Esto podría haber sido un poema,
pero luego recordé que prefieres aquellos de extensiones pequeñas y que
reflejan palabras sencillas y rotundas como agua o nieve o mañana y yo siempre
tengo demasiadas cosas que decirte como para detenerme en haikus que hablen de
fenómenos temporales o meteorológicos.
Fuiste la primera persona que
conocí con la que compartir cumpleaños –el trece es un número afortunado que
sólo nos sonríe a algunos–. Apenas eras unos años más joven que yo, pero a mí
me parecía que nos separaban infinitos años-luz y que los intereses comunes nos
unían pero nos separaban todas esas cosas que intuías y que yo tampoco podía
poner en palabras. Sin embargo, siendo más joven, me diste una lección valiosa que ni
imaginaba porque estaba demasiado ocupada en protegerme del mundo en lugar de
contemplarlo, como hacías tú. Solías decir que llegaba un momento en el que, de
tan cínico, te habías vuelto inocente otra vez, dispuesto a maravillarte con la
belleza del mundo y a disfrutar de las cosas sencillas y a reírte de lo que te
quisieras reír y que malpensaran los demás. Y yo admiraba esa libertad
impertinente tan característica tuya, pero se me hacía impensable darme la
vuelta como un calcetín, pegarle una patada a todo, desaprender lo aprendido y
exponerme a pecho descubierto ante el sol como si no fuese suficiente lo que me
habían lastimado ya. Se me antojaba que mantenías esa ilusión perenne porque,
al contrario que a mí, a ti por fortuna no te la habían arrebatado y eras el
eterno hombre-niño que me tendía la mano mientras mis ojos te miraban
reflejando una inocencia ya perdida. Yo también era demasiado joven como para
saber que los sistemas de creencias no sólo se construyen, se destruyen, se
construyen de nuevo y se deconstruyen, sino que este ciclo es eterno y vayapordiós que las cosas que antes eran
blancas ahora son negras y después grises, y después tricolores para terminar
descubriendo que todo es un arcoíris o no, que el blanco y el negro no son
colores y que, maldita sea, yo debo ser daltónica. Así que tuvo que pasar
tiempo para que me diera cuenta de que no podía ir siempre haciendo gala de
cinismo por la vida, y que cuando llega un punto en el que la realidad te
asquea tanto y te hace sufrir o, por el contrario; cuando la realidad es tan
bella que te eclipsa pero no tienes el valor de alcanzarla, lo único que puedes
hacer si no quieres terminar tirándote por un puente es darle a la pausa,
rebobinar y construirte una realidad diferente. Y las realidades distintas
comienzan siempre por forjar una actitud distinta. Así que un buen día me
desperté ya harta y decidí que darme la vuelta como un calcetín era lo menos
malo dentro de todo. Y lo hice. Y me sentí tan jodidamente bien que me entraron
ganas de volver años atrás, a enseñarle a tu antiguo tú mi nuevo yo.
También es cierto que noto el
efecto contrario: cuando partes desde la inocencia, antes o después te llevas
un golpe que te hace retrotraerte y vuelve el cinismo, a veces más calmado y a
veces más salvaje; pero ya sabes que del cinismo también se sale, que el dolor,
el miedo y la ira son circunstanciales y que dejarles espacio para que puedan
engullir la cálida sencillez que nos rodea nos condena a la infelicidad para
siempre.
Así que lo inteligente al final
es el equilibrio, el cinismo bajo llave y moderado y la inocencia para quien se
la merezca. Pero, definitivamente, ya que la mente por definición nunca será
inocente, el corazón jamás debe mirar con los ojos del cinismo.
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