Hay un acantilado frente a mí. Lo sé.
El agua está ahí, a sólo un
salto de distancia. Oigo las olas romper contra las rocas. La arena, pulverizada en el vaivén del mar enfurecido, se mezcla sin permiso
entre mis cabellos y los vuelve terrosos. La brisa silba dulcemente
mi nombre, invitándome a dejarme caer de improviso. Casi puedo
escuchar una voz de mafioso italiano susurrándome al oído: pon
un pie en el vacío, no lo pienses, haz que parezca un accidente.
Nunca me dieron miedo las
alturas. De hecho, casi se me podría tachar de temeraria. Siempre me
gustó la adrenalina. Esa sensación recorriéndome las arterias con
una furia inusitada, consiguiendo que me dé vueltas la cabeza mientras mi
corazón se asemeja al pico de un pájaro carpintero construyendo
su hogar a contrarreloj, como si le fuera la vida en ello.
Nunca me dieron miedo las
alturas, reitero, hasta hace poco.
Ahora estaba encima de un
nuevo acantilado, con la adrenalina mordiéndome hasta lo más oscuro de mis eritrocitos. Mis pasos me habían llevado hasta allí, como en
un descuido, guiados quizá por una extraña intuición. Estando de
pie, contemplativa, respiraba tranquila. Admiraba la belleza del
paisaje, suspiraba descubriendo una visión nueva, un mundo del que
sólo disfrutaban los pájaros más intrépidos que se arriesgaban a
llegar hasta allí volando sin vacilar, a pesar de los inesperados
golpes de viento. Y me sentía afortunada, porque era consciente de
esa exclusividad. A pesar de ser una vista prometedora, nunca
arriesgaba demasiado. Miraba mis pies de reojo, los cuales siempre
tocaban tierra firme. El vacío ante mí. Qué vértigo.
Me gustaba volver una y
otra vez para ver qué nuevo paisaje se ofrecía ante mis ojos, pues
nunca era lo mismo por la noche que por el día. Se apreciaban
distintos detalles que no escapaban a mi visión, a pesar de la
evidente falta de claridad que existía en ciertos momentos. Y sentía
el mar rugiendo allí abajo, las gotas de agua que salpicaban mi piel
a cada nueva embestida de las olas, y entonces se apoderaba de mi
mente un único pensamiento: no
seas cobarde, salta de una vez.
A veces jugaba a poner un
pie en el vacío sólo para ver qué ocurría entonces. Sentía la
gravedad tirando de mí hacia abajo, dulce y maldita gravedad. Y
entonces, ponía el pie a salvo y no sabía con exactitud si, el haberlo
escondido de nuevo entre las piedras, estaba bien o estaba mal. A qué
tenía miedo. Me lo preguntaba sin saber qué responderme. Quizá
sólo tenía miedo a que se materializara algo que no existía. O que
si existía, no sabía bien cómo manejar. Las rocas parecen
doblemente afiladas desde la distancia, y mi inseguridad siempre ha
rayado en el neuroticismo más radical. Y si bien yo estaba loca, o precisamente
por eso, me había acercado hasta un acantilado con reiteración, nocturnidad y
alevosía. Casi me faltaba irme allí a vivir con las gaviotas, de
tanto que visitaba aquel lugar. No saltar, a pesar de la tentación,
era ciertamente una falta imperdonable. Era una diversión que me
negaba por pura obstinación.
La voz de mi cabeza tenía
razón -la simpática, no la otra-. No se puede tener miedo toda la
vida porque si no, uno se olvida de vivir. Y para eso estamos, que
son dos días. O tres. O los que hagan falta.
¿Cómo sería la
temperatura del agua allí abajo? ¿Y si sufría una hipotermia?
¿Habría peces peligrosos esperándome? Rápido, tres canciones que
me hagan sentir segura. Se me ocurre solamente Highway to hell,
pero con esa me vale. ¿Y si caía en la parte que cubría menos? ¿Y
si la arena del fondo era demasiado absorbente y me quedaba allí
atrapada, y me ahogaba, porque sí, porque yo tengo esa suerte?
Podría hacerme todas las
preguntas del mundo porque el acantilado despertaba en mí inquietud y fascinación, pero se
quedan cortas cuando realmente lo que uno quiere hacer es dejar de
preguntar y empezar a saber. Saber por uno mismo, sin dar lugar a
nuevas hipótesis que generarán, irremediablemente, más cuestiones que nunca serán convenientemente satisfechas desde tierra firme.
Saltar, bucear hasta lo
más profundo de las aguas, coger arena del fondo y disfrutar de su
tacto mientras se deshace entre mis dedos.
Hacerlo, sin más. Sin
preguntas.
No se que altura tendría el acantilado, pero metafóricamente nos describe lo dificil que es dar el primer paso hacia algo que nos atrae. Así lo he entendido.
ResponderEliminarBien entendido :)
EliminarBuena pluma. ( de escribir digo)
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