10.4.14

Expediente Saturno

Una de las mejores cosas de trabajar en psicología privada es que, mientras te ciñas a los patrones generales mínimos, realmente tienes una libertad a la hora de trabajar de la que, a día de hoy, me resultaría imposible prescindir. Por ejemplo, siempre me gusta escribir una historia de lo que ocurre en consulta previa al informe técnico que luego archivaré o pondré a disposición de otros colegas. En los informes, por la necesidad de expresar lo acontecido del modo más objetivo y cientificista posible, considero que se pierden matices en las apreciaciones, hecho que no ocurriría de trabajar sobre textos literarios -al menos como primer paso a un informe más convencional-. Tal vez pasé demasiado tiempo de mis años de juventud con el estudio del psicoanálisis adleriano, supongo.

Desde hace años me dedico especialmente a la terapia de parejas. Llevo semanas tratando a Lucas y Georgina, la última sesión la tuvimos el miércoles pasado. Lucas y Georgina representan el típico caso de por qué el amor romántico, tal y como lo entendemos los occidentales, es completamente imposible. O, tal vez, simplemente, el amor. 

Él es un dependiente emocional y ella una desconfiada patológica. Cuando vinieron a la consulta por primera vez estaban abrumados por los problemas que llevaban arrastrando desde hace años. Decían no saber dónde había comenzado su pequeña ruta al infierno. Lucas acusaba a Georgina de parecer fría en ocasiones y levantar un muro inexpugnable que impedía todo acercamiento por su parte, mientras que Georgina se defendía diciendo que tal barrera la había construido a partir de descubrir que él le había mentido en innumerables ocasiones y que se merecía tal desconfianza. Efectivamente, un pez que se muerde la cola. Llegaron a mí a raíz de que Georgina averiguase que Lucas había tenido un par de aventuras a sus espaldas, y Lucas se defendía diciendo que se había visto obligado a buscar fuera de la pareja el calor que su mujer le negaba. Querían descubrir si estaba todo el daño ya hecho o acaso se podía hacer algo todavía, y de ahí que hubiesen venido a mi consulta en busca de consejo. Puse a su disposición todas las técnicas que conocía, desde desahogarse el uno con el otro a gritos a modo de catarsis, la separación temporal o concentrarse en aquellos aspectos positivos que aún estaban presentes entre los dos. Huelgue decir que de nada sirvió. Algo que jamás pondré en un informe es que la terapia de pareja raramente funciona, entre otras cosas porque las parejas se acercan a los terapeutas cuando ya no hay nada que hacer. La mayoría de las personas odia hacer un análisis de sí misma franco y sincero, presentar sus errores una vez descubiertos y buscar, si no un modo de enmendarlos, sí la forma de no volverlos a cometer. Cuando, profundizando en las sesiones, me di cuenta de que ninguno de los dos haría una autocrítica seria, ni que se responsabilizaría de la parte que le correspondía, los despedí alegando que, por mucho que siguiera trabajando con ellos, seguiríamos siempre en el punto de partida.

Aquí me permito profetizar el futuro inmediato de esos dos: Georgina seguirá portando la maldición de la desconfianza porque Lucas fue incapaz de darle la seguridad necesaria para que bajase la barrera, empeorando considerablemente el problema con la doble infidelidad. Esto impedirá que Georgina vuelva a tener una pareja normal debido a que, a menos que le ponga remedio ella misma, será víctima de su propia profecía autocumplida. Lucas, por su parte, como buen dependiente emocional, tratará de continuar su vida sin Georgina, pero le espero dentro de un mes, como mucho, volviéndome a pedir consulta individual porque habrá intentado ahogar el recuerdo de Georgina en alguna Almudena, Sara o Cristina, se enganchará momentáneamente a ella, se sentirá desgraciado porque para un dependiente nada de lo que le dé su pareja le parece suficiente, se sentirá triste y vuelta a empezar.

He visto demasiados Lucas y demasiadas Georginas en mi vida. Aunque suelo sospechar desde la primera sesión si esa pareja continuará o se irá al garete, lo cierto es que el porcentaje de fracaso es alto. El principal fallo de la terapia es que está hecha para seres sensibles e inteligentes, y la mayoría de las personas es aspirante a psicópata en menor o mayor medida, independientemente de su nivel intelectual. Las personas son tan individualistas, tan egoístas y tan egocéntricas que prefieren repetir un error ad infinitum porque se sienten más cómodas así que cambiando de estrategia. Sí, sí, claro, todos muestran voluntad de enmendarse en un principio, pero la realidad es que les da igual. Les conviene más ser egoístas que esforzarse en escu har l s necesi ades de ot as person a s...

Ya me ha vuelto a ocurrir. Agoto los bolígrafos con demasiada celeridad. En fin, lo que quería decir es que mientras las parejas giran y cambian a mi alrededor, yo permanezco siempre impasible. Nadie puede delegar su responsabilidad en otra persona, y esto es lo primero que debería saberse a la hora de consultar a un terapeuta. Por cierto, el otro día llegó a mi consulta un depresivo. Una vez comprobado en el historial que su depresión no respondía a los tratamientos farmacológicos habituales, le dije que no podía ayudarle y lo invité a tomar una cerveza. He de confesar que me gustan mucho los depresivos. Y aunque esto me costaría el título, diría que los depresivos cuya afección no está sujeta a un suceso traumático aislado o a una deficiencia de dopamina, no son enfermos. Son personas muy lúcidas e inteligentes. Normalmente casi todas las personas llegan a darse cuenta de que el mundo es una mierda. Lo que hace especiales a los depresivos es que llegan a comprender hasta qué punto es una mierda. Hasta qué punto la estupidez o el sufrimiento llegan a perpetuarse porque sí, como una pesadilla recurrente que te espera siempre antes de dormir. Hasta qué punto no tenemos solución. Si un depresivo de este tipo se encontrase con un terapeuta lo suficientemente inteligente o sensible y le hiciera comprender, lo más probable es que terminasen saltando juntos por la ventana. A los depresivos se les enseña en psicoterapia a ser pragmáticos, a evitar. A evitar ese punto de profunda desazón lo máximo posible. Un depresivo de verdad no se cura nunca, simplemente aprende a salir con un amigo en las horas peligrosas o a abrirse una botella de vino en el momento oportuno mientras aplica algo de musicoterapia. Una persona que llega a comprender la miseria universal no puede desaprenderlo -y aquí algunos conductistas se me echarán al cuello-, sólo puede evitar entrar en la espiral de perdición. Y a veces no lo consigue, por más terapia que se aplique. Por eso no me tomo la molestia de tratarlos ni de compadecerlos como sí hacen muchos de mis colegas, como si por tener depresión fueran más estúpidos por no ver las cosas buenas de la vida y los estúpidos no fuésemos nosotros, que ni somos capaces de autoanalizarnos de una manera decent...


Toc toc toc.

Disculpe que la interrumpamos, señorita. Llamamos ayer por teléfono para que estuviese hoy preparada. Venimos a llevárnosla al sanatorio.

¿Sanatorio?

Sí, para pacientes mentales. Su psiquiatra le hizo firmar el impreso de ingreso voluntario.

Pero...

Nada, señorita, tenemos que llevárnosla.

Pero, pero...

Recogeré su maleta.

¿Puedo llevarme a mi gato conmigo, allá donde voy?

Me temo que...

Por favor... por favor...


2 comentarios:

  1. De lo mejor que he leído en este blog, sobre todo el párrafo en azul.

    ResponderEliminar
  2. Me gustó: la psicopatía que se muerde la terapia... ¿o era al revés?

    ResponderEliminar