Se acaba de despertar con un
terrible dolor de cabeza. Tiene la boca seca y un ligero escozor en la garganta
que la hace toser de forma entrecortada cada vez que cambia de posición en la
cama. Ayer bebió y lloró mucho. Entre las manos tiene enredado el último
botellín de cerveza que dejó a medio terminar. El botellín debió de derramarse
durante la noche, porque tanto la almohada como su pelo están húmedos y
desprenden olor a lúpulo. A ella le desagrada la sensación de humedad en el
pelo y tira la almohada al suelo. Sin querer, también arrastra el botellín que
cae al suelo con estrépito, lejos de la almohada, y rebota un par de veces. No
llega a romperse. Menos mal. Bajo las sábanas sus pies están desnudos y no
recuerda dónde puso las zapatillas de estar en casa. Si el suelo estuviese
ahora lleno de cascos de vidrio se cortaría seguramente al intentar encender la
luz para ver mejor el desastre. Su desastre. En parte le hubiese gustado que el
botellín se hubiera roto contra el suelo; que se hubiera roto y lo hubiera
despertado a él. Él duerme en la habitación contigua pero las paredes son muy
finas. Por eso, ojalá que el botellín se hubiera roto y hubiese hecho un ruido
tremendo. Entonces él se despertaría, abriría la puerta y la encontraría allí
con una mueca de dolor por la jaqueca y el fogonazo imprevisto de luz sobre los
ojos; el pelo lleno de cerveza, el suelo lleno de cascos de botella. Ojalá. Así
tal vez él se diera cuenta de la situación en la que estaba ella. Sí. Ojalá la
hubiese visto allí, débil y patética como estaba, con los ojos hinchados de
llorar.
Desde la habitación de él se oyen
ronquidos quedos, como piedras que se deslizan hasta el agua desde la orilla. Ella respira profundamente. Más, más profundamente. Siente
que se ahoga. No puede dormir boca abajo porque nota la presión del colchón en
el pecho y tiene pesadillas. Hay algo de luz solar que empieza a entrar por la
rendija de la puerta. Deben de ser más de las seis de la mañana. Decide
levantarse a por un vaso de agua y comprobarlo. En la cocina hay un reloj analógico
que hace tic tac lúgubremente y que tiene las manecillas rojas. Son las seis y
media. La claridad que entra por la ventana de la cocina le resulta
insoportable. Le llenan los ojos de fatiga. El cuerpo le pesa como si estuviera
cargando dos sacos de piedras. El vaso de agua tiembla en su mano. No sabe si
será capaz de cargarlo por el pasillo. Lentamente camina y se detiene ante la
puerta de la habitación de él. Ya no se oye ningún ronquido. Quizá se haya
despertado. Los muelles de su cama crujen confesando que él acaba de cambiar de
postura. Pero eso no quiere decir nada. Probablemente siga durmiendo. Ella se
queda en el pasillo a oscuras escuchando su propia respiración en la
semioscuridad. El vaso de agua sigue temblando en su mano. No quiere volver a
su habitación con la almohada mojada en el suelo y el colchón apestando a
cerveza. Jura en voz baja que dejará de irse a la cama a medio beber. Por fin
entra en su cuarto y deja el vaso en la mesilla de noche. El esfuerzo y el
malestar la han hecho sudar. Se derrumba sobre la cama y tose durante medio
minuto. Una arcada le sobreviene a la garganta, pero consigue controlarla. El
escozor se intensifica. Le gustaría seguir llorando, pero no puede. No le queda
aliento. Se queda inconsciente durante dos horas.
La despierta el borboteo de la
cafetera. Él está despierto, pero no ha ido a saludarla. Seguramente no se haya
dado cuenta hasta hace poco de que no ha dormido con él. Ella se encoge en el
colchón y escucha el tintineo de las tazas y los platos. Odia quedarse en la
cama escuchando los sonidos de la mañana. El escozor de la garganta ha pasado a
ser una punzada a la altura de la nuez. Se levanta. Con inseguridad va
avanzando hasta el cuarto de baño y cierra la puerta. No quiere encontrarse con
él. Ahora no quiere que la vea débil y patética. Se mete en la ducha y echa la
cortina. El agua caliente la va sacando poco a poco del estado de irrealidad.
Como cuando era pequeña, cruza los brazos sobre el pecho y agarra las manos a
su espalda. Se acaricia el costado muy despacio, arrastrando los dedos con
torpeza, como si realmente hubiese alguien abrazándola en la ducha. ¿Cómo se
sentía cuando eso sucedía realmente así? No puede recordarlo. Tampoco puede
recordar cómo es estar junto a un amante tirados toda la tarde en la cama
hablando por hablar; ella haciéndole cosquillas, él acariciando su pelo
enmarañado. ¿Y los días de cerveza? Esos días de llegar tarde a casa y que la
arrinconen contra la pared cubriendo de besos sus mejillas, sus labios, su
cuello; que unas manos traviesas desabrochen su cinturón y sin mediar palabra
una lengua descienda más abajo de su
ombligo. ¿Esos días existieron alguna vez o se los imaginó? ¿Le ocurrirían a
otra persona? El agua de la ducha se pone fría y ella se sobresalta. Detesta el
agua fría, pero esta vez levanta la cara hacia ella y deja que todo el vello de
su cuerpo se erice. Puede incluso que la hinchazón de sus ojos baje. Desliza un
pie fuera de la ducha y se arropa en la toalla. Se seca minuciosamente y cuelga
la toalla húmeda. Desnuda, se contempla ante el espejo. Siente su piel huérfana. Se acerca al espejo y
contempla sus ojos tristes. No ve la chispa que suele revolverse en ellos, como
la luz al final del túnel. El agua se ha condensado en la parte derecha del
espejo, y ella escribe con el dedo la pregunta que resuena en su cabeza tantas
veces últimamente, a ritmo de una canción que se le clava: Where is my mind?
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