Jorge es tranquilo,
simpático y tiene una conversación que, sin resultar excesivamente
interesante, no hace que caiga en el tedio más absoluto. Eso permite que no me importe caminar a su lado aunque el frío del invierno
empiece a arreciar.
No es remarcadamente
guapo, aunque sí especialmente bajito. Tanto es así que, cuando me
invita a comer en un restaurante, me detengo en la elección de mis
zapatos. Aunque elija unas zapatillas completamente planas, voy a
seguir sacándole tres o cuatro centímetros como mínimo. Y eso que
yo no soy especialmente alta. Por un lado, pienso que si le importara
nuestra diferencia de altura sería algo completamente estúpido,
ilógico y absurdo, pero algo me dice que le gustará no tener que
coger un taburete para auparse cada vez que me dirija la palabra, así
que descarto los tacones y me calzo unas zapatillas sin cuña. Al fin
y al cabo, no podré decidir voluntariamente que le gusten o le
molesten otras cosas, y este no deja de ser un detalle sin
importancia. Además, me va a invitar a comer, qué mínimo que hacer
que no tenga tortícolis después de nuestro encuentro. Es una cuestión práctica sobre todo.
La conversación empieza
de forma agradable una vez estamos sentados a la mesa, y él pide un
buen vino para acompañar la comida, cosa que hace que
momentáneamente me relaje. Hablamos de detalles sin importancia,
aunque estoy intentando buscar un tema de conversación común. No
tardo en sacarle el de la literatura que, dado mi trabajo como
editora, es mi vida.
—Me gusta leer. Yo leo
todos los días.
—¿Ah, sí? —pregunto
esperanzada mientras cruzo los dedos por debajo de la mesa para que
no me diga que lee la saga Millenium o que El
código Da Vinci le parece el súmmun de la literatura
contemporánea.
—Sí, siempre leo la
Biblia, todos los días antes de acostarme.
(Sonido de aguja de
fonógrafo rápidamente retirada de un vinilo)
Sorbo de vino por mi
parte.
No estoy segura, pero
creo... creo que hubiera preferido lo otro. Sí. Es como si alguien
te confiesa que lee el Mein Kampf todos los días en lugar de
sólo para su tesis “El Mein Kampf abordado desde una
perspectiva psicológica y social” en la que concluyes que,
efectivamente, Hitler estaba loco y más vale que Freud lo hubiera
pillado a tiempo y lo hubiera puesto de farlopa hasta el culo. Y hay
quien pensará que relacionar ambos libros es una burrada, que no es
lo mismo, pero ¿qué conclusiones se pueden extraer de un libro
lleno de genocidio, apología de la muerte, violencia y guerra? Y
no me valen los que se quedan sólo con la segunda parte, que el
libro está conformado así por algo. Además, San
Pablo era un cabrón, las epístolas que escribe son del todo
inexcusables. Leedlas si no me creéis.
Dándome cuenta de que mi
silencio se está prolongando más de lo debido, intento quitar
hierro al asunto:
—Ah, pero... ¿eres
creyente?
—Sí, pero no católico.
—¿Entonces?
—Soy creyente sin más.
Leo la Biblia, es un libro cargado de razón, que no pasa de moda
aunque pase el tiempo. Jesús es la fuente de fe verdadera.
Creo que hubiera preferido que fuera Testigo de Jehová.
Sorbo de vino por mi parte.
¿Entonces piensas que
el mundo tiene seis mil años de antigüedad, que un señor barbudo
hizo el mundo en seis días, para luego convertirse en paloma,
tirarse a su madre, para que dos mil años después todavía nos
acordemos de él? No le pregunto nada de eso. En lugar de atacar
directamente sus ¿creencias? intento encauzar la conversación por
el lado racional. Al fin y al cabo es arquitecto, ha tenido que dar
Física a punta pala en la carrera.
—Entonces... ¿tú crees
que lo que dice la Biblia es la fe verdadera?
Asiente.
—¿Y te das cuenta de que
si hubieras nacido en cualquier otro país, pongamos la India, ahora
probablemente serías hindú y defenderías también a capa y espada
que ésa, y no otra, es la fe verdadera?
—Claro que no.
—¿Claro que no?
—Sería lector de la
Biblia igualmente. Terminaría llegando de todos modos a la fe
verdadera.
Sorbo de vino por mi
parte.
Uh, uh. Esto es más
peligroso. Se me enciende la alarma de “pirado a las doce”.
Intento expresar lo mismo con otras palabras.
—¿Entonces no crees que
la religión es, más que una verdad dogmática, absoluta e
inamovible, un tipo de doctrina eminentemente cultural, como
cualquier otra de carácter no religioso?
—No. Dios me ha elegido.
Sorbo de vino por mi
parte.
—Ah... entonces, si yo
soy atea, es porque no me ha elegido a mí, ¿no?
(Breve mueca de decepción
por su parte al escuchar de mi boca esas palabras)
—Exacto.
—¿Y hay que ser de
alguna forma en especial para que dios me elija?
—Sólo él lo sabe.
Nosotros para él no somos más que gusanos, no más importantes que
una piedra. Pero a veces, a unos pocos, nos elige.
Se me ha acabado el vino.
Mierda. ¿Quedaría demasiado brusco coger la botella como en un
saloon del lejano oeste y llenármela hasta el borde? Qué forma de arruinar un buen vino. Me limpio con
la servilleta de tela que tengo sobre las rodillas y la dejo encima
de la mesa.
Llegados a este punto de
la conversación estoy tentada de preguntarle cómo sabe que dios le
ha elegido a él, si habla con él y, lo que es más importante, si
él le responde, pero pudiera ser tachada de descortés por mi
interlocutor y no hay que olvidar que yo sigo atrapada en un
restaurante con él.
Evito el tema de religión
y empiezo a hablar de cosas para que diga palabras que lo hagan
parecer momentáneamente más normal.
A pesar de mi falta de fe
y de su biblieísmo fanático, no parece que sea un obstáculo insalvable para dejar de cortejarme, eso sí, a la
antigua usanza. De modo que cuando terminamos de comer, alabar el
color de mi pelo y decir que se alegra de que sea una chica dulce
con la que se puede hablar, me compra un ramo de flores a pesar de
mis quejas para que no lo haga. Me pregunto qué espera
de mí cuando hace esas cosas.
Me pide que nos veamos al
día siguiente y como tengo interés en averiguar si los gnomos de
jardín le responden cuando les habla, acepto la oferta.
El segundo día es más
peliagudo.
En cierto momento ensalza
mi forma de vestir:
-Me gusta la ropa que
llevas. No vas vestida como esas tías que van de zorronas por la
calle con minifalda y botas de puta.
Mis ojos se abren como
platos y trago saliva para hacer más llevaderas sus palabras. Ya
sabía yo que a falta de vino tendría que haberme traído una
petaca.
—¿No crees que las
mujeres deben ser libres de vestirse como quieran?
—Como quieran sí, pero
dentro de unos límites.
—O sea, con libertad,
pero sin pasarse, ¿no?
—Claro.
Ignoro lo horrible que
suena esa respuesta.
—¿Si yo me vistiera con
minifalda y escote, sería menos interesante?
—Perderías muchos
puntos.
Cómo no. Imagino que la
misoginia es una parte fundamental de leer la Biblia cada noche, si
no, con qué estomago lo haces, teniendo en cuenta que te la tomas en
serio. Puedo soportar a un esquizofrénico con los ojos cerrados,
pero a un misógino me cuesta más.
Noto que le molestan mis
réplicas. Estoy empezando a ser agresiva con mi discurso,
arrinconando sus argumentos a base de lógica aplastante y él sólo
rebate mis argumentos repitiéndome los suyos.
Cuando me monto en su
coche para que me lleve a casa, la situación es más tensa. Él
intenta relajarla con preguntas poco comprometidas, en principio:
—¿Entonces no sueles
salir mucho?
—No —respondo— mis amigas
viven lejos y eso hace que no salga tan a menudo como quiero. Si
hubiera más bares interesantes, no me importaría ir sola.
—Una mujer, ¿sola en un
bar? Menuda imagen darías. Mejor ve con una amiga.
—¿Y por qué necesito
una carabina, si lo que quiero es tomarme una cerveza sola en un bar,
sin que nadie me moleste? ¿No soy libre de hacerlo?
—Puedes hacerlo, pero
entonces no te quejes si los hombres empiezan a querer algo contigo.
Sería natural. Eso es lo que hacen las mujeres solas en los bares,
buscar la compañía de un hombre.
A estas alturas empiezo a
plantearme si sería buena idea tirarme del coche en marcha con tal
de no escuchar esa sarta de estupideces. Ahogarlo sería otra opción,
pero va conduciendo y si nos estrellamos no me gustaría implicar a
más gente en un accidente.
Cuando bajo del coche le
digo que nada, que un placer la velada y que ya le llamaré “si
eso”, siempre y cuando “si eso” sea que de camino a mi casa me
cojan una banda de psiquiatras escapados de un manicomio de
principios de siglo XX y me practiquen una lobotomía. Esto último
no se lo menciono.
A pesar de estar tentada
a quedar con él una vez más, aparecer maquillada como una puerta y
vestida como la más vulgar de las prostitutas, decido no perder más
mi tiempo con él. Aunque me encantaría ver qué cara pone si le
suelto algo así como: “oye, cariño, ¿sabías que no llevo
bragas?”.
Tal vez lo haga algún
día.
Por teléfono.
Y así poder decir que me
he equivocado de número, que le estaba devolviendo la llamada a un
cliente de la línea erótica para la que trabajo.
Joder, al final me he quedado con la duda de si llevarlo a la planta de salud mental más cercana. Desde luego recibir unas clases de ética no le vendría mal.
Lo malo de jugar conmigo
a Sir Lancelot es que yo no doy el perfil de Lady Ginebra. Soy más
bien una cierrabares adicta a la cerveza, el vodka y el tequila. Y
claro, así no hay quien se concentre para leer la Biblia. Me
pregunto en qué parte pone eso de que las mujeres no podemos ir solas a los bares. Probablemente en el Apocalipsis.
Es que este San Juan siempre está en todo.
Lo malo de no ser superficial es que puedes correr el peligro de ahondar demasiado. Si era así en la segunda cita, madre mía. Tal vez en la quinta me hubiera exigido que vistiera burka y me sentara con las piernas cerradas.
Resulta que
debería haber llevado unos tacones de aguja. Quien ha terminado con agujetas, pero mentales, he sido yo. Parece que sí, que
plantearme la cuestión de la altura era algo completamente estúpido,
ilógico y absurdo.
"El peligro de no ser superficial es que puedes correr el peligro de ahondar demasiado."
ResponderEliminar-No creo que eso sea un peligro.
Saludos.
Tienes razón. Y me acabas de descubrir una redundancia ahora mismo que voy a corregir. Como tenía ganas de publicar no he revisado el texto todo lo que debería. Gracias.
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