30.10.16

Relato de un error


Aún no ha comenzado la noche, pero presiento que voy a cometer un error. No podría decir por qué ni cómo, pero tengo un ligero temblor en las rodillas, un crujido sutil que, sin embargo, me hace instigar a mis piernas para mitigar su cadencia in crescendo. Mis amigas me esperan donde siempre, en la cafetería que hay al lado del parque donde crecí. Ríen, conversan y revolotean como mariposas excitadas por las flores. Me toman por el brazo y yo me dejo conducir a una de esas horribles discotecas inundadas de gente con la que odiaría conversar. La noche, ahora sí, comienza, y varias parejas se entrechocan en la pista de baile. Algunos murmuran con nuestra llegada, yo me aproximo a la barra para pedir un gintonic, que es la perfecta bebida anodina para acompañar una noche anodina. Mis amigas están animadas y ponen ojitos a un grupo de chicos que acaba de entrar por la puerta. Son altos, musculados y arrogantes: de su estilo. Mientras conversan, yo hago un par de apariciones por allí, las justas y necesarias que presupone la cortersía; pero cuando empiezan a intercambiarse los números de teléfono yo me pierdo al fondo de la barra. La música es tan impersonal que casi no puedo escucharla a pesar de que retumba en mis oídos. De pronto, la camarera me pone otro gintonic delante de mis ojos y me comenta divertida “de parte del chico de allí”. Le sonrío y le doy las gracias. Joder. Pensaba que ésto ya sólo pasaba en las películas. Levanto la vista para ver quién es el que me invita. Mi vista tropieza con un chico alto de facciones agraciadas pero que difícilmente podría considerar guapo; ojos claros, pelo rubio largo rematado con dos rastas. La pinta de extranjero es innegable. Entonces me doy cuenta: ahí está mi error de la noche.

Me aproximo a él y hablamos de naderías: él es un estudiante Erasmus sueco que busca algo de diversión. Yo soy residente española que no busca nada, pero sin saber por qué termina encontrando muchas cosas. Le hago reír, porque a pesar de que no comprende mi idioma al cien por cien sí entiende la astucia bajo mis palabras. “Eres muy bonita”, me dice con su extraño acento. Acierto a agradecérselo y terminar mi gintonic.

Mis amigas no pueden dar crédito a lo que están viendo. Saben que no me gustan los chicos altos porque no puedo mirarles bien a los ojos. Saben que no me gustan los rubios llamativamente rubios, sino, si acaso, los rubios camuflados como yo: esos cuyos mechones no sabes a ciencia cierta si son de un rubio oscuro o de un castaño claro. Y sin embargo ahí estoy, con un rubio casi albino de metro noventa. El sueco, con una mala excusa, me invita a su casa. A veces los hombres pueden ser tan predecibles como el agua a punto de hervir. En cualquier otro momento, en cualquier otra situación le diría que no. No tengo motivos para decirle que sí. También me doy cuenta de que no tengo motivos para decirle que no. O no se me ocurren. Él me sonríe esperanzado y yo estoy demasiado lúcida para saber que tengo que cometer un error. Y así es. Le acompaño a su casa.

Su apartamento es espacioso, cuidado y sobrio. Me dice que lo comparte con una portuguesa y un italiano. La conversación sigue versando sobre nada. Mañana no sabré de qué hablaba. Finalmente me dice que es tarde, que me puedo quedar a dormir. Así, como si fuera un accidente fortuito en lugar de la intención final de todo este baile absurdo, este intercambio de palabras que sólo lleva a la acción siguiente. Asiento, sabiendo que es un error. Realmente no sé si me gusta. Realmente no sé qué hago allí, salvo tener la firme certeza de que todo aquello es un error y de que lo voy a cometer lúcidamente, sin remordimiento, pero también sin deseo.

El sueco me enseña su cuarto. Un escritorio, un ordenador, dos sillas, un armario, una cama, fotografías de sus amigos suecos llenando la pared. Me ofrece sentarme en su cama y acepto. A los cinco minutos ya me está besando. No sé si besa bien o mal. No sé cómo iniciar el ritual que viene a continuación. Él me sigue besando y apaga la luz. Pienso que así es mejor. Es más fácil cometer errores siendo incapaz de ver con claridad.

Cuando me penetra no siento nada. Soy consciente de que está encima de mí, pero estoy completamente anestesiada. Ni siquiera soy capaz de gemir. Él se mueve y me besa. Yo sigo sin saber muy bien qué hago allí. No sé si él culmina o no, me da la impresión de que no. Al poco cae a mi lado y me abraza. Parece tan necesitado de cariño que lo abrazo a mi vez. Pero no entiendo por qué no evoca mi compasión. Debe de ser terrible acostarse con una mujer androide. Es como cuando me acostaba con mi ex marido pero no me acostaba yo: se acostaba esa parte escindida de mí que lo amaba. La otra parte nunca lo amó. Puede que fuera algo parecido.

A la mañana siguiente despierto y al girarme lo descubro durmiendo a mi lado. A mi mente me vienen todos los pasos dados para haber acabado allí. Qué surrealista es todo esto, pienso. Sin hacer ruido me levanto y empiezo a vestirme. Él entreabre los ojos: ¿ya vas a salir corriendo? Le respondo que tengo mucho que hacer, trabajo atrasado de oficina. Él asiente poco convencido, pero me deja vestirme por completo sin oponer resistencia. No siento remordimiento. No siento miedo. No siento nada. La anestesia sigue haciendo su trabajo. Él hace un amago de levantarse, pero le digo que debe de estar cansado y lo invito a seguir durmiendo. Qué decepción llevarse a una chica española a la cama y encontrarse conmigo: no he sido cariñosa, no he sido ardiente, no he sido dulce, no he sido apasionada, no he sido nada de esas cosas que sí pueden decir convencidos, sobre mí, mis amantes y no he dado pábulo a los clichés que suelen decirse sobre mis paisanas. Soy una replicante que ha cometido un error y que ha incurrido en decepción para con otro. El chico se levanta y me pregunta si me volverá a ver. No sé si lo hace por cortesía o porque realmente espera algo más de mí que mi desabrida actuación nocturna. Me dice que aún le quedan cinco meses en España y que eso da para mucho. Tenso las comisuras en un intento de sonrisa. Le beso como besaría una madre a su hijo demasiado pequeño como para entender: con paternalismo y suficiencia. No sé qué le digo, pero desaparezco por la puerta. La luz del sol me hace daño y no tengo gafas tras las que ocultarme.

Camino por la calle y parece que han cambiado todo de sitio. Casi consigo perderme por aceras que conozco muy bien. He cometido un error de forma perfectamente lúcida y no sé qué pensar o sentir. No se me ha acelerado el corazón ni una sola vez a lo largo de la noche. No he sentido la adrenalina que conlleva el abrazar un placer prohibido. ¿Los errores no saben más dulces? Esos deben ser los que se comenten sin saber que son errores. Pero yo lo sabía. Quizá por eso no me siento estúpida, no siento que me haya traicionado a mí misma, no tengo el sabor de la culpabilidad en la boca. Una mano negra, un pensamiento anómalo se ha apoderado de mí y me ha hecho ser como cualquier otra chica en la noche. Mis amigas dicen que se acuestan con desconocidos para sentirse deseadas, especiales, como las diosas. En cambio, yo tengo la percepción de que me he acostado con el sueco sólo por sentirme humana. Y ya ves el resultado: me siento más inhumana que nunca. O más bien, deshumanizada. Las copas, el cortejo, el consentimiento, el baile, el sueño, la luz de la mañana, mi insípida despedida. Soy un animal cumpliendo el ritual como se acercaría a una charca a beber: sólo que yo no tengo ni sed. Lo he hecho porque sí. Ni siquiera he sudado durante el acto sexual. Cuando llego a casa no tengo la imperiosa necesidad de ducharme. Quizá es porque ha jugado con mi cuerpo, pero mi alma permanece intacta. Me he despertado con la misma inapetencia que si lo hubiera hecho en mi cama.

Cuando me siento en el sofá noto, ahora sí, que algo me araña el corazón. Es dolor. Noto la sangre brotar despacio. Me llevo las manos heladas al pecho. Éstas se manchan con la sangre que mana. Quizá el invierno no termina de romper porque lo tengo atrapado en mi pecho. Es escarcha lo que tengo por dentro. Por eso no siento nada.

Salgo a por el pan en un intento de aparentar normalidad. A los trece pasos tropiezo y me caigo. Noto el dolor físico en la sien y las rodillas. Permanezco impasible. Oigo el revuelo de los comentarios de una cafetería cercana por mi caída y decido levantarme. Supongo que hacer lo que me apetece, esto es, dejarme en el suelo, permitir que me apague como un televisor viejo sería motivo de alarma para el resto.


Tal vez debo enfrentarme a una realidad que no estoy dispuesta a admitir: estoy triste… y el mundo, sin embargo, vuelve a girar otra vez más.

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