11.4.13

Cuestión de vértigo


Hay un acantilado frente a mí. Lo sé.

El agua está ahí, a sólo un salto de distancia. Oigo las olas romper contra las rocas. La arena, pulverizada en el vaivén del mar enfurecido, se mezcla sin permiso entre mis cabellos y los vuelve terrosos. La brisa silba dulcemente mi nombre, invitándome a dejarme caer de improviso. Casi puedo escuchar una voz de mafioso italiano susurrándome al oído: pon un pie en el vacío, no lo pienses, haz que parezca un accidente.

Nunca me dieron miedo las alturas. De hecho, casi se me podría tachar de temeraria. Siempre me gustó la adrenalina. Esa sensación recorriéndome las arterias con una furia inusitada, consiguiendo que me dé vueltas la cabeza mientras mi corazón se asemeja al pico de un pájaro carpintero construyendo su hogar a contrarreloj, como si le fuera la vida en ello.

Nunca me dieron miedo las alturas, reitero, hasta hace poco. 

Ahora estaba encima de un nuevo acantilado, con la adrenalina mordiéndome hasta lo más oscuro de mis eritrocitos. Mis pasos me habían llevado hasta allí, como en un descuido, guiados quizá por una extraña intuición. Estando de pie, contemplativa, respiraba tranquila. Admiraba la belleza del paisaje, suspiraba descubriendo una visión nueva, un mundo del que sólo disfrutaban los pájaros más intrépidos que se arriesgaban a llegar hasta allí volando sin vacilar, a pesar de los inesperados golpes de viento. Y me sentía afortunada, porque era consciente de esa exclusividad. A pesar de ser una vista prometedora, nunca arriesgaba demasiado. Miraba mis pies de reojo, los cuales siempre tocaban tierra firme. El vacío ante mí. Qué vértigo.

Me gustaba volver una y otra vez para ver qué nuevo paisaje se ofrecía ante mis ojos, pues nunca era lo mismo por la noche que por el día. Se apreciaban distintos detalles que no escapaban a mi visión, a pesar de la evidente falta de claridad que existía en ciertos momentos. Y sentía el mar rugiendo allí abajo, las gotas de agua que salpicaban mi piel a cada nueva embestida de las olas, y entonces se apoderaba de mi mente un único pensamiento: no seas cobarde, salta de una vez.

A veces jugaba a poner un pie en el vacío sólo para ver qué ocurría entonces. Sentía la gravedad tirando de mí hacia abajo, dulce y maldita gravedad. Y entonces, ponía el pie a salvo y no sabía con exactitud si, el haberlo escondido de nuevo entre las piedras, estaba bien o estaba mal. A qué tenía miedo. Me lo preguntaba sin saber qué responderme. Quizá sólo tenía miedo a que se materializara algo que no existía. O que si existía, no sabía bien cómo manejar. Las rocas parecen doblemente afiladas desde la distancia, y mi inseguridad siempre ha rayado en el neuroticismo más radical. Y si bien yo estaba loca, o precisamente por eso, me había acercado hasta un acantilado con reiteración, nocturnidad y alevosía. Casi me faltaba irme allí a vivir con las gaviotas, de tanto que visitaba aquel lugar. No saltar, a pesar de la tentación, era ciertamente una falta imperdonable. Era una diversión que me negaba por pura obstinación.

La voz de mi cabeza tenía razón -la simpática, no la otra-. No se puede tener miedo toda la vida porque si no, uno se olvida de vivir. Y para eso estamos, que son dos días. O tres. O los que hagan falta.

¿Cómo sería la temperatura del agua allí abajo? ¿Y si sufría una hipotermia? ¿Habría peces peligrosos esperándome? Rápido, tres canciones que me hagan sentir segura. Se me ocurre solamente Highway to hell, pero con esa me vale. ¿Y si caía en la parte que cubría menos? ¿Y si la arena del fondo era demasiado absorbente y me quedaba allí atrapada, y me ahogaba, porque sí, porque yo tengo esa suerte?

Podría hacerme todas las preguntas del mundo porque el acantilado despertaba en mí inquietud y fascinación, pero se quedan cortas cuando realmente lo que uno quiere hacer es dejar de preguntar y empezar a saber. Saber por uno mismo, sin dar lugar a nuevas hipótesis que generarán, irremediablemente, más cuestiones que nunca serán convenientemente satisfechas desde tierra firme.

Saltar, bucear hasta lo más profundo de las aguas, coger arena del fondo y disfrutar de su tacto mientras se deshace entre mis dedos. 

 Hacerlo, sin más. Sin preguntas.


3 comentarios:

  1. No se que altura tendría el acantilado, pero metafóricamente nos describe lo dificil que es dar el primer paso hacia algo que nos atrae. Así lo he entendido.

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