26.12.14

Cuento de Navidad


El labio inferior de tía Lucía temblaba visiblemente. Estaba cortando el asado en pequeñas rodajas, como de costumbre, porque siempre traía un pavo bien criado de su granja a la cena de Navidad. La carne cedía ante el filo del cuchillo no sin cierta dificultad. Entre el calor de la cocina y el esfuerzo que llevaba realizando desde hacía varias horas, a tía Lucía le caían visibles gotas de sudor por la frente que se secaba eventualmente con la manga de su jersey de punto. El primo Fernando se ofreció a ayudarla con el pavo, cosa extraña en él, ya que solía ser bastante torpe a la hora de realizar cualquier tarea manual; no digamos una en la que se emplease una herramienta relativamente peligrosa. Sin embargo tía Lucía suspiró aliviada y le cedió el cuchillo, para después caminar apresuradamente hacia el comedor llevando en su mano izquierda una bandeja llena de bebidas que repartió generosamente entre los futuros comensales. Pronto la abuela Felisa comenzó a hablar de Toqui, su gato tuerto, que se arrastraba penosamente debajo de la mesa central mientras olfateaba el suelo de forma obsesiva. La abuela Felisa, que tenía un volumen de voz considerable, se reía ruidosamente entre pequeñas convulsiones que hacían tintinear las decenas de pulseras que adornaban sus huesudos brazos. Le faltaban varios dientes y cuando respiraba con la boca abierta se podía ver su horrible cavidad oral mellada mientras se escuchaba el silbido suave pero agudo y repetitivo del aire pasando a través de las oquedades de su dentadura. Contaba una vez más cómo Toqui perdió el ojo en una sanguinaria lucha contra otro gato en la que su rival salió peor parado que él, por lo que la abuela Felisa decidió ahogarlo en un barreño de agua. En cambio a Toqui le concedió su compasión por haber ganado la pelea. Todos rieron.

Hilario se hurgaba la nariz concienzudamente. Era mi primo menor, un sucio alfeñique tres años más pequeño que yo. En cambio, yo había cumplido con orgullo en la última semana de noviembre la magnífica cifra de diez años. Todo el mundo sabe que cuando cumples diez años eres una niña mayor, que debe dar ejemplo a los primos menores y, con seguridad, más estúpidos. Pegué una rápida cachetada a Hilario en la mano y lo miré con reprobación. Primo Hilario respondió con una onomatopeya de sorpresa, pero nada le impidió llevarse la mano a la boca, ante lo que hice una mueca de asco. Papá contaba animadamente su última trifulca con el banco arrancando las risas de su cuñado Jorge, que se pegaba palmadas en las rodillas sin parar, haciendo un sonido como de cerdo mientras balanceaba adelante y atrás su orondo cuerpo sobre la silla diminuta que tenía debajo, la cual crujía amenazando con ceder y romperle la cadera. Primo Hilario me tiró del pelo en un descuido y yo le mordí, así que empezó a llorar con estruendo, pataleando cual cucaracha boca arriba, mientras me señalaba con el dedo y me llamaba mala puta entre berridos. Mi padre se levantó en ese momento y me cruzó la cara dejándome una sensación de ardiente picazón, para después sacudir a Hilario violentamente y amenazarlo con dejarle sin comer si seguía diciendo palabrotas. Con cierto rencor hacia la actitud de mi padre, aproveché un momento en la que la abuela Felisa entretenía a todos contando batallitas de su padre, un importante militar, para escabullirme a la cocina, donde el primo Fernando estaba destrozando el pavo con el cuchillo. Pregunté al primo Fernando dónde estaba la salsa del pavo y él me indicó que estaba en el frigo, así que lo abrí y admiré la fuente que contenía un líquido escarlata pálido. Eché una ojeada al primo Fernando, que seguía cortando el pavo concienzudamente, y entonces escupí varias veces en la salsa. Quería regocijarme en secreto mientras todos disfrutaban de la cena. Cuando cerré el frigorífico noté que el primo Fernando estaba detrás de mí. Cómo está mi prima favorita, me preguntó, y entonces puso una mano en mi cintura y empezó como a bailar detrás de mi espalda de una forma extraña. Se ensalivó entonces la otra mano y la introdujo poco a poco, despacio, en mis braguitas. Cosquillitas secretas, las llamaba él. La verdad es que las cosquillitas del primo Fernando me gustaban, aunque sabía que había algo que no estaba del todo bien en ello. Después de un rato suspiró muy fuerte, me dio un beso en el pelo y dijo que tenía que seguir cortando el pavo.

Volví con el primo Hilario, que ahora tiraba a Toqui del rabo y éste le bufaba y se retorcía. El abuelo Rodrigo encendió su pipa gastada, así que fui hacia él y me senté en sus rodillas. Me divertía que hiciera aritos con el humo, aunque a veces la abuela Felisa le decía que se iba a morir de cáncer y él dejaba de fumar, fastidiándome todo el juego. Mientras intentaba cazar los aritos del abuelo con las manos, se oyó un grito fuerte en la cocina. Mi padre acudió raudo y vio cómo el primo Fernando tenía la cara muy blanca mientras que de su mano brotaba sangre. La herida era profunda, y pronto el suelo se manchó. La abuela Felisa corrió a taponar la herida, pues había sido auxiliar de enfermería en otro tiempo, y detuvo un poco la hemorragia. Papá dijo que llevaría al primo Fernando al hospital, que quizá habría que dar puntos. Primo Hilario me dijo que quería ver la sangre antes de que la limpiaran, así que me cogió de la mano y me llevó a la cocina, donde la sangre del primo Fernando seguía en el suelo. Primo Hilario se manchó los dedos de ambas manos con la sangre a propósito y, con muy mala idea, me los acercó a la boca diciendo que me iba a pintar como a una princesa. Entonces se me tiró encima y me llenó la cara con la sangre del primo Fernando. Cuando por fin me alcanzó en los labios, gritó triunfal que era la princesa roja y me dio un beso en la boca lleno de babas. En ese momento alguien entró en la cocina. Cuando miramos, el labio inferior de tía Lucía temblaba visiblemente.


3 comentarios:

  1. Es simplemente genial, enhorabuena.

    ResponderEliminar
  2. Muy bueno. Parece que lo hubieras vivido personalmente.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Me gusta usar siempre la primera persona en mis relatos, creo que el lector se implica más con los personajes. Dicho lo cual, menos mal que no he vivido algo así.

      Eliminar