Una de las mejores cosas
de trabajar en psicología privada es que, mientras te ciñas a los
patrones generales mínimos, realmente tienes una libertad a la hora
de trabajar de la que, a día de hoy, me resultaría imposible
prescindir. Por ejemplo, siempre me gusta escribir una historia de lo
que ocurre en consulta previa al informe técnico que luego archivaré
o pondré a disposición de otros colegas. En los informes, por la
necesidad de expresar lo acontecido del modo más objetivo y
cientificista posible, considero que se pierden matices en las
apreciaciones, hecho que no ocurriría de trabajar sobre textos
literarios -al menos como primer paso a un informe más
convencional-. Tal vez pasé demasiado tiempo de mis años de
juventud con el estudio del psicoanálisis adleriano, supongo.
Desde hace años me
dedico especialmente a la terapia de parejas. Llevo semanas tratando
a Lucas y Georgina, la última sesión la tuvimos el miércoles
pasado. Lucas y Georgina representan el típico caso de por qué el
amor romántico, tal y como lo entendemos los occidentales, es
completamente imposible. O, tal vez, simplemente, el amor.
Él es un
dependiente emocional y ella una desconfiada patológica. Cuando
vinieron a la consulta por primera vez estaban abrumados por los
problemas que llevaban arrastrando desde hace años. Decían no saber
dónde había comenzado su pequeña ruta al infierno. Lucas acusaba a
Georgina de parecer fría en ocasiones y levantar un muro
inexpugnable que impedía todo acercamiento por su parte, mientras
que Georgina se defendía diciendo que tal barrera la había
construido a partir de descubrir que él le había mentido en
innumerables ocasiones y que se merecía tal desconfianza. Efectivamente, un pez que se muerde la cola. Llegaron a mí a raíz de que
Georgina averiguase que Lucas había tenido un par de aventuras a sus
espaldas, y Lucas se defendía diciendo que se había visto obligado
a buscar fuera de la pareja el calor que su mujer le negaba. Querían
descubrir si estaba todo el daño ya hecho o acaso se podía hacer
algo todavía, y de ahí que hubiesen venido a mi consulta en busca
de consejo. Puse a su disposición todas las técnicas que conocía,
desde desahogarse el uno con el otro a gritos a modo de catarsis, la
separación temporal o concentrarse en aquellos aspectos positivos
que aún estaban presentes entre los dos. Huelgue decir que de nada
sirvió. Algo que jamás pondré en un informe es que la terapia de
pareja raramente funciona, entre otras cosas porque las parejas se
acercan a los terapeutas cuando ya no hay nada que hacer. La mayoría
de las personas odia hacer un análisis de sí misma franco y
sincero, presentar sus errores una vez descubiertos y buscar, si no
un modo de enmendarlos, sí la forma de no volverlos a cometer.
Cuando, profundizando en las sesiones, me di cuenta de que ninguno de
los dos haría una autocrítica seria, ni que se responsabilizaría de la
parte que le correspondía, los despedí alegando que, por mucho que
siguiera trabajando con ellos, seguiríamos siempre en el punto de
partida.
Aquí me permito
profetizar el futuro inmediato de esos dos: Georgina seguirá
portando la maldición de la desconfianza porque Lucas fue incapaz de
darle la seguridad necesaria para que bajase la barrera, empeorando
considerablemente el problema con la doble infidelidad. Esto
impedirá que Georgina vuelva a tener una pareja normal debido a que,
a menos que le ponga remedio ella misma, será víctima de su propia
profecía autocumplida. Lucas, por su parte, como buen dependiente
emocional, tratará de continuar su vida sin Georgina, pero le espero
dentro de un mes, como mucho, volviéndome a pedir consulta individual porque habrá intentado ahogar el recuerdo de
Georgina en alguna Almudena, Sara o Cristina, se enganchará
momentáneamente a ella, se sentirá desgraciado porque para un
dependiente nada de lo que le dé su pareja le parece suficiente,
se sentirá triste y vuelta a empezar.
He visto demasiados Lucas
y demasiadas Georginas en mi vida. Aunque suelo sospechar desde la
primera sesión si esa pareja continuará o se irá al garete, lo
cierto es que el porcentaje de fracaso es alto. El principal fallo de
la terapia es que está hecha para seres sensibles e inteligentes, y
la mayoría de las personas es aspirante a psicópata en menor o
mayor medida, independientemente de su nivel intelectual. Las personas son tan individualistas, tan egoístas y
tan egocéntricas que prefieren repetir un error ad infinitum
porque se sienten más cómodas así que cambiando de estrategia. Sí,
sí, claro, todos muestran voluntad de enmendarse en un principio,
pero la realidad es que les da igual. Les conviene más ser egoístas
que esforzarse en escu har l s necesi ades de ot as person a s...
Ya me ha vuelto a
ocurrir. Agoto los bolígrafos con demasiada celeridad. En fin, lo
que quería decir es que mientras las parejas giran y cambian a mi
alrededor, yo permanezco siempre impasible. Nadie puede delegar su
responsabilidad en otra persona, y esto es lo primero que debería
saberse a la hora de consultar a un terapeuta. Por cierto, el otro
día llegó a mi consulta un depresivo. Una vez comprobado en el
historial que su depresión no respondía a los tratamientos
farmacológicos habituales, le dije que no podía ayudarle y lo
invité a tomar una cerveza. He de confesar que me gustan mucho los
depresivos. Y aunque esto me costaría el título, diría que los
depresivos cuya afección no está sujeta a un suceso traumático
aislado o a una deficiencia de dopamina, no son enfermos. Son
personas muy lúcidas e inteligentes. Normalmente casi todas las
personas llegan a darse cuenta de que el mundo es una mierda. Lo que
hace especiales a los depresivos es que llegan a comprender hasta
qué punto es una mierda. Hasta qué punto la estupidez o el
sufrimiento llegan a perpetuarse porque sí, como una pesadilla
recurrente que te espera siempre antes de dormir. Hasta qué punto no
tenemos solución. Si un depresivo de este tipo se encontrase con un
terapeuta lo suficientemente inteligente o sensible y le hiciera
comprender, lo más probable es que terminasen saltando juntos por la
ventana. A los depresivos se les enseña en psicoterapia a ser
pragmáticos, a evitar. A evitar ese punto de profunda desazón lo
máximo posible. Un depresivo de verdad no se cura nunca, simplemente
aprende a salir con un amigo en las horas peligrosas o a abrirse una
botella de vino en el momento oportuno mientras aplica algo de
musicoterapia. Una persona que llega a comprender la miseria
universal no puede desaprenderlo -y aquí algunos conductistas se me
echarán al cuello-, sólo puede evitar entrar en la espiral de
perdición. Y a veces no lo consigue, por más terapia que se
aplique. Por eso no me tomo la molestia de tratarlos ni de
compadecerlos como sí hacen muchos de mis colegas, como si por tener
depresión fueran más estúpidos por no ver las cosas buenas de
la vida y los estúpidos no
fuésemos nosotros, que ni somos capaces de autoanalizarnos de una
manera decent...
Toc toc toc.
—
Disculpe que la interrumpamos,
señorita. Llamamos ayer por teléfono para que estuviese hoy
preparada. Venimos a llevárnosla al sanatorio.
—
¿Sanatorio?
—
Sí, para pacientes mentales. Su
psiquiatra le hizo firmar el impreso de ingreso voluntario.
—
Pero...
—
Nada, señorita, tenemos que
llevárnosla.
—
Pero, pero...
—
Recogeré su maleta.
—
¿Puedo llevarme a mi gato conmigo,
allá donde voy?
—
Me temo que...
—
Por favor... por favor...
De lo mejor que he leído en este blog, sobre todo el párrafo en azul.
ResponderEliminarMe gustó: la psicopatía que se muerde la terapia... ¿o era al revés?
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