—C'est
le temps que tu a perdu pour ta rose qui fait ta rose si importante.
Le
petit prince
Solía llevar un paraguas
de colores imposibles cuando el día se cuajaba de nubes y amenazaba
con llover. Decía que así desgarraba la inmensa tristeza que hay en
un cielo gris.
En cierto modo tenía
razón. Me hubiera gustado decirle que realmente no le hacía falta
ese paraguas, que con sonreír le hubiera bastado para alegrar hasta
la habitación más oscura. Nunca se lo dije. Nunca le dije cuánto
le admiraba. Cuánto despertaba mis ganas de protegerlo siempre.
Las personas buenas
tienen una belleza especial. Consiguen que te olvides de todo lo que
te rodea.
Si observas detenidamente
la mirada de alguien, puedes llegar a intuir al niño que fue. Hay
expresiones de curiosidad, de fragilidad, que a una persona no se le
borran jamás a pesar de los años transcurridos.
Quizá era eso lo que
despertaba mi atención cuando le miraba. Veía a un niño perdido
ansioso por vivir aventuras, por explorar, por demostrar que se puede
llegar a la Luna a base de voluntad, de trazar espirales en el cielo
con las manos. Y yo no podía evitar ser Wendy cuando estaba con él,
acogerlo entre mis brazos y contarle cuentos por la noche.
Los amantes juegan entre
ellos porque, de algún modo, vuelven a ser como niños. No hay miedo
al qué dirá, al qué pensará, a qué esperará de mí. Juegan y
punto, confieren valor a cada momento que viven, haciendo que el
presente sea efectivamente el único regalo al que aferrarse. El
pasado y el futuro son dos mentirosos compulsivos.
¿Conoces esa sensación
de caminar junto a alguien y saber que, pase lo que pase, nada malo
ocurrirá?
Era como caminar junto al
Principito. Eso me dejaba a mí el personaje del piloto, con su
maldita realidad desabrida y sin color. Hasta que llegaba él con su aire despistado para romperme los esquemas.
Un día le dije mi
impresión, que él era como el Principito y que a mí me tocaba ser el
piloto, tener los pies tristemente situados en la tierra.
—Te
equivocas —me dijo— tú eres como el zorro. Te sientas lejos de
los demás para que no puedan dañarte, pero cuando estás en
silencio puede escucharse cómo pides a gritos que alguien cree lazos
contigo. Caminas con cuidado, advirtiendo sin palabras de que un
movimiento rápido e irreflexivo por parte de quien quiera acercarse
a ti puede resultar fatal, haciendo que te pierda para siempre. Por
eso eres tan especial. Eres como el zorro. Él sabe que lo esencial
es invisible a los ojos. Conoce bien la importancia de crear lazos
indestructibles, superponiendo eso a todo lo demás. Y sabe lo que es
invertir tiempo en alguien, sabe que es el tiempo lo que hace que una
rosa no sea idéntica a todas las demás. Sin duda, tú eres como el
zorro.
No
supe qué decir. Sólo apreté los labios intentando contener la emoción.
Él
me tomó de la mano.
—Tenemos
el mismo defecto —comentó de pronto— nos desvivimos por proteger
a personas mucho menos frágiles que nosotros. Por eso terminamos
llenos de cicatrices. Pero tampoco podemos evitarlo.
Contemplamos
las estrellas hasta que amaneció. El pelo se nos llenó de escarcha, haciendo que brillase levemente con los primeros rayos de sol.
Poco
después, él regresó a su asteroide B612.
Nunca
nos besamos. Nunca hicimos el amor.
Fue
una de las personas que más he querido en mi vida.
Jorge es tranquilo,
simpático y tiene una conversación que, sin resultar excesivamente
interesante, no hace que caiga en el tedio más absoluto. Eso permite que no me importe caminar a su lado aunque el frío del invierno
empiece a arreciar.
No es remarcadamente
guapo, aunque sí especialmente bajito. Tanto es así que, cuando me
invita a comer en un restaurante, me detengo en la elección de mis
zapatos. Aunque elija unas zapatillas completamente planas, voy a
seguir sacándole tres o cuatro centímetros como mínimo. Y eso que
yo no soy especialmente alta. Por un lado, pienso que si le importara
nuestra diferencia de altura sería algo completamente estúpido,
ilógico y absurdo, pero algo me dice que le gustará no tener que
coger un taburete para auparse cada vez que me dirija la palabra, así
que descarto los tacones y me calzo unas zapatillas sin cuña. Al fin
y al cabo, no podré decidir voluntariamente que le gusten o le
molesten otras cosas, y este no deja de ser un detalle sin
importancia. Además, me va a invitar a comer, qué mínimo que hacer
que no tenga tortícolis después de nuestro encuentro. Es una cuestión práctica sobre todo.
La conversación empieza
de forma agradable una vez estamos sentados a la mesa, y él pide un
buen vino para acompañar la comida, cosa que hace que
momentáneamente me relaje. Hablamos de detalles sin importancia,
aunque estoy intentando buscar un tema de conversación común. No
tardo en sacarle el de la literatura que, dado mi trabajo como
editora, es mi vida.
—Me gusta leer. Yo leo
todos los días.
—¿Ah, sí? —pregunto
esperanzada mientras cruzo los dedos por debajo de la mesa para que
no me diga que lee la saga Millenium o que El
código Da Vinci le parece el súmmun de la literatura
contemporánea.
—Sí, siempre leo la
Biblia, todos los días antes de acostarme.
(Sonido de aguja de
fonógrafo rápidamente retirada de un vinilo)
Sorbo de vino por mi
parte.
No estoy segura, pero
creo... creo que hubiera preferido lo otro. Sí. Es como si alguien
te confiesa que lee el Mein Kampf todos los días en lugar de
sólo para su tesis “El Mein Kampf abordado desde una
perspectiva psicológica y social” en la que concluyes que,
efectivamente, Hitler estaba loco y más vale que Freud lo hubiera
pillado a tiempo y lo hubiera puesto de farlopa hasta el culo. Y hay
quien pensará que relacionar ambos libros es una burrada, que no es
lo mismo, pero ¿qué conclusiones se pueden extraer de un libro
lleno de genocidio, apología de la muerte, violencia y guerra? Y
no me valen los que se quedan sólo con la segunda parte, que el
libro está conformado así por algo. Además, San
Pablo era un cabrón, las epístolas que escribe son del todo
inexcusables. Leedlas si no me creéis.
Dándome cuenta de que mi
silencio se está prolongando más de lo debido, intento quitar
hierro al asunto:
—Ah, pero... ¿eres
creyente?
—Sí, pero no católico.
—¿Entonces?
—Soy creyente sin más.
Leo la Biblia, es un libro cargado de razón, que no pasa de moda
aunque pase el tiempo. Jesús es la fuente de fe verdadera.
Creo que hubiera preferido que fuera Testigo de Jehová.
Sorbo de vino por mi parte.
¿Entonces piensas que
el mundo tiene seis mil años de antigüedad, que un señor barbudo
hizo el mundo en seis días, para luego convertirse en paloma,
tirarse a su madre, para que dos mil años después todavía nos
acordemos de él? No le pregunto nada de eso. En lugar de atacar
directamente sus ¿creencias? intento encauzar la conversación por
el lado racional. Al fin y al cabo es arquitecto, ha tenido que dar
Física a punta pala en la carrera.
—Entonces... ¿tú crees
que lo que dice la Biblia es la fe verdadera?
Asiente.
—¿Y te das cuenta de que
si hubieras nacido en cualquier otro país, pongamos la India, ahora
probablemente serías hindú y defenderías también a capa y espada
que ésa, y no otra, es la fe verdadera?
—Claro que no.
—¿Claro que no?
—Sería lector de la
Biblia igualmente. Terminaría llegando de todos modos a la fe
verdadera.
Sorbo de vino por mi
parte.
Uh, uh. Esto es más
peligroso. Se me enciende la alarma de “pirado a las doce”.
Intento expresar lo mismo con otras palabras.
—¿Entonces no crees que
la religión es, más que una verdad dogmática, absoluta e
inamovible, un tipo de doctrina eminentemente cultural, como
cualquier otra de carácter no religioso?
—No. Dios me ha elegido.
Sorbo de vino por mi
parte.
—Ah... entonces, si yo
soy atea, es porque no me ha elegido a mí, ¿no?
(Breve mueca de decepción
por su parte al escuchar de mi boca esas palabras)
—Exacto.
—¿Y hay que ser de
alguna forma en especial para que dios me elija?
—Sólo él lo sabe.
Nosotros para él no somos más que gusanos, no más importantes que
una piedra. Pero a veces, a unos pocos, nos elige.
Se me ha acabado el vino.
Mierda. ¿Quedaría demasiado brusco coger la botella como en un
saloon del lejano oeste y llenármela hasta el borde? Qué forma de arruinar un buen vino. Me limpio con
la servilleta de tela que tengo sobre las rodillas y la dejo encima
de la mesa.
Llegados a este punto de
la conversación estoy tentada de preguntarle cómo sabe que dios le
ha elegido a él, si habla con él y, lo que es más importante, si
él le responde, pero pudiera ser tachada de descortés por mi
interlocutor y no hay que olvidar que yo sigo atrapada en un
restaurante con él.
Evito el tema de religión
y empiezo a hablar de cosas para que diga palabras que lo hagan
parecer momentáneamente más normal.
A pesar de mi falta de fe
y de su biblieísmo fanático, no parece que sea un obstáculo insalvable para dejar de cortejarme, eso sí, a la
antigua usanza. De modo que cuando terminamos de comer, alabar el
color de mi pelo y decir que se alegra de que sea una chica dulce
con la que se puede hablar, me compra un ramo de flores a pesar de
mis quejas para que no lo haga. Me pregunto qué espera
de mí cuando hace esas cosas.
Me pide que nos veamos al
día siguiente y como tengo interés en averiguar si los gnomos de
jardín le responden cuando les habla, acepto la oferta.
El segundo día es más
peliagudo.
En cierto momento ensalza
mi forma de vestir:
-Me gusta la ropa que
llevas. No vas vestida como esas tías que van de zorronas por la
calle con minifalda y botas de puta.
Mis ojos se abren como
platos y trago saliva para hacer más llevaderas sus palabras. Ya
sabía yo que a falta de vino tendría que haberme traído una
petaca.
—¿No crees que las
mujeres deben ser libres de vestirse como quieran?
—Como quieran sí, pero
dentro de unos límites.
—O sea, con libertad,
pero sin pasarse, ¿no?
—Claro.
Ignoro lo horrible que
suena esa respuesta.
—¿Si yo me vistiera con
minifalda y escote, sería menos interesante?
—Perderías muchos
puntos.
Cómo no. Imagino que la
misoginia es una parte fundamental de leer la Biblia cada noche, si
no, con qué estomago lo haces, teniendo en cuenta que te la tomas en
serio. Puedo soportar a un esquizofrénico con los ojos cerrados,
pero a un misógino me cuesta más.
Noto que le molestan mis
réplicas. Estoy empezando a ser agresiva con mi discurso,
arrinconando sus argumentos a base de lógica aplastante y él sólo
rebate mis argumentos repitiéndome los suyos.
Cuando me monto en su
coche para que me lleve a casa, la situación es más tensa. Él
intenta relajarla con preguntas poco comprometidas, en principio:
—¿Entonces no sueles
salir mucho?
—No —respondo— mis amigas
viven lejos y eso hace que no salga tan a menudo como quiero. Si
hubiera más bares interesantes, no me importaría ir sola.
—Una mujer, ¿sola en un
bar? Menuda imagen darías. Mejor ve con una amiga.
—¿Y por qué necesito
una carabina, si lo que quiero es tomarme una cerveza sola en un bar,
sin que nadie me moleste? ¿No soy libre de hacerlo?
—Puedes hacerlo, pero
entonces no te quejes si los hombres empiezan a querer algo contigo.
Sería natural. Eso es lo que hacen las mujeres solas en los bares,
buscar la compañía de un hombre.
A estas alturas empiezo a
plantearme si sería buena idea tirarme del coche en marcha con tal
de no escuchar esa sarta de estupideces. Ahogarlo sería otra opción,
pero va conduciendo y si nos estrellamos no me gustaría implicar a
más gente en un accidente.
Cuando bajo del coche le
digo que nada, que un placer la velada y que ya le llamaré “si
eso”, siempre y cuando “si eso” sea que de camino a mi casa me
cojan una banda de psiquiatras escapados de un manicomio de
principios de siglo XX y me practiquen una lobotomía. Esto último
no se lo menciono.
A pesar de estar tentada
a quedar con él una vez más, aparecer maquillada como una puerta y
vestida como la más vulgar de las prostitutas, decido no perder más
mi tiempo con él. Aunque me encantaría ver qué cara pone si le
suelto algo así como: “oye, cariño, ¿sabías que no llevo
bragas?”.
Tal vez lo haga algún
día.
Por teléfono.
Y así poder decir que me
he equivocado de número, que le estaba devolviendo la llamada a un
cliente de la línea erótica para la que trabajo.
Joder, al final me he quedado con la duda de si llevarlo a la planta de salud mental más cercana. Desde luego recibir unas clases de ética no le vendría mal.
Lo malo de jugar conmigo
a Sir Lancelot es que yo no doy el perfil de Lady Ginebra. Soy más
bien una cierrabares adicta a la cerveza, el vodka y el tequila. Y
claro, así no hay quien se concentre para leer la Biblia. Me
pregunto en qué parte pone eso de que las mujeres no podemos ir solas a los bares. Probablemente en el Apocalipsis.
Es que este San Juan siempre está en todo.
Lo malo de no ser superficial es que puedes correr el peligro de ahondar demasiado. Si era así en la segunda cita, madre mía. Tal vez en la quinta me hubiera exigido que vistiera burka y me sentara con las piernas cerradas.
Resulta que
debería haber llevado unos tacones de aguja. Quien ha terminado con agujetas, pero mentales, he sido yo. Parece que sí, que
plantearme la cuestión de la altura era algo completamente estúpido,
ilógico y absurdo.
Por fin comprendía lo
que la vida quería hacer conmigo. La lección que llevaba rehuyendo
tantos años. Aquella contra la que me habían prevenido y escondido
para no tener que encontrar al final del camino lo que más me aterraba: el reflejo de mis ojos, mirándome.
Iba a sufrir. Iba a
sufrir más. No había sido suficiente romperme todos los huesos a
los once años, saltar desde un tercer piso hacia el vacío a los
quince, enfrentarme a mis demonios a los dieciocho y descubrir la
maldad y el abandono en mí a los veintiuno. Todo mi dolor no había
sido suficiente.
El precio por estar viva
era demasiado alto, ¿cómo sabes que merece la pena seguir respirando?
Mi relación con el
tabaco era -es- eminentemente destructiva y tú lo sabías. Por eso
te empeñabas en quitarme continuamente los cigarrillos y me sonreías
sin pudor cuando te mentía diciéndote que había dejado de fumar.
Qué hipócrita eras.
En cambio, nunca me
quitaste de las manos ningún vaso de vodka a pesar de que lo
utilizaba por el mismo motivo. En parte, porque sabías que, de
hacerlo, me pondría tan histérica como un cachorro abandonado al
que, además, le quitan el único juguete que le ofrece algo de
consuelo en su desdicha; en parte, porque sabías que sólo después
de cinco chupitos era capaz de acostarme contigo sin torcer el gesto.
Qué hipócritas eras.
Jamás te negaste a
arrancarme la ropa aunque sabías que yo sólo quería follar, sin
mirarte a los ojos ni una sola vez, para poder pensar tranquila en
otro a quien sí amaba, algo que jamás podría decir de ti, y así
usar tu cuerpo como catalizador para reencontrarme con él.
Qué hipócrita eras.
No sólo no disminuía tu
culpa, sino que no dejaba de acusarte de aquello en lo que me habías
convertido. Una zorra mentirosa, una zorra mentirosa más, como
cualquiera de las putas con las que te acostabas antes de conocerme.
Pasó ese tiempo en el
que no podía dejar de ducharme tres veces diarias para no sentirme
sucia, aunque sólo fuera por unos instantes.
Desde entonces, apenas he
sabido mentir aunque sea inevitable que lo haga, teniendo en cuenta
el ambiente hostil en el que tengo que desenvolverme día a día.
Siendo sincera, sólo
miento para sobrevivir. Cuando lo hago, acostumbro a prometerme en
silencio fumarme un cigarrillo después.
¿Sabías que un
cigarrillo equivale a un minuto menos de vida?
El álgebra es, al igual
que las palabras, mi especialidad. Nací siendo un híbrido entre
calculadora y diccionario, lo que hizo sencillo crear mi acepción
matemática de autocastigo: Un cigarrillo; una mentira más, un
minuto menos.
No te engañes, la vida
sólo merece la pena cuando la vives de verdad.
Y hablando de vicios,
juegos y adicciones, déjame descubrirte una
pequeña obviedad. Lo único que no mata en esta vida es la muerte.
Fumar mata. Respirar,
también.
Ahora, lo único que me
consuela es saber que te traiciono, que te voy arrebatando el rol
para el que naciste. Que te despojo de tu naturaleza aunque sea a
costa de pervertir la mía.
Así, yo te rebajo a la
categoría de simple mentiroso, el triste y nada original papel que
me habías concedido, mientras yo me vuelvo, a cada mentira, un poco
más artificiosa, más como tú, más hipócrita en definitiva.
Este post está inspirado en una consulta que me hicieron hace poco.
¿Qué atrae a una sapiosexual?
Si la primera parte se la dediqué a las chicas incomprendidas,
ésta se la dedico a los chicos
independientemente de su condición.
El tema de las
atracciones, las hormonas y las historias varias es peligroso para
todos. Se abre ante ti un mundo desconocido de posibilidades
infinitas. El problema está en que cuando empiezas a conocerlo en
tus tiernos años de adolescencia, hay cosas que te impresionan. Si
además eres sapiosexual, te detienes a analizar una serie de
comportamientos que no entiendes del todo bien, aunque comprendas la
utilidad final de los mismos.
Sin pretender hacer un
manual acerca de cómo atraer a una sapiosexual, ciertamente hay una
serie de cosas que nunca se deberían hacer. Esto afortunadamente no
lo sabe todo el mundo, por lo que es fácil para una sapio descartar
a posibles candidatos que pretendan seducirla con semejantes
técnicas.
A saber, los piropos. Hay
que saber que los piropos los carga el diablo y es recomendable tener
extremo cuidado con ellos. Algunos están muy manidos de tanto
usarlos, como “guapa”. “Guapa” es el piropo por defecto. Se
puede usar, claro, pero no conviene abusar porque pierde el
significado rápido. Cuando llamas guapa a la chica que te
gusta, pero también a tus amigas, a tu madre y a tu perra, pues como
que ya no es lo mismo. Por otro lado, un error común es, en un
pretendido alarde de originalidad, complicar los piropos hasta
convertirlos en frases de ligoteo (también manidas), que no sé qué
es peor: “Ten cuidado que se te cae el papel... el que te envuelve,
bombón”, “Eres tan dulce que haces que el azúcar sepa a sal”...
a nivel personal incluso llegué a sufrir ese de “Si fueras
bollicao, te comía hasta la pegatina”. Cómo se te queda el
cuerpo.
Un piropo debe ser
sincero, sencillo y estar dicho en el momento adecuado, evitando que
se transforme en una coletilla o apelativo, porque pierde su efecto.
Hay que tener en cuenta que para una sapio, alabar constantemente
algo que ella no ha elegido es un error. Y me refiero al aspecto
físico. Si tienes una personalidad que te has currado, ¿por qué
sólo comentan lo guapa que eres? Puede llegar a ser frustrante.
Hay que mantener a raya
los comportamientos robóticos. Si estás en la discoteca con tus
amigas y se te acerca un chico con un Ey, qué pasa guapa (El
ola k ase del messenger) te está dejando claras sus
intenciones, pero también lo hace con una originalidad cuestionable.
Cuando ve que contigo no tiene éxito, pasa a preguntar a otra eso
mismito que te acaba de decir a ti y así se mueve por esos lugares,
como en un bucle. Si empiezas a observar el comportamiento del
muchacho en cuestión, recuerda a esas máquinas de tu infancia a las
que echas una moneda, te subes encima, te da un paseo y te bajas,
hasta que llega otra persona que echa una moneda y también se sube
al hacerla funcionar. Porque da igual que te subas tú o que se suba
otra, entiéndase el eufemismo. El Ey qué pasa guapa es
mecánico, es ese cochecito que espera deslumbrarte con sus colores y
su baño en colonia de dudoso gusto, esperando que eches la moneda y
te subas. Con una sapiosexual no suele funcionar esta técnica. El
maromo de discoteca debe buscar a la maroma de discoteca, que por si
alguien tiene dudas, es esa chica a la que preguntas ey, qué pasa
guapa y te responde con un jiji. Cada oveja con su pareja,
ha sido así desde tiempos inmemoriales. Los mecanismos lingüísticos
de selección natural están ahí, para qué negarlo.
Otro aspecto a tener en cuenta son las técnicas aversivas. Lo que comúnmente se denomina picar a la otra persona. Utilizado con mesura, tiene gracia. Es estimulante. Lanzar una pulla tras otra, como disparando proyectiles a discreción no mola. Puede cansar, cabrear o hacerte pensar que la otra persona es gilipollas y no entiende las señales de: tío, para ya. Quitarle la goma de borrar a la chica que te gusta y escondérsela tiene gracia una, dos, tres veces, espaciadas en el tiempo. Basar en la goma de borrar el 90% de tu relación con ella es tener muchas ganas de que te mande a la mierda.
Un tema delicado de
tratar es el acoso. Hay personas que no entienden la sutil diferencia
entre mostrar interés en alguien y perseguirlo hasta la puerta de su
casa. Es difícil de distinguir, lo sé, pero hay que hacer un
esfuerzo. Otra modalidad es enviar mensajes a todas horas o no
entender que esa persona tiene vida propia, pudiéndote convertir en
una molestia más que en una presencia agradable. En el equilibrio
está la virtud, decía Aristóteles, y por más mal que me caiga,
ahí (y en otras cosas) llevaba razón.
Así que, en definitiva,
hay que usar el sentido común. No sólo con las y los sapiosexuales,
sino con cualquier persona en general. Y si resulta que es el menos
común de los sentidos, hay que ser cauto para no meter la pata.
O si no, tampoco hay que
amargarse. Hay que tener en cuenta la selección natural, si pasa de ti es que no
te conviene. Y así todo.
El agua está ahí, a sólo un
salto de distancia. Oigo las olas romper contra las rocas. La arena, pulverizada en el vaivén del mar enfurecido, se mezcla sin permiso
entre mis cabellos y los vuelve terrosos. La brisa silba dulcemente
mi nombre, invitándome a dejarme caer de improviso. Casi puedo
escuchar una voz de mafioso italiano susurrándome al oído: pon
un pie en el vacío, no lo pienses, haz que parezca un accidente.
Nunca me dieron miedo las
alturas. De hecho, casi se me podría tachar de temeraria. Siempre me
gustó la adrenalina. Esa sensación recorriéndome las arterias con
una furia inusitada, consiguiendo que me dé vueltas la cabeza mientras mi
corazón se asemeja al pico de un pájaro carpintero construyendo
su hogar a contrarreloj, como si le fuera la vida en ello.
Nunca me dieron miedo las
alturas, reitero, hasta hace poco.
Ahora estaba encima de un
nuevo acantilado, con la adrenalina mordiéndome hasta lo más oscuro de mis eritrocitos. Mis pasos me habían llevado hasta allí, como en
un descuido, guiados quizá por una extraña intuición. Estando de
pie, contemplativa, respiraba tranquila. Admiraba la belleza del
paisaje, suspiraba descubriendo una visión nueva, un mundo del que
sólo disfrutaban los pájaros más intrépidos que se arriesgaban a
llegar hasta allí volando sin vacilar, a pesar de los inesperados
golpes de viento. Y me sentía afortunada, porque era consciente de
esa exclusividad. A pesar de ser una vista prometedora, nunca
arriesgaba demasiado. Miraba mis pies de reojo, los cuales siempre
tocaban tierra firme. El vacío ante mí. Qué vértigo.
Me gustaba volver una y
otra vez para ver qué nuevo paisaje se ofrecía ante mis ojos, pues
nunca era lo mismo por la noche que por el día. Se apreciaban
distintos detalles que no escapaban a mi visión, a pesar de la
evidente falta de claridad que existía en ciertos momentos. Y sentía
el mar rugiendo allí abajo, las gotas de agua que salpicaban mi piel
a cada nueva embestida de las olas, y entonces se apoderaba de mi
mente un único pensamiento: no
seas cobarde, salta de una vez.
A veces jugaba a poner un
pie en el vacío sólo para ver qué ocurría entonces. Sentía la
gravedad tirando de mí hacia abajo, dulce y maldita gravedad. Y
entonces, ponía el pie a salvo y no sabía con exactitud si, el haberlo
escondido de nuevo entre las piedras, estaba bien o estaba mal. A qué
tenía miedo. Me lo preguntaba sin saber qué responderme. Quizá
sólo tenía miedo a que se materializara algo que no existía. O que
si existía, no sabía bien cómo manejar. Las rocas parecen
doblemente afiladas desde la distancia, y mi inseguridad siempre ha
rayado en el neuroticismo más radical. Y si bien yo estaba loca, o precisamente
por eso, me había acercado hasta un acantilado con reiteración, nocturnidad y
alevosía. Casi me faltaba irme allí a vivir con las gaviotas, de
tanto que visitaba aquel lugar. No saltar, a pesar de la tentación,
era ciertamente una falta imperdonable. Era una diversión que me
negaba por pura obstinación.
La voz de mi cabeza tenía
razón -la simpática, no la otra-. No se puede tener miedo toda la
vida porque si no, uno se olvida de vivir. Y para eso estamos, que
son dos días. O tres. O los que hagan falta.
¿Cómo sería la
temperatura del agua allí abajo? ¿Y si sufría una hipotermia?
¿Habría peces peligrosos esperándome? Rápido, tres canciones que
me hagan sentir segura. Se me ocurre solamente Highway to hell,
pero con esa me vale. ¿Y si caía en la parte que cubría menos? ¿Y
si la arena del fondo era demasiado absorbente y me quedaba allí
atrapada, y me ahogaba, porque sí, porque yo tengo esa suerte?
Podría hacerme todas las
preguntas del mundo porque el acantilado despertaba en mí inquietud y fascinación, pero se
quedan cortas cuando realmente lo que uno quiere hacer es dejar de
preguntar y empezar a saber. Saber por uno mismo, sin dar lugar a
nuevas hipótesis que generarán, irremediablemente, más cuestiones que nunca serán convenientemente satisfechas desde tierra firme.
Saltar, bucear hasta lo
más profundo de las aguas, coger arena del fondo y disfrutar de su
tacto mientras se deshace entre mis dedos.
Una relación (amistosa,
amorosa, indefinida) no es un contrato, es una relación.
Una relación es unir
lazos con alguien porque te apetece, desde tu libertad personal,
individual e intransferible. Nadie te obliga a permanecer en una
relación, estás porque quieres. Si estás aunque no quieras, ya no
es una relación sana.
Si tú quieres estar para
una persona, allá tú, es tu decisión.
Puedes decidir estar para
lo bueno o para lo bueno y para lo malo (si sólo quieres estar para
lo malo, háztelo mirar, se llama masoquismo).
Esa otra persona, desde
su libertad personal, individual e intransferible puede establecer
contigo los mismos lazos, lazos diferentes o ninguno en absoluto. Y
es libre, como tú, de establecerlos como quiera.
Una vez claras las
reglas, donde lo deseable es jugar ambas personas al mismo juego, se
puede avanzar, retroceder o eliminar de raíz toda relación.
Pero, ¿qué significa
“estar” para una persona?
¿Significa que vas a
estar con ella, para ella, pase lo que pase o sólo si se ciñe a tus
deseos?
Porque existen relaciones
basadas en la libertad y otras basadas en la coacción. Y tenemos un
problema cultural grave, porque se nos enseña de boquilla que
toda relación se basa en la libertad, cuando lo cierto es que la
mayoría se terminan convirtiendo en relaciones coercitivas.
Se nos enseña que las
relaciones son estáticas, como si los deseos de las personas no
pudieran cambiar y evolucionar con ellas, como si por el hecho de
decidir algo en un momento dado, no pudiéramos cambiar de opinión
después.
Las amistades suelen ser
más flexibles en cuanto a ésto último, de ahí que suelan ser más
duraderas que las relaciones de pareja (y más satisfactorias a la
larga).
El problema, convenimos,
está en las relaciones de pareja. Concretamente, en las relaciones
de pareja basadas en el estereotipo del amor romántico, que es el
que manda en el mundo occidental.
Una relación de pareja
basada en el amor romántico establece, básicamente:
-Que el amor de pareja es
necesariamente sinónimo de sacrificio.
-Que el amor de pareja es
eminentemente exclusivista.
-Que el amor de pareja
está por encima de cualquier otro.
Y si te sales de estas
condiciones es que “no quieres a esa persona de verdad”. No,
perdona, a lo mejor es que no te quiere como tu querrías que te
quisiera. Como si se pudiera querer
de mentira.
Es decir que,
objetivamente, el amor romántico aún basándose en la anulación
y/o represión de los deseos personales de dos individuos, es lícito
porque esas dos personas están dispuestas a renunciar a sus derechos
individuales. Se premia a las personas que han elegido libremente
ser esclavos el uno del otro. Y cuando empiezas una relación
con una persona, esto no se dice muchas veces ni se pacta, esto se
supone. Y se supone aunque la relación cambie o sea
insatisfactoria o cualquier otra cosa. Ahí viene la trampa:
mantenemos las “obligaciones” de una relación a pesar de que
haya desaparecido la satisfacción que nos proporcionaba.
Cuando nos enamoramos,
muchas veces esperamos contratar el amor de esa persona para
siempre -o hasta que nos dé la gana-. Y si a los dos meses no
le satisface, le damos de baja sin compromiso ;-)
Contratamos afecto y, en
ocasiones, hasta con compromiso de permanencia (como en el caso del
matrimonio tradicional). Y luego nos frustramos porque las cosas no
salen bien, porque al final esa relación se torna en una fuente
constante de insatisfacción. ¿Por qué? Porque las condiciones han
cambiado, pero no se nos permite modificar las reglas del juego.
Hay una coerción muy
sutil que se establece en una relación de pareja. Una coerción que
personalmente me aterra. El perverso juego es el siguiente: Yo te doy
10... así que dame 10 tú también. Y si no lo haces, no me quieres.
Y si no me quieres, sal de mi vida. Y así es todo de radical.
Vamos por la vida
exigiendo a las personas que nos quieran como nosotras las queremos,
y esto no es así, no puede ser así, por más que nos empeñemos.
Eso por un lado.
Desde mi punto de vista
femenino y heterosexual (creo), las mujeres nos encontramos con otro
problema, además de tener que cumplir con el estereotipo de amor
romántico.
Ahora que los tiempos han
cambiado, los hombres gritan: ¡mujeres sumisas no, mujeres
libres!
Y
eso queda muy guay y muy políticamente correcto. Pero pocos se paran
a pensar qué significa ser una mujer libre. Ser una mujer libre
implica guiarte antes que nada por tus deseos, pensamientos y
sentimientos. Si se diera el caso de tener que elegir, esa mujer
elige por encima de los deseos, pensamientos y sentimientos de los
demás, sí. En cierto momento, esa mujer puede elegir tener más en
cuenta el deseo de otra persona antes que el suyo, pero eso no es una
obligación innata en la mujer como se nos viene inculcando desde
pequeñas, ni es una costumbre sana si se hace a menudo, sino que al
ser una elección individual -y puntual- se llama hacer un
favor enorme. Aunque no
tiene que ser necesariamente sinónimo de amor. De
hecho, muchas veces se hace por puro interés.
En
fin, aquí viene la perversión del sistema heteropatriarcal:
Una
mujer elige satisfacer a un hombre. Aplausos, vítores. Ha elegido lo
correcto, ha elegido anteponer a otras personas antes que a sí
misma.
Una
mujer elige mandar a paseo a un hombre. Abucheos, gritos de
decepción. Es una estrecha... salvo con una honrosa excepción.
Antes, ninguna mujer podía estar con un hombre que no fuera su marido. Ahora se nos permite estar con más de un hombre, pero sólo si al final nos volvemos buenas, sólo si al final terminamos con única compañero al que ser fiel todos los días de nuestra vida. ¿Es eso libertad o nos la están volviendo a dar con queso?
¿Podemos
tener mujeres libres cuando se nos presiona desde la sociedad para
que anulemos y reprimamos lo que somos en pro de los deseos de otro,
preferiblemente varón?
Podemos,
sí, pero conlleva el precio de la estigmatización social, mientras
que los hombres que eligen el camino de ser libres no suelen correr
la misma suerte que nosotras en este aspecto.
Muchos
hombres desean que las mujeres que les interesan sólo para tener
sexo sean muy libres, sean muy putas. Como los están satisfaciendo,
ahí no hay problema y está todo bien.
¿Y
para establecer una relación de pareja? Las cosas cambian. Ellos también
eligen a chicas malas
para enrollarse, pero se casan con las buenas. Es decir, que las malas, las putas, las libres, no son dignas merecedoras de amor.
¿Quiénes son las buenas? Aquellas que aceptan las normas
heteropatriarcales de sumisión por sistema, se supone que de forma
totalmente voluntaria, a los deseos del otro.
La
clave está en qué deseamos ser nosotras. ¿Deseamos ser mujeres
libres para unas cosas y sumisas para otras? (Hipócritas, en otras
palabras) ¿Tenemos que desdoblar nuestra personalidad para contentar
a todo el mundo? ¿Una mujer puede ser
muy puta con otros y muy
fiel con uno? O peor
aún... ¿debe serlo si no está de acuerdo con ello?
¿Cómo
ser libres si la sociedad claramente aplaude el hecho de que pongamos
cadenas a nuestra naturaleza y nos escupe cuando no cumplimos con
unos supuestos? Pues a base de sangre y fuego, no hay otra. ¿Queremos
ser mujeres libres, sumisas o sumisas que aparentan ser libres? Y allá cada una. Todas tienen claras
consecuencias.
Amar
a una mujer es aceptarla con sus deseos, pensamientos y sentimientos.
Gracias a ellos y, a veces, a pesar de ellos. Es lo que hace que una
mujer sea esa y no otra. Si a una mujer le negamos que desee, piense
y sienta como lo hace, es negarle que sea ella misma. Cuántas veces
procuramos negar la realidad de lo que es,
para convertirla en la que deseamos que sea.
No
olvidemos tampoco que ellos no se escapan de las reglas del juego,
aunque si lo hacen no son tan castigados. El estereotipo del amor
romántico no entiende de géneros. A ellos también les pide que,
por cojones, renuncien a una serie de privilegios sólo porque se han
enamorado. Y si quieren, que lo hagan. Pero no deberían tener por
qué hacerlo. Y nosotras tampoco.
Las
relaciones de pareja son difíciles por eso, porque muchas veces no
sabemos distinguir entre nuestro deseo y el de la otra persona. Y ahí
aparece la coacción en ocasiones, lo que termina sin ninguna duda
con la relación.
Una
relación sexual libre se basa en tres cosas, como dice la canción:
confianza, respeto y colchón. Si es amorosa, se añade un plus de
afecto. Pero no hay más. Si cualquiera de esas cosas falla, es el
principio del fin de la relación. Y todo esto, repito, suponiendo
que hay un contexto de libertad, donde no tenemos miedo de decir a la
otra persona que algunas de estas condiciones han cambiado o se han
ampliado a una tercera, o a saber.
Que
nacer paloma hubiera sido más fácil que nacer persona. O no. Como
decía Unamuno, a lo mejor el cangrejo resuelve ecuaciones de segundo
grado.
***
He
elegido la canción que está a continuación porque habla de una
chica libre, una chica que no quiere ser una princesa, que “sola
está mejor” y a la que el chico no entiende y la tacha de ser “un
conflicto mundial” porque no le pone las cosas fáciles. Si bien es
cierto que la chica parece que con esto de la libertad ha perdido un poco el
norte y cae en el error de querer imponer al chico una serie de
cosas, como que deje de hablar con sus amigas: “Me dice que se
acabó esa mierda de charlar/con tus amiguitas en el disco bar”,
aplicándole las reglas exclusivistas del amor romántico, no deja de
llamarme la atención lo conflictiva que le parece al muchacho, como si la chica estuviera loca o algo. El chico claramente es un cobarde y se deja hacer, por eso la mala es ella y hasta le ha hecho una canción y todo. Está compensando, que se dice en Psicología. Tiene miedo de enfrentarse a ella porque ella demuestra ser fuerte, incluso autoritaria.
Hubiera sido más raro que esta canción la hubiera escrito una mujer,
porque el comportamiento del “emperador” se ve más normal. Son
ellos los que se suelen ir al bar con sus amigos mientras ella está
en casa. Son ellos los que nos exigen más a menudo que renunciemos a cosas por estar con ellos. Son ellos, con mayor frecuencia, quienes nos piden que renunciemos a nuestro espacio propio.
En
mi opinión, es mejor dejar los imperios para la historia y empezar a
crear relaciones basadas en el respeto y la confianza, que queda muy
bien decirlo, pero que es difícil en ocasiones porque hay que dejar
el egocentrismo radical a un lado... pero sin perder de vista jamás que YO es la persona más importante de nuestra vida.
"No hay quien os entienda, ¡basta ya!"... pues elige a una borreguita, chico, probablemente te irá mejor.
Mi amigo Dj Atari, compositor de música electrónica entre un millón de cosas más, me propuso aunar fuerzas y voces ya que le gustó mi poema Arena y cal.