La primera soledad tiene rostro infantil. Es indudablemente física. Tiene algo de atávica, de primitiva. Es como el miedo a la oscuridad. Tenemos miedo a lo que desconocemos y si se acercan las tinieblas, somos incapaces de ver. Y se apodera el pánico de nosotras. No se puede avanzar sin guía. No se puede avanzar sin acompañantes. Los genes nos programan para sobrevivir y el genoma humano es claro al respecto: se sobrevive en manada; en soledad se muere. La primera soledad te impulsa hacia el movimiento. Por eso coges el teléfono o sales por la puerta a refugiarte en la barra de un bar. La primera soledad te invita a la vida.
La segunda soledad es adolescente. Es la que te hace necesitar aprobación de la gente extraña. Caes en un lugar nuevo y si sientes que no encajas, te muerde por la espalda. Es el miedo a la probabilidad de quedarte sola a pesar de tener la opción de relacionarte. Tiene algo que ver con la primera, inconscientemente, pero trasciende más allá de ésta. La segunda soledad también incita al movimiento. A atreverte con lo desconoces, a conocer gente nueva, a abrir nuevas puertas. La segunda soledad te invita a buscar dónde establecerte y se mete en tu mochila para viajar contigo.
La tercera soledad es adulta. Se cierne cuando ya has aprendido que da igual estar físicamente sola porque estás contigo o saber que no vas a tener la capacidad de caer bien a todo el mundo (lo que ni siquiera es deseable). Es la que aparece cuando crees que ya has llegado a tu tribu y sin embargo la sientes ajena. Porque sientes como certeza que no te entienden. A veces no te entiendes ni tú. Es un triple tirabuzón hacia dentro. Es el miedo al vacío. Es un abismo creciendo dentro de ti. Es la soledad en compañía en todos los sentidos. Y deja los ojos huecos y el alma seca si no pones remedio. La tercera soledad te invita a la muerte. Es el abismo devolviéndote la mirada y tú sin saber cómo apartarla.
Se desconoce si, de soledades, existe una cuarta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario