Nadie comprendía por qué
Charles había decidido hacerse enterrador. Su padre trabajaba en un
banco desde hacía muchos años y sin lugar a dudas podría haber
facilitado a su hijo un puesto estratégicamente diseñado para que,
con el tiempo, ascendiera y terminase ocupando el lugar de su
progenitor. Los vecinos murmuraban que había algo en Charles que no
encajaba del todo. Ya no sólo por el hecho de renunciar a un empleo
que lo habría mantenido en un estatus económico y social muy
deseable sin apenas esfuerzo, sino porque ¿quién diablos está
dispuesto a dejar su hogar y las comodidades que éste ofrece para
marcharse lejos y dedicarse a enterrar muertos? Pues Charles no se lo
había pensado dos veces.
Aquella ocupación era
todo lo que Charles podía desear. Su trabajo consistía únicamente
en cavar profundos agujeros en el suelo para que al día siguiente se
celebrase el funeral y pudieran colocar el ataúd dentro sin muchas
dificultades. Entonces Charles cogía la pala tras el rito religioso,
en el que siempre estaba presente, y con música afectada de fondo,
echaba tierra sobre el féretro mientras los familiares se acercaban
a dar el último adiós, a arrojar antiguas pertenencias del muerto
para que éste se las llevara a la tumba o a poner flores en señal
de afecto.
A Charles le fascinaba
todo aquel despliegue de emotivas despedidas; el modo en que las
personas elegían sus últimas palabras para despedirse. Había quien
elegía hacer reír a los asistentes, lo cual no siempre era tomado
como señal de buen gusto por una sociedad aún rígida en las
tradiciones funerarias. Había quien optaba por hacer memoria y sacar
a la luz antiguos recuerdos. Y había otros que le decían al difunto
todas aquellas cosas que quedaron por decir en vida. Éstos últimos
causaban en Charles honda impresión. No sólo por el arrepentimiento
que muchos de esos asistentes destilaban, sino por el deje de
amargura que terminaba formando un charco en la conciencia, grabando
a fuego las palabras aprovecha el tiempo mientras estás vivo.
Eso hacía reflexionar a Charles. Los retos, los desafíos, son
siempre para los vivos y está en su deber vital el hacerles frente y
tratar de encontrar soluciones. No siempre elegimos vivir como
realmente quisiéramos. Después es demasiado tarde. ¿Demasiado
cansado de vivir? Charles no comprendía a los suicidas. Ya
dormiremos todos y obviaremos este mundo cuando hayamos muerto.
Una tarde a Charles se le
dio un encargo algo inusual para lo que estaba acostumbrado. Le
pidieron cavar un hoyo profundo, muy profundo, demasiado para
enterrar un féretro de tamaño medio. Las personas más anchas eran
enterradas en ataúdes no mucho más grandes que los del resto.
Charles bromeó: ¿se ha muerto un elefante? Pero el patrón no dijo
nada, sólo que tenía que terminar como muy tarde a las nueve,
porque a esa hora se cerraban las puertas del cementerio. Charles
decidió ponerse manos a la obra sin protestar, pero cuanto más
cavaba, más se daba cuenta de que un hoyo tan profundo quizá
necesitaría parte de la noche para estar terminado. Avisó al patrón
y le pidió permiso para permanecer allí tras el cierre del recinto.
El patrón consintió, pero le dijo que aún así se apurase.
Charles llevaba más de
media tarde cavando, cuando se acercó el encargado de las lápidas.
La familia quiere que la coloque ya,
comentó. Charles asintió y siguió cavando mientras el trabajador
colocaba la lápida del próximo difunto. Uno de los momentos
favoritos de Charles era salir del agujero un poco antes de terminar
la faena y echar un vistazo a la nueva lápida del muerto.
Dependiendo de para quién fuese, daba su toque final. Si era para
una mujer, solía dar a la tumba una forma más ovalada. Le parecía
que de éste modo se llegaba con mayor comodidad a las orillas del
más allá. Si era para un anciano, se esforzaba en que la tumba
tuviera un acabado tradicional, pues ninguna persona mayor quiere
llevarse una impresión demasiado fuerte en los primeros momentos de
su muerte. Si era para un niño, la familia se encontraba al día
siguiente con la tumba ya decorada con flores blancas alrededor.
Ninguna tumba es suficientemente hermosa para albergar la injusticia
intrínseca que reside en toda muerte prematura. De este modo,
Charles estaba contento de poder saber para quién era aquella lápida
tan pronto como hubiera -casi- terminado. Con suerte, podría hacer
un parón poco después de que cerrase el cementerio y salir para
saber qué remate final tendría su obra.
Cuando
por fin llegó el momento de salir, Charles se dio cuenta de que no
había cogido la escalerilla para poder subir a la superficie. Por
suerte, siempre dejaba una cuerda atada a un árbol cuyo cabo siempre
pendía sobre él para poder escalar sin demasiada dificultad y salir
del agujero en caso de que la escalera se rompiera u ocurriese
cualquier cosa fuera de lo normal. Charles se secó el sudor de la
frente y pegó un salto para agarrarse a la cuerda. Le costó más
trabajo del habitual poder aferrarse a ella porque realmente se había
esmerado en que aquel hoyo fuera tan profundo como le habían pedido,
pero finalmente lo logró y empezó a ascender. La tierra estaba
húmeda ese día, había llovido por la mañana, y los gusanos se
retorcían mientras realizaban microtúneles con una furia inusitada.
La mano con la que se apoyaba para subir se manchó pronto de arena
esponjosa y algún gusano se le quedó atrapado entre los dedos.
Charles los tiraba al suelo con una mueca de asco y proseguía sin
mirar hacia abajo. Cuando pudo al fin apoyar las manos para salir del
hoyo, alcanzó a ver la lápida del muerto. Era sencilla, como
destinada a alguien sin mucha importancia, en la que se veía
claramente su nombre y apellido y su fecha de fallecimiento, ese
mismo día. Asombrado por el hallazgo intentó terminar de salir a la
superficie para inspeccionarlo mejor pero entonces alguien a quien no
pudo ver comenzó a pisotearle los dedos hasta que Charles no pudo
más y se soltó. El sonido del cuerpo de Charles sobre la tierra fue
suave, salvo por el chasquido que hizo su cráneo al impactar contra
una de las piedras del fondo.
Qué
ironía, Charles nunca supo por qué aquella tumba era tan grande: si
para albergar tanta inquietud que tuvo en vida o su rareza.
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