—¿Sabes por qué te elegí a ti? Porque eras la puta de aspecto más
frágil de todo el bar.
Ese fue nuestro primer
intercambio de palabras. Yo acababa de alquilar una habitación en la
pensión más barata que había encontrado. La recepcionista apenas
me miró cuando me enseñó la pequeña estancia con cama doble y
cuarto de baño, se limitó a pedir mis datos y darme la llave.
Entonces sí, al retirarse me dirigió una mirada breve con cierto
poso de tristeza. No sé si le daba más pena porque era guapa,
porque era puta o porque era joven. En todo caso el cliente me
esperaba en la cafetería dos calles más abajo.
Cuando me senté y se
dirigió a mí no supe qué contestar. Entendía que la fragilidad
fuera algo que los hombres buscaban porque les generaba cierto
sentimiento de protección hacia mí, pero el modo en que lo dijo me
hizo pensar que lo último que deseaba él era protegerme. Si os digo
la verdad, realmente no me había elegido él aunque así lo creyera
-y me convenía que lo creyese-. Le estaba haciendo el favor a una
amiga del gremio porque prefería que en caso de que otra le
levantase al cliente fuera yo. No era tal mi intención, pero ya se
sabe que hay hombres muy caprichosos. De hecho éste ni siquiera me
gustaba. Era tosco en su forma de hablar y de moverse. Cada vez que
decía cualquier cosa ponía una mano en mi rodilla y me la
acariciaba. Me trataba con una arrogancia y familiaridad excesivas,
por más que yo fuera puta.
Nunca había salido de mi
Huelva natal, pero había leído lo suficiente como para conocer
lugares muy alejados de mi tierra de origen y hablaba de querer
visitar el Congo, China o Australia como si hubiese vivido décadas
allí. Me conocía cientos de rincones al dedillo. Él jamás había
leído nada, pero se jactaba de sus viajes a la India y a Canadá,
como dándome a entender que por hacerlos valía más que yo, pobre
puta disminuida. Sin embargo no hablaba de ellos con fascinación
-incluso yo parecía más emocionada con lugares con los que tan sólo
había podido soñar, supongo que porque la pasión no se puede
fingir-. Me lo imaginaba como el típico turista que nunca se sale de
la ruta y va a los sitios recomendados por las guías y hace su foto
en los carteles de “haga aquí su foto” que hay junto a algunos
monumentos. Alguien con todo bien planificado, sin dejar nada al
azar, a la aventura, a la improvisación. Seguro que hasta guardaba
una lista debajo de su almohada con 100 cosas que hacer antes de
morir y las iba tachando como quien lo hace con los productos de
la lista de la compra.
Para eliminar su
sentimiento de culpa por contratar a una puta, lo disfrazó de cita y
me invitó a cenar. Apenas sí sabía manejar los cubiertos y bebía
las cervezas de importación más caras que había visto en la vida
como si fueran agua. No se detenía ni un momento a paladear las
exquisiteces, llevaba el desenfreno en las venas y consumía por
consumir, no por placer. Todo en él era acorchado, desde la lengua
hasta el corazón. Y mientras la cena proseguía, yo me iba dando
cuenta de que jamás podría llegar a empatizar, por primera vez en
mi vida, con una persona. No era sensible ni entrañable. No se
translucía la más mínima emoción en sus palabras. Parecía
increíble que alguien tan despreocupado por la vida pudiera estar,
efectivamente, vivo. Y toda esa afectación tenía que salir por
algún lado. Y así fue.
Cuando llegamos a la
pensión me arrancó la ropa con cierta violencia y me ordenó que me
tumbase boca arriba sobre la cama.
—Soy muy dominante, déjate hacer.
—Como prefieras.
Alabó mis ojos azules y
que las venas se me marcasen perfectamente en la piel.
—Eres una muñequita. Mi puta, mi nena… Tan frágil, tan
preciosa... voy a beberme tu belleza de un trago.
Y entonces se
subvirtieron los roles. Él de pronto se transformó en una bestia y
yo quedé reducida a una mera autómata.
Se ensañó con mi
clítoris como si fuera el botón de un ordenador que se niega a
encenderse. Cuando fui a protestar me tapó la boca y me dijo que
estuviera callada. Se ensalivó los dedos y me los introdujo. No era
el juego de dos amantes, era la conquista de un cuerpo sobre otro. No
quería sondearme, descubrir cómo reaccionaba mi piel, hacer que me
brillaran los ojos. Me sentí invadida y destrozada como Sudamérica
con los españoles en 1492. Me agarró del pelo mientras se ponía
sobre mí y me introducía la polla hasta la garganta. Sentí una
arcada en ese primer momento y entonces se detuvo. Me abrió las
piernas y me penetró sin miramientos mientras me tiraba del pelo y
yo empezaba a llorar en silencio. Al ver mis lágrimas noté cómo se
endurecía en mi interior hasta correrse sin emitir ningún sonido.
Ni siquiera se le aceleró la respiración. Se quedó quieto unos
minutos y me dijo que esperase. Me mordió el cuello y me arañó
repetidamente la espalda hasta que noté cómo brotaba sangre. Iban a
quedarme cicatrices. Mientras la sábana se volvía roja se alzó
para mirarme, sometida, herida y llena de lágrimas. Había
triunfado, había conseguido su jodida foto para añadirla a la del
Coliseo, a la del Taj Mahal, a la del cerezo en flor de Kyoto.
Entonces volvió a embestirme con su cintura y volvió a correrse.
Estaba dentro de un círculo macabro de sexo y violencia. Sólo era
la cereza de su tarta.
Cuando por fin pude
incorporarme noté el tirón de las plaquetas desgarrándose sobre la
sábana, el escozor de después, la sangre de nuevo corriendo por mi
espalda.
—Espero que te haya gustado —
me dijo tumbado junto a mí, acariciándome las piernas.
Volvió a agarrarme del
pelo y me lamió los labios como el animal que era. Los tenía al
rojo vivo porque se había pasado horas pellizcándomelos con los
dedos. Su sudor me taladraba la nariz y me daba ganas de vomitar.
—¿En qué piensas, princesa?
—En nada—
sonreí mientras fantaseaba con la idea de arrojarlo por las escaleras del hostal.
—Ya he notado que te has corrido varias veces.
—Sí — mentí.
Para ser un hombre de mundo tan cínico, ni siquiera sabía distinguir un orgasmo fingido de uno real.
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