I've come to you 'cause I need guidance to be true
and I just don't know where I can begin.
Fiona Apple.
Reconocí ese
encabritamiento al instante. El movimiento de cabeza, el golpe seco
de las manos en el aire, notar cómo su voz se hacía cada vez más y
más aguda hasta estallar en la garganta, pero todo eso en silencio.
Al final todas las
creaciones se rebelan contra su creador. Casi sonreí ante su furia.
Él no entendía nada en absoluto porque era incapaz de dibujar en su
cabeza poco más que el deseo que albergaba dentro de sí mismo: yo.
Le dije que no pasaba
nada y esperé el consabido portazo, que finalmente llegó.
Él era mi monstruo, y
por ello -o tal vez a pesar de ello-, le amaba. Sólo que de una forma que el muy estúpido no podía comprender.
Tenía lo peor de mí.
Reflejaba todos mis defectos tan a la perfección, que casi me daban
ganas de llorar. Todos esos fallos que intentaba guardar en mi fuero
interno, él los escupía al mundo con consciente descaro. Sin embargo, él tenía el don de combinar de un modo original y excéntricamente suyo, el patetismo y la arrogancia, y lo cierto es que nunca terminaba de
decidir si me gustaba hasta la náusea o me provocaba una repulsión de placer.
Éramos gemelos de
cicatriz. El pecho surcado con un tajo desde el hombro izquierdo a la
cadera derecha. La suya se la hice yo. No sabéis lo que me costó
conseguir que su herida dejase de sangrar, pero, ¿cómo iba a ser
capaz de comprenderme, si no podía entender mi dolor? Luego se la
curaba amorosamente, con el cariño de una madre. Y al cabo de unos
días, se la volvía a abrir. Por si acaso. No se le fuera a olvidar.
A veces intentaba hacerme
creer que algún día sería una persona exitosa. Incluso se daba aires de
importancia, como si realmente se lo creyera. Cuando lo veía
redactar artículos para The Guardian con sus gafas de pasta,
ponía verdadero ímpetu en reflejar una imagen de comodidad... que proyectaba sin querer una mueca de asco apenas perceptible en su comisura, y entonces podía
escuchar repiquetear en su mente el mismo mantra “me lo merezco, me
lo merezco, yo... simplemente me lo merezco”. Quien se lo merece,
no hace falta que se lo repita tantas veces a uno mismo. Eso nunca se
lo dije, desde luego, no quería admitir ante él que veía con claridad meridiana
lo débil que era sin maquillar. Él sabía que lo suyo
había sido un mero golpe de suerte, y la realidad se hizo patente
cuando lo despidieron al cabo de dos semanas. Le costó mucho
recobrar su cara de eterno perdedor que con tanto remilgo se había
quitado. Mi pobre monstruo, para vivir en una derrota constante, qué
mal le sentaba perder cada batalla.
Mi monstruo me buscaba
con insistencia, con una pasión enfermiza. Yo se lo decía
suavemente por las noches, pero estaba tan decidido a venderse por
dos monedas, que nada de lo que yo dijera le valía para separarse de
mí. Parecía tan decidido a olvidar su propio dolor, que abrazaba
sin dudar el mío, pero no estaba preparado para ello y le estallaba
constantemente en las manos. Es lo que le pasa a los animales
atraídos por el olor de la miel, que suelen olvidarse de que son las
abejas quienes la custodian.
Una y otra vez le abría
la misma cicatriz. Sangraba demasiado y se volvía anémico cada día,
pero reconocerlo le hubiera supuesto poner bajo un foco de brillante
consciencia su propia vulnerabilidad y estaba decidido a ignorarla
con la misma fuerza con que ignoraba mis palabras de cautela. Yo me
agarraba a la mano de la razón y él se aferraba a la mano de la fe,
y cualquiera sabe que yo no soy una persona religiosa.
Mi monstruo, perdido en
su origen, decidió hacer de mí su patria, su causa primera. Todo
comenzaba y terminaba en mí, pero yo no sabía hasta dónde llegaba
mi propia extensión.
Qué trabajo me costaba
cortar aquella carne pálida bajo su mirada de infinito amor. Él
nunca preguntaba, se dejaba hacer, el muy inconsciente. Me manchaba
las manos con su sangre y se las enseñaba para que guardase de mí la imagen de lo que era: una depredadora que encontraba a su mejor maestro en el
dolor.
Como todas las cosas
buenas, o malas, ésta también encontró su punto final, y mi
pequeño monstruo se marchó sin entender muy bien qué había hecho
de él, con un sabor de amargura en la boca. Mis ojos brillaron con
orgullo al cruzarme con sus pupilas cargadas de indignación. Era
increíble verle, os lo aseguro, con la lengua tan rebosante de
palabras de odio y orgullo herido como antes la había tenido llena
de gorgoritos de colegial enamorado. Es lo que les pasa a los
colegiales, que terminan llegando al instituto tarde o temprano. Y es
que al fin, mi alumno más torpe, después años de entrenamiento, había aprendido.
Mi monstruo, por fin,
se había hecho mayor.
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