Aquella noche me fui
con él, aunque deseaba irme contigo. El nudo corredizo del tiempo se
puso en mi contra, bloqueó las salidas y de pronto me vi a tan sólo
dos centímetros de alguien que no eras tú.
El dolor se hizo
insoportable. Caminaba por las aceras recordando nuestros pasos. Abrí
el armario tantas veces, y siempre me encontraba con esa chaqueta de
cuero que habíamos destrozado sin querer cuando nos sujetábamos
contra las paredes, en un intento de mantener nuestro precario
equilibrio, mientras nos besábamos con la desesperación que sólo
sale del alma de los lobos esteparios.
Ojalá hubiéramos destrozado
entera aquella chaqueta y yo no conservara una reliquia tan
susceptible de convertirse en el símbolo de la herida abierta que
suponía tu ausencia.
Le besé en los labios y sonreí. Es sólo un juego, dije.
Un juego que me cansaba cada día más, que lejos de llenarme me dejaba más y más vacía. Aguantar los próximos días...
Sangraba. Me preguntaste
una mañana que qué había sido de mí durante esos años. Me
destrozaron las desgracias, se fueron sucediendo una a una en el
tiempo y, para cuando terminaron conmigo, ya no sabía muy bien qué
pensar.
Ellos me abandonaron.
Quizá no conscientemente, o tal vez sí, o puede simplemente que yo
me sintiera abandonada al sentir aquella soledad tan profunda que
corroía mi ser.
Nadie sabía quererme...
Tú no sabías quererme.
Cerré los ojos
pensando que eras tú mientras mis ganas de gritar aumentaban. Dejar
la mente en blanco. Tragar, mirar de frente. Sólo un premio de
consolación. Quería ahogarme en esa almohada, pero suspiré y me lo
seguí follando mientras procuraba no pensar en él, pero tampoco en
ti.
Entendí al fin por qué algunas personas lloran mientras hacen
el amor.
Eres tan delicadamente brutal que consigues sobrecogerme.
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