Empezó a sonar esa
canción que siempre me recordaba a ti y que, para mí, era tu
canción.
Me traía recuerdos de un
aire más húmedo, más frío. De noches extrañas que cada vez se
hacían más y más familiares; las cogía entre las manos
sorprendida, preguntándome cómo podía haber pasado todo aquello.
Quizá yo para ti era una
desconocida a la que conocías muy bien; tú para mí eras un
extranjero. Sin embargo, la vida es maravillosa en sus coherencias
inconexas: una cama, en medio de la nada, puede ser la tierra que
comparten dos apátridas; sábanas por bandera, gemidos
entremezclados como himno.
Y ahora... me daba miedo
enamorarme de ti. Empezaba a pensar demasiado en nosotros,
aunque para mí demasiado fueran
sólo dos veces al día. Mi mente me traicionaba con pequeños
relámpagos de recuerdos en el momento más inoportuno. Sentía
pequeñas punzadas cada vez que relacionaba alguna estupidez
cotidiana contigo. Todo parecía indicar que estaba empezando a
incubar la peor de todas las enfermedades.
No
podía ser, lo nuestro no podía ser. Por qué tenías que aparecer y
joderlo todo. Me sabía libre amando a los gatos callejeros, a los
gorriones del parque, a las nubes del cielo. Por qué tenías que
aparecer y reclamar para ti mis sentimientos... mis
sentimientos. Acaso compartir la
cama un par de veces te hacía más merecedor... ¿qué pasaba con
mis otros amantes? Con
el oficinista del centro, por ejemplo, con su aire desdichado y su
tono quejumbroso al que sólo con mi sonrisa se le encendían las
mejillas. O con el estudiante eternamente repetidor que siempre me
pagaba las copas a cambio de unos pocos besos furtivos en cada
esquina oscura de la calle. O con el poeta con el que me encontraba
cada dos semanas para un revolcón rápido en un hotel y que me
dejaba siempre un soneto por la mañana al despertar encima de la
mesilla de noche. Los quería a todos y cada uno, maravillosamente
diferentes, egoístas en cuanto a mí en cierto modo, pero sabiendo
que no debían pedirme más. Yo me compartía por unas horas,
contrabando de cariño y afecto durante un rato y después cada uno a
su casa sin el corazón roto, sin un amor para llenar durante días
los pensamientos, para luego quebrarse ante el más mínimo suspiro
de decepción. Por qué querías arrebatarme todo aquello, mi pequeño
remanso de paz. Qué pasaba con ellos, y qué pasaba conmigo. Y,
joder, qué pasaba contigo, hasta dónde llegaba tu interés por
tenerme sólo para ti.
Mañana se te habrá
pasado, me prometía. Pero no se
me pasaba y seguía pensando dos malditas veces al día en ti, puede
que hasta algunas más, y ¿qué iba a hacer yo ahora? Me inventé un
amor lejano al que dirigir mis plegarias sólo para que te dieras
cuenta de que jamás iríamos de la mano a cenar a un restaurante. No
lo podía permitir.
Y
mientras me negaba con todas mis fuerzas a quererte, esa canción
seguía sonando y me traía tu aroma impregnado en cada acorde, el
tacto de tu piel, hasta el sabor de tus labios. Por qué tú y no
otro; o, mejor, por qué tú y no ninguno.
Jamás había odiado a alguien así.
Sin
embargo no era mujer de las que se rinden fácilmente, de forma que
ideé un plan para olvidarte.
La verdad es que esta serie es para pensar y sentir, y no comentar, pues a menudo las palbras sobran en estos casos.
ResponderEliminarMe encantan las personalidades, porque son dos personas complejas soñando con lo simple.
Cuídate.