Cinco años después, me
pareció ver a la esfinge en una cafetería.
Iba paseando junto a mi
esposa por los jardines del este de la ciudad, cuando sus ojos se
cruzaron con los míos a través del cristal del establecimiento. Fue
sólo un relámpago, una impresión, y al girarme ansioso para volver
a encontrarlos ya no estaban allí. En su lugar vi a una joven de
cabellos dorados que se levantaba de su mesa y se dirigía hacia la
barra.
Me puse tan nervioso, que
acompañé a mi mujer hasta el portal de nuestro edificio para luego
marcharme inventándome una torpe excusa. Instantes después echaba a
correr hacia la cafetería de nuevo, esperando encontrarla.
Al llegar había
desaparecido. No sabía si había sido ella de verdad o tan sólo se trataba de
un espejismo provocado por mi ferviente deseo de verla. Cuando estaba a punto de marcharme, sumido en la desesperación
más absoluta, el camarero me llamó y me dijo, extendiéndome una
nota, que habían dejado algo para mí. Sin darle las gracias
siquiera, abrí como pude el trocito de papel garabateado y leí:
Me alegra que estés
bien, como siempre. Tienes una barba preciosa esta temporada, no
cometas la estupidez de afeitártela. Ella es muy guapa, cuídala
pero sin someterte, las mujeres podemos llegar a ser muy caprichosas.
Cuídate mucho.
La huella roja
de sus labios, en un beso, ponía punto y final a la caligrafía.
Meses
después, me encontraba escuchando la radio y sonó aquella canción
que tanto me recordaba a la esfinge, aunque jamás le confesase a
ella ésto. Cuando terminó, aún con el corazón sobrecogido, el
locutor comentó que estaba dedicada por una mujer anónima que había
llamado, a su amante de los sesenta. Así me llamaba ella cuando se
ponía más cariñosa de lo debido con tres copas de bourbon encima.
Sentí una punzada en el pecho y me levanté entre temblores para
mirar por la ventana, por si era una señal de su parte para
indicarme que estaba cerca. Sobre decir que no la vi aparecer en
ningún momento.
Una
noche tuve un sueño. Soñé que ella, con su habitual e imperiosa
necesidad desganada, me arrastraba hacia uno de sus oscuros lechos de
hierba callejeros, pero esta vez me dejaba desnudarla por completo.
Al contrario que en otras ocasiones, no se quedaba seria al terminar,
sino que continuaba abrazada a mí, conversando; y, de pronto, yo
comentaba algo y ella irrumpía en sonoras carcajadas que iluminaban
aquel rincón de penumbra al que me había reducido minutos antes.
Quizá fuera mi manera de despedirla después de todo lo que habíamos
vivido, varios instantes esparcidos con desorden durante años.
No
volví a verla jamás después de nuestro breve aleteo de miradas en
la cafetería. Guardé su nota como el más preciado de los tesoros.
Mi mujer siempre insistía en que me quitase la barba, pero no cedí
ni una sola vez ante su petición porque era lo último que me
quedaba de mi esfinge, el secreto entre los dos.
A
veces me despierto en la oscuridad, buscándola. Veo nítidamente sus
ojos fijos atravesándome desde el techo, entre seductores y
maliciosos. Y en mi imaginación, surge a partir de esta breve
ensoñación la esfinge en toda su magnificencia. Casi puedo alargar
la mano y sentir el tacto de su suave piel entre mis dedos.
En
ocasiones me lamento. Hay secretos que, sencillamente, no están
disponibles para nosotros los mortales.
Por qué me atrevería a
querer conocer lo que había tras los ojos de mi esfinge.
Una esfinge
capaz, con una mirada, de reducir a cenizas al mismísimo Edipo.
Hay mujeres de las que te enamoras para siempre de una manera irremediable. Y por muchas otras que pasen por tu vida, a las que quieras igual o más que ella, no dejará de permanecer su recuerdo imborrable en una pequeña cicatriz, a la que acudiremos cada vez que nos falte aire.
ResponderEliminarBrillante y seductor relato. Es una seri muy buena. ¡Artista!
Cuídate.
Muchas gracias Luis, tus palabras significan mucho para mí. Hablamos pronto :) ¡Un beso!
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