño y no tengo gafas tras las que ocultarme.
Camino por la calle y parece que
han cambiado todo de sitio. Casi consigo perderme por aceras que conozco muy
bien. He cometido un error de forma perfectamente lúcida y no sé qué pensar o
sentir. No se me ha acelerado el corazón ni una sola vez a lo largo de la
noche. No he sentido la adrenalina que conlleva el abrazar un placer prohibido.
¿Los errores no saben más dulces? Esos deben ser los que se comenten sin saber
que son errores. Pero yo lo sabía. Quizá por eso no me siento estúpida, no
siento que me haya traicionado a mí misma, no tengo el sabor de la culpabilidad
en la boca. Una mano negra, un pensamiento anómalo se ha apoderado de mí y me
ha hecho ser como cualquier otra chica en la noche. Mis amigas dicen que se
acuestan con desconocidos para sentirse deseadas, especiales, como las diosas.
En cambio, yo tengo la percepción de que me he acostado con el sueco sólo por
sentirme humana. Y ya ves el resultado: me siento más inhumana que nunca. O más
bien, deshumanizada. Las copas, el cortejo, el consentimiento, el baile, el
sueño, la luz de la mañana, mi insípida despedida. Soy un animal cumpliendo el
ritual como se acercaría a una charca a beber: sólo que yo no tengo ni sed. Lo
he hecho porque sí. Ni siquiera he sudado durante el acto sexual. Cuando llego
a casa no tengo la imperiosa necesidad de ducharme. Quizá es porque ha jugado
con mi cuerpo, pero mi alma permanece intacta. Me he despertado con la misma
inapetencia que si lo hubiera hecho en mi cama.
Cuando me siento en el sofá noto,
ahora sí, que algo me araña el corazón. Es dolor. Noto la sangre brotar
despacio. Me llevo las manos heladas al pecho. Éstas se manchan con la sangre
que mana. Quizá el invierno no termina de romper porque lo tengo atrapado en mi
pecho. Es escarcha lo que tengo por dentro. Por eso no siento nada.
Salgo a por el pan en un intento
de aparentar normalidad. A los trece pasos tropiezo y me caigo. Noto el dolor
físico en la sien y las rodillas. Permanezco impasible. Oigo el revuelo de los
comentarios de una cafetería cercana por mi caída y decido levantarme. Supongo
que hacer lo que me apetece, esto es, dejarme en el suelo, permitir que me
apague como un televisor viejo sería motivo de alarma para el resto.
Tal vez debo enfrentarme a una
realidad que no estoy dispuesta a admitir: estoy triste… y el mundo, sin
embargo, vuelve a girar otra vez más.
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