5.1.16

El enterrador


Nadie comprendía por qué Charles había decidido hacerse enterrador. Su padre trabajaba en un banco desde hacía muchos años y sin lugar a dudas podría haber facilitado a su hijo un puesto estratégicamente diseñado para que, con el tiempo, ascendiera y terminase ocupando el lugar de su progenitor. Los vecinos murmuraban que había algo en Charles que no encajaba del todo. Ya no sólo por el hecho de renunciar a un empleo que lo habría mantenido en un estatus económico y social muy deseable sin apenas esfuerzo, sino porque ¿quién diablos está dispuesto a dejar su hogar y las comodidades que éste ofrece para marcharse lejos y dedicarse a enterrar muertos? Pues Charles no se lo había pensado dos veces.

Aquella ocupación era todo lo que Charles podía desear. Su trabajo consistía únicamente en cavar profundos agujeros en el suelo para que al día siguiente se celebrase el funeral y pudieran colocar el ataúd dentro sin muchas dificultades. Entonces Charles cogía la pala tras el rito religioso, en el que siempre estaba presente, y con música afectada de fondo, echaba tierra sobre el féretro mientras los familiares se acercaban a dar el último adiós, a arrojar antiguas pertenencias del muerto para que éste se las llevara a la tumba o a poner flores en señal de afecto.
A Charles le fascinaba todo aquel despliegue de emotivas despedidas; el modo en que las personas elegían sus últimas palabras para despedirse. Había quien elegía hacer reír a los asistentes, lo cual no siempre era tomado como señal de buen gusto por una sociedad aún rígida en las tradiciones funerarias. Había quien optaba por hacer memoria y sacar a la luz antiguos recuerdos. Y había otros que le decían al difunto todas aquellas cosas que quedaron por decir en vida. Éstos últimos causaban en Charles honda impresión. No sólo por el arrepentimiento que muchos de esos asistentes destilaban, sino por el deje de amargura que terminaba formando un charco en la conciencia, grabando a fuego las palabras aprovecha el tiempo mientras estás vivo. Eso hacía reflexionar a Charles. Los retos, los desafíos, son siempre para los vivos y está en su deber vital el hacerles frente y tratar de encontrar soluciones. No siempre elegimos vivir como realmente quisiéramos. Después es demasiado tarde. ¿Demasiado cansado de vivir? Charles no comprendía a los suicidas. Ya dormiremos todos y obviaremos este mundo cuando hayamos muerto.

Una tarde a Charles se le dio un encargo algo inusual para lo que estaba acostumbrado. Le pidieron cavar un hoyo profundo, muy profundo, demasiado para enterrar un féretro de tamaño medio. Las personas más anchas eran enterradas en ataúdes no mucho más grandes que los del resto. Charles bromeó: ¿se ha muerto un elefante? Pero el patrón no dijo nada, sólo que tenía que terminar como muy tarde a las nueve, porque a esa hora se cerraban las puertas del cementerio. Charles decidió ponerse manos a la obra sin protestar, pero cuanto más cavaba, más se daba cuenta de que un hoyo tan profundo quizá necesitaría parte de la noche para estar terminado. Avisó al patrón y le pidió permiso para permanecer allí tras el cierre del recinto. El patrón consintió, pero le dijo que aún así se apurase.

Charles llevaba más de media tarde cavando, cuando se acercó el encargado de las lápidas. La familia quiere que la coloque ya, comentó. Charles asintió y siguió cavando mientras el trabajador colocaba la lápida del próximo difunto. Uno de los momentos favoritos de Charles era salir del agujero un poco antes de terminar la faena y echar un vistazo a la nueva lápida del muerto. Dependiendo de para quién fuese, daba su toque final. Si era para una mujer, solía dar a la tumba una forma más ovalada. Le parecía que de éste modo se llegaba con mayor comodidad a las orillas del más allá. Si era para un anciano, se esforzaba en que la tumba tuviera un acabado tradicional, pues ninguna persona mayor quiere llevarse una impresión demasiado fuerte en los primeros momentos de su muerte. Si era para un niño, la familia se encontraba al día siguiente con la tumba ya decorada con flores blancas alrededor. Ninguna tumba es suficientemente hermosa para albergar la injusticia intrínseca que reside en toda muerte prematura. De este modo, Charles estaba contento de poder saber para quién era aquella lápida tan pronto como hubiera -casi- terminado. Con suerte, podría hacer un parón poco después de que cerrase el cementerio y salir para saber qué remate final tendría su obra.

Cuando por fin llegó el momento de salir, Charles se dio cuenta de que no había cogido la escalerilla para poder subir a la superficie. Por suerte, siempre dejaba una cuerda atada a un árbol cuyo cabo siempre pendía sobre él para poder escalar sin demasiada dificultad y salir del agujero en caso de que la escalera se rompiera u ocurriese cualquier cosa fuera de lo normal. Charles se secó el sudor de la frente y pegó un salto para agarrarse a la cuerda. Le costó más trabajo del habitual poder aferrarse a ella porque realmente se había esmerado en que aquel hoyo fuera tan profundo como le habían pedido, pero finalmente lo logró y empezó a ascender. La tierra estaba húmeda ese día, había llovido por la mañana, y los gusanos se retorcían mientras realizaban microtúneles con una furia inusitada. La mano con la que se apoyaba para subir se manchó pronto de arena esponjosa y algún gusano se le quedó atrapado entre los dedos. Charles los tiraba al suelo con una mueca de asco y proseguía sin mirar hacia abajo. Cuando pudo al fin apoyar las manos para salir del hoyo, alcanzó a ver la lápida del muerto. Era sencilla, como destinada a alguien sin mucha importancia, en la que se veía claramente su nombre y apellido y su fecha de fallecimiento, ese mismo día. Asombrado por el hallazgo intentó terminar de salir a la superficie para inspeccionarlo mejor pero entonces alguien a quien no pudo ver comenzó a pisotearle los dedos hasta que Charles no pudo más y se soltó. El sonido del cuerpo de Charles sobre la tierra fue suave, salvo por el chasquido que hizo su cráneo al impactar contra una de las piedras del fondo.

Qué ironía, Charles nunca supo por qué aquella tumba era tan grande: si para albergar tanta inquietud que tuvo en vida o su rareza.




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