Quizá eres de las pocas
personas de las que puedo decir que no conocí demasiado pronto o
demasiado tarde en mi vida. Si llego a retrasarme sólo unos meses
más, nunca te hubiera conocido; y que nos cruzásemos antes era
prácticamente imposible. Así que ya ves, el tiempo estuvo hilando
fino en nuestro encuentro, fue una gran casualidad: como con casi
todas las personas importantes para mí que he llegado a conocer.
Creo que sobre todo has
sido un gran maestro sin pretenderlo. Yo sólo te he observado
actuar, pensar en voz alta, escribir... y aunque todo esto se
contradice y se reafirma con la persona que ahora eres -o serás,
puesto que no descarto la certeza más que tangible de que sólo eres
una idea en mi cabeza hecha a retazos en base a cuando te conocí y,
después, todo lo demás-, creo que sí que he conseguido ver con
claridad tu esencia después de todo este tiempo.
Cada vez que nos
despedíamos, solía anotar algunas de las conversaciones que
habíamos mantenido en un cuaderno. Así podía rememorar esos
instantes tiempo después, sin las imperfecciones típicas de la
memoria humana que termina arrasándolo todo, incluso lo más
importante. Quizá llegue el día en que pierda la memoria, pero tal
vez consiga resguardar las palabras lo suficiente para que puedan
llegar a formar parte de otra persona y así pueda seguir viva una
parte de mí junto a ellas.
Fuiste el primer viajero
que conocí. No ocasional, como yo -que como yo, hay cientos-, sino
que te detenías a vivir allá donde ibas. Te admiraba porque sabía
cuánto te querían los que te rodeaban y aún así te marchabas a
otro país, a otra ciudad, a comenzar de cero. Pensaba que tenías
mucho valor porque siempre dejabas a numerosas personas atrás. Y
cuando me tocó a mí hacer algo parecido, siempre te tuve muy
presente en mis pensamientos, porque en mi cabeza eras algo así como
un guerrero de la soledad -y la soledad era por aquel entonces lo que
yo más temía-. Luego comprendí que si te marchabas con tanta
frecuencia de un sitio a otro pocas veces era con la congoja de quien
deja mucho atrás, sino más bien con la actitud temeraria de quien
no tiene nada que perder. Tú ya te habías enfrentado a la soledad
mucho antes que yo, por eso cuando te conocí, ella ya era para ti
una vieja amiga a la que no tener miedo y para mí un agujero negro
que me ensombreció varios años por mi inexperiencia.
Cuando te fuiste, me
dejaste una huella inexplicable. Contigo aprendí el valor de la
ausencia, a resucitar el pasado y el placer de la nostalgia. Tuvieron
que pasar años hasta que pude recorrer la calle en la que viviste
sin sentir una punzada en el corazón. Una vez me detuve en uno de
esos bancos de piedra en los que habíamos tenido varias
conversaciones y, como a veces se adueña de mí la estúpida
fantasía de que las personas dejan algo de ellas en los lugares, me
imaginaba que frotaba el banco a modo de lámpara maravillosa para
conjurarte, y que así tú aparecerías. ¿O acaso no habías estado
tú en ese banco, hablándome con tu sonrisa imperturbable? Cierro
los ojos y ya te estoy viendo. ¿Quién negaría la ley según la
cuál deberías aparecer en él, porque ese banco te pertenecía; ya
era parte de ti? Estuve sentada en él, preguntándome cómo
estarías, qué estarás haciendo ahora. ¿Quién me podría
decir que no estarías allí nunca más? Eso era imposible.
Pensando en lo que está
por venir, vuelvo al pasado para poder extraer de él otro futuro que
sea esta vez sólo mío. Te sientes extraño y yo me siento extraña.
Creo que ahora empiezas a tener nostalgia de los caminos que no
tomaste. Y yo siento nostalgia de los caminos que no voy a tomar,
aunque esté todo en el aire. No considero justo quedarme aquí
cuando todos se marchan, aunque si yo también me voy, ¿quién
quedará para revivir todos esos momentos? Los bares muertos, sin
sonrisas que recordar. ¿Pero acaso debo ser yo quien pasee
constantemente por cementerios? Tu mente está ya ocupada en otras
cosas desde hace mucho tiempo, dando vida a cementerios nuevos. Si me
marcho yo también, no tendré santuarios para resucitar a quienes ya
no están. Me tocará entonces el mismo destino que a los demás: no
volver a reconocer del todo a la ciudad a la que dejo. Y si ya no
reconozco ciudades ni personas, ¿qué me queda?
¿Qué incertidumbre
sería más valiosa para ti: la que dejas atrás o la que está por
venir?
A veces la vida fuerza las cosas de modo que tan sólo las escasas casualidades procuran los únicos momentos felices. Lástima que no pueda haber continuidad en ellos salvo desde la escritura, que por algo es atemporal. Enfrentarse al miedo y a la soledad no es más que conocerse y aceptarse a uno mismo.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, aunque parezca ser tan sólo una enorme licencia poética, triste y poderosa al mismo tiempo. Como cierta entrada anterior.
Recuerdos desde el más allá.