Hay veces que estoy sola
en casa y sin previo aviso me cabreo, así, sin más. Me cabreo mucho
y muy fuerte y doy vueltas por la salita, por el pasillo, voy
entrando de una habitación a otra sin saber por qué, sin saber si
busco algo que he olvidado o si simplemente es un deje obsesivo de
quien se sabe animal encerrado. Doy vueltas por mi casa, por la casa
de mi madre, por mis pisos anteriores, da igual; mi madre me pregunta
que qué busco y se ríe ante mis respuestas dramáticas, que ya son
solamente sarcásticas porque están provistas de cotidianeidad, y ya
sabe que soy pasto del pesimismo desde que a los cinco años le dije
a una amiga de la infancia que su luz de noche no la protegería si
un asesino entraba en su cuarto; y mis gatos me miran asustados y se
ponen ansiosos con mis paseos y empiezan a correr por la casa como si
mis demonios los persiguieran a ellos y yo tengo que inventarme
aficiones torpes para no morirme deprisa a los veinticinco. Y ya me
pasa esto desde hace tres años y no puedo, no puedo, no puedo, porque
aunque me tranquilice da igual, siempre aparece el mismo cabreo sordo
que me hace dar vueltas donde quiera que esté y algo me oprime los
pulmones. Antes siempre me preguntaba ¿pero qué me pasa?
Y seguía cabreada dándole vueltas al asunto y a la casa sin encontrar
respuesta.
Y entonces hace unos
meses la encontré. Encontré la respuesta por casualidad en un texto
de César de Luna llamado El exilio en casa, y leí eso de yo nunca
me marché, y sin embargo estoy desarraigado. Y seguí leyendo y
entonces lo supe.
Era eso.
Era justamente eso.
Era el cabreo por saber
que mi vida se divide en piezas, cada vez más, cada vez más y no
puedo hacer nada para que los pedazos no salgan volando. Es saber que
la gente se va y descubre ciudades por escribir y yo me quedo con
trozos de pasado viejo que se me marchitan entre las manos. Es que la
misma ciudad, tan grande como siempre, se llena de huecos y al final
no queda nada: sólo caras desconocidas que me hacen más consciente
del vacío de quienes ya no están. Y es así como el corazón se
desmorona y se convierte en internacional y se llena de banderas de
ciudades y países: Córdoba, Sevilla, Oviedo, Salamanca, Barcelona,
Francia, Escocia, Alemania, Brasil... y ya no queda sitio para el
terreno propio porque todo está disgregado en una maraña de
espacios no compartidos. Como una mancha de tinta que se dispersa
poco a poco en el agua hasta perder su esencia. Entonces las calles
ya no son los lugares acogedores de antaño, las aceras se vuelven
extrañas y frías hasta el punto de parecer que nunca caminaste por
allí. El tiempo sigue pasando y todo cambia, y ya no reconoces los
bares porque ya no son, no pueden ser, los mismos. Ahí quedan los
huecos de los que se fueron, los ecos de risas pasadas, las
conversaciones, los surcos invisibles de las copas... y todo se llena
de fantasmas y no hay sonrisas nuevas con las que llenarlo todo otra
vez para que el aire sea un poco más denso y te dé la sensación de
que puedes seguir respirando con facilidad.
Quizá es cierto que me
he ido a una ciudad reconocible pero que ya no es la mía. Que mis
mapas no se hicieron de localizaciones, sino de personas, y ahora
tengo entre los dedos un mapa desconocido sin lugares que visitar. Y
entonces paseo por mi casa cabreada buscándoos de manera
inconsciente porque dónde coño estáis, dónde coño vais a estar,
que faltáis, que me faltáis a mí, joder. Me faltáis incluso
estando en la ciudad de al lado, imaginad.
Hemos envejecido todos de
forma prematura y de golpe. Sólo queda quemar ruinas y brindar
por fantasmas, tal vez huir de aquí también.
Pero no hay lugar a dudas: estas calles que una vez
lo fueron todo ya no las reconoce nadie.
"Esta ciudad no volverá a ser la misma", dicen cada vez que se cierra un local, un teatro o se demuele un edificio emblemático, pero en realidad la ciudad dejó de serlo antes de la desaparición física de esos lugares.
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