28.11.16

G&R (C)


Ahora somos dos desconocidos
que se conocen muy bien,
que no se miran a los ojos
pero se besan al saludarse en la mejilla
mientras el silencio nos atrapa
desde el estruendo de las cosas que dejamos por decir…
o que dijimos demasiado.

Siempre quise advertirte
de que algo no iba muy bien en mí,
y yo creo que en el fondo lo sabías
pero preferías jugar a no darte cuenta,
y a mí el miedo a veces se me olvidaba ante tu risa
y en ti crecía la esperanza de que al fin,
como en los cuentos, todo saldría bien.

Pero el veneno se reveló una vez más en mí
-yo era yo con mis problemas, con los tuyos
y con los que dejaron en mi puerta otros mil-
y entonces no pudiste aguantarme la mirada,
y me prometí callar hasta que volvieses a buscarme,
para cuando te hubieras curado,
para cuando mi ponzoña no te afectase,
para cuando pudieras perdonarme,
sin saber si en algún caso,
lograría perdonarme yo.

Y vi pasar dos semanas,
y un mes, y otro mes,
y te echaba de menos
y me acordaba de ti
cuando veía cualquiera de las infinitas
estupideces que podría compartir contigo.
Pero cuando miraba de reojo mi teléfono
me imponía con rigidez glacial:
“dale tiempo, ojalá sea cierto eso
de que no hay mal que cien años dure”.

Y tal vez sea egoísta escribir todo ésto
y debería guardarlo en un cajón
junto con el resto de las cosas
que realmente son importantes para mí
y que, si no es de mis labios,
no verán jamás la luz del sol.

Quizá sólo necesite escribirte un recordatorio
sin tanta palabrería
para que cuando te acuerdes de mí
no te engañe mi ausencia de palabras
ni que dudes por un instante que me cuesta fingir
que no quiero salir corriendo para abrazarte.
Para que tengas la certeza de lo que siento
aunque permanezca obstinada en silencio
hasta que el toque de queda llegue a su fin,
cuando así tú lo quieras o necesites,
y deseando que, en tu ausencia, al menos,
esto pueda hacerte sentir mejor:


te echo mucho de menos.


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