Dime, querido cobarde,
qué pensaste al pegar un frenazo de repente dejando las ruedas
clavadas en el asfalto. Allí, delante del hotel, me miraste
cabizbajo y me susurraste: bájate. Bájate, como diciendo ya no
quiero nada más.
Obedecí tu orden con
rapidez, asustada por si podría enfadarte siquiera con un débil
amago de insurrección. En seguida saliste del coche, para acto
seguido abrir el maletero y tirarme unos tacones desgastados de
furcia barata que sacaste del interior. Póntelos, dijiste, te
quedarán bien.
Volví a obedecerte, esta
vez ya sin prisas, adivinando tus deseos. Arrojé los zapatos que
llevaba a una papelera, no menos baratos que los que tú me habías dado, y me puse los tacones.
Me agarraste del brazo entonces, no sin cierta violencia, y tiraste de mí con
brusquedad hacia el hall del hotel iluminado que se abría ante
nosotros. Apenas podía caminar con aquellos tacones de aguja
imposibles, pero no parecía importarte. Pediste una habitación como
quien pide desganado un par de cervezas a un camarero apático y, una
vez obtuviste la llave, me empujaste hacia el ascensor que nos
conduciría a la habitación. Mientras subíamos hasta la sexta planta
escuché tu respiración entrecortada, y apenas unos segundos más
tarde tenía tu aliento que apestaba a tinto de verano de garrafón
calentando mi cuello con besos torpes y apretados. Cuando se abrió
la puerta me arrancaste las bragas dejándome las piernas marcadas,
pero ya nada te importaba, ni siquiera yo.
Casi a patadas abriste la
puerta mientras me tenías fuertemente agarrada de la muñeca, y me
tiraste al suelo de un empujón. No me diste tiempo de llegar a la
cama, intenté arrastrarme en vano hacia ella mientras tú me
agarrabas de los pies pidiéndome que me estuviera quieta y que me
dejara puestos los tacones. El vestido azul de tirantes que llevaba
lo desgarraste en varias partes y me inmovilizaste contra el suelo
mientras me tapabas la boca con las manos. En cierto momento quise
gritar, pero tus dedos me atenazaban con demasiada fuerza. Escuché
el sonido de tu cinturón desabrochándose y en ese momento noté cómo la náusea ascendía por mi garganta.
Sentí que en ese
momento, al fin, yo había tocado fondo. Qué decir, estaba contigo
en aquel hotel tumbada boca arriba mientras tú te disponías a
violarme y yo me moría de asco. Siempre había hecho lo mismo, pero
con tipos mucho menos peligrosos, por lo que esa situación en
concreto jamás se había dado en mi vida. Sólo era cuestión de tiempo y azar
que me encontrase con mi némesis, un hombre dispuesto a destrozarme
por fuera y por dentro sólo por sentir que yo era demasiado frágil.
Porque lo era, lo era a pesar de los tacones, del perfume, del
maquillaje, del estudio en el que vivía y de pagarme las facturas a
base de bajarme las bragas ante los niños ricos de los barrios
pudientes. Y fíjate ahora, tú, un triste pájaro sin blanca que me
encontró herida en la calle y me pagó unas copas, ahora te
disponías a hacer de mí lo que querías.
Pero entonces empezaste a
tener convulsiones. Te levantaste precipitadamente y te arrojaste sin
miramientos hacia el cuarto de baño para vomitar. Me llevé las
manos a la cara en cuanto pude respirar con normalidad y noté las lágrimas resbalando por mis mejillas, el
rímmel escociéndome en los ojos. Me levanté mareada, escuchando
cómo te desahogabas en el lavabo, y casi ni acerté a cubrirme con
una sábana mientras avanzaba a duras penas hacia ti. Vomitaste
varias pastillas, llenándolo todo de un intenso olor acre. Lorazepam, cómo no.
Sin pensármelo dos veces
tiré la sábana y recogí lo que quedaba de mi vestido atándomelo
en torno al pecho y los muslos a modo de burdo top y minifalda. Corrí
escaleras abajo y no miré atrás.
Me escapé por los pelos
de tus manos, tuve suerte. Pero qué quieres que te diga, algo bueno tenía
que tener el follar con pacientes psiquiátricos.
Como Bukowski,que me encanta, pero en chica. ^^
ResponderEliminarJoder, Lis, pedazo de elogio. Me has tocado la fibra. Muchas gracias.
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